Mujeres de la Biblia Judía
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Mujeres de la Biblia Judía

Xabier Pikaza Ibarrondo

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Mujeres de la Biblia Judía

Xabier Pikaza Ibarrondo

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Aunque su título pueda llevar a más de uno a pensar que se trata de un libro de estudios bíblicos biográficos para mujeres, nada más lejos de la realidad. No es el típico libro devocional para mujeres cristianas, tal como solemos concebirlo dentro de nuestros círculos de literatura evangélica. Estamos ante uno de los trabajos exegético-biográficos más serios y docu­mentados que jamás se hayan escrito sobre el tema de la mujer en la Biblia. Sus destinatarios son los líderes, profesores de seminarios teológicos y en general todos aquellos estudiosos de la Biblia, hombres y mujeres, interesados en profundizar y entender mejor el papel de la mujer en el judaísmo antiguo. Ello implica que algunos de los postulados del autor puedan resultar, en el mundo evangélico, muy chocantes a personas que no cuenten con la preparación adecuada. Tal es el caso de asumir que la mayor parte del Antiguo Testamento fue redactada en los siglos VI-IV a.C. para servir de ejemplo y guía a los judíos del exilio. Y en consecuencia, la inclusión en el libro no sólo de las mujeres mencionadas en los libros del canon hebreo (Miqrá), sino también de las que figuran en los libros llamados Deuterocanónicos, añadidos en la diáspora helenista entre los siglos II-I a.C. y que son parte la Biblia de los Setenta, LXX. Salvando este escollo, cabe decir que estamos ante un trabajo sensacional y de extraordinario valor académico. El autor demuestra que a pesar de que en un primer nivel la Biblia pueda verse como un libro anti-feminista y anti-moderno, como recuerdan algunos críticos, en realidad, es también un libro de mujeres, pues ellas ejercen en sus páginas, desde la penumbra (y a menudo desde la opresión), un protagonismo turbador, doloroso, pero altamente creativo. Y afirma, por tanto, que correctamente entendido en su contexto y despliegue histórico, el Antiguo Testamento ofrece e inicia un camino de progreso hacia la valoración de la mujer, que aún no ha concluido.

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Información

Año
2015
ISBN
9788482679730

I
EN EL PRINCIPIO
LAS MUJERES DEL RECUERDO

La Biblia judía fija el recuerdo de un pueblo que ha querido recuperar su pasado para mantener abierto su futuro, tras un tiempo de exilio (entre los siglos V y II a.C.), cuando corría el riesgo de ser destruido. Esta fijación recreadora constituye un fenómeno sin precedentes y ha permitido que los judíos sean un pueblo distinto y siempre idéntico, a lo largo de de casi tres mil quinientos años de historia.
Otros pueblos (al menos de occidente) han perdido su memoria o han muerto. Ellos, en cambio, han afirmado y afirman que siguen siendo hijos de Abrahán y de Sara, que salieron de la esclavitud de Egipto, que construyeron un templo en Jerusalén y que fueron expulsados, para descubrir y recrear su identidad… En esa línea afirman que un grupo de mujeres primigenias (Sara y María, Débora y Ester, Raquel y Judit…) forman parte de su historia actual, como recuerdo permanente de humanidad.
En la primera parte del libro quiero evocar de un modo especial algunos rasgos de las primeras mujeres del recuerdo judío, que vivieron básicamente entre los siglos XII y VII a.C., siendo, por tanto, anteriores al exilio, es decir, al gran cambio de Israel, aunque todas ellas han sido recreadas desde el recuerdo, en una perspectiva posterior (en los siglos VI-IV a.C.), por los redactores del Pentateuco y de los libros histórico/proféticos que forman las dos primeras partes de la Biblia, para servir de ejemplo y guía a los judíos tras el tiempo del exilio, hasta la actualidad.
Son mujeres del judaísmo, y con ellas siguen conviviendo los rabinos y los fieles del Israel eterno, hasta el momento actual. Por eso, siendo antiguas, ellas siguen estando ahí, ante ellos (los judíos) y para todos los lectores de la Biblia (cristianos o musulmanes, creyentes o no creyentes) como testimonio de humanidad.

1
LAS DIOSAS BORRADAS

1. Yahvé y el recuerdo de las diosas7

En general, la mayoría de los pueblos empiezan recordando a las diosas, vinculando de esa forma lo divino con lo humano. Pues bien, en contra de eso, la Biblia judía ha tendido a borrar la figura de las diosas, elaborando, en cambio, el recuerdo de las madres (matriarcas) del pueblo, para indicar así que lo que importa de verdad no son las realidades «divinas», sino las humanas. Por eso hay en la Biblia narraciones extensas sobre Sara o Rebeca, con Lía y Raquel, pero no sobre Ashera o Astarté (o sus equivalentes), en contra de lo que sucede en Mesopotamia o en Grecia.
A pesar de ello, las diosas están en la Biblia (¡no podía ser de otra manera!), aunque hayan sido en gran parte tachadas. Ciertamente, las matriarcas humanas han crecido en el recuerdo de Israel, mientras que las diosas han tendido a ser borradas, pero esa «tachadura» no ha podido ser total, de manera que las diosas han dejado su sombra en diversos pasajes de la historia israelita.
Esta particularidad israelita (¡apenas queda el recuerdo de la diosa!) se debe al hecho de que, junto al politeísmo dominante en el entorno, ha influido un factor revolucionario: la figura de Yahvé, Dios sin imagen ni rasgos sexuales, un Dios monólatra (sólo él recibe adoración), trascendente y celoso (guerrero), propio de grupos nómadas, que fueron entrando en Canaán (hoy Palestina) entre el siglo XII y el X a.C., terminando por adueñarse de la tierra, tras siglos de dura convivencia con los cananeos.
En el surgimiento del Israel bíblico influyeron por lo tanto (al menos) dos elementos principales. (a) Algunos grupos cananeos autóctonos, básicamente pastores marginales, partidarios de la Diosa (el Dios/Diosa), con imágenes y lugares sagrados (templos), que habitaban en la tierra de Palestina. (b) Los defensores de Yahvé, un Dios guerrero, sin imagen ni sexo, más propio de grupos nómadas que vienen del desierto. Del enfrentamiento y fusión de esos grupos (a los que uniremos el recuerdo de los patriarcas/matriarcas trashumantes) ha surgido el monoteísmo judío posterior, propio de aquellos que terminaron expulsando (o recreando de otra manera) a la diosa, que se hallaba en el principio del proceso religioso de Israel, pero que después ha sido rechazada y borrada por los partidarios del «sólo Yahvé», sin figura femenina8.
Quizá podamos decir que la Biblia, en su forma actual (en su redacción postexílica), ha nacido del rechazo de la diosa, partiendo de la crítica de los profetas oficiales (de los siglos VIII al VI a.C.), tal como se expresa en el culto oficial del templo de Jerusalén, tras la reforma deuteronomista (a finales del siglo VII a.C.) y, sobre todo, después del exilio (desde el siglo V a.C.). Pues bien, a pesar de eso, ella (la Ashera) ha sido, con el Toro/Baal, la representación religiosa más frecuente de Israel, entre el siglo X y el VI a.C., según las excavaciones arqueológicas. Eso significa que la ortodoxia yahvista tardó en imponerse, de manera que hasta el siglo VI a.C. dominaba en Israel la figura de la diosa.
Según eso, la figura de la diosa no era «extranjera», ni ajena al conjunto del pueblo que habitaba en Palestina, sino que se oponía sólo al grupo del «sólo Yahvé». Ella no provenía de fuera, es decir, de cultos extranjeros, sino que estaba arraigada en la experiencia de los cananeos autóctonos, integrados casi desde el principio (al menos desde el siglo XI a.C.) en la religión israelita. La Biblia judía posterior ha querido reprimir ese recuerdo, para reescribir la historia desde la perspectiva del Yahvé guerrero exclusivista y esa «erasio memoriae» ha marcado la visión posterior del judaísmo. Pero ese cambio no ha sido total y ha terminado siendo en parte inútil, pues la huella de la diosa ha vuelto, como seguiremos viendo en este libro (cf. caps. 14 y 18).
En este contexto podemos aludir a las excavaciones arqueológicas. Lo que la Biblia había querido ocultar ha vuelto en forma de cientos de estatuillas, que recogen y recuerdan el culto de la diosa, no sólo en los tiempos anteriores a la conquista israelita (en torno al siglo XI a.C.), sino incluso más tarde. Ella, la diosa materna y/o femenina, aparece con mucha frecuencia y refleja la religiosidad personal o familiar y grupal de la mayor parte de los habitantes de la tierra (junto al toro de Baal, que es signo masculino de la fecundidad)9.
Podríamos suponer que en el principio, cuando vino del desierto para instalarse en la tierra de Canaán y conquistarla con sus fieles guerreros, Yahvé no tenía esposas (Ashera), sino que aparecía como Dios solitario y celoso, incapaz de compartir su poder con una diosa. Pero con el tiempo, una vez instalado en Canaán, ese Dios de la furia del desierto (originario quizá de los madianitas), tendió a tomar esposa, como muestran dos famosas fórmulas de bendición que le asocian con su Ashera:
a) Una se ha encontrado en Kuntillet Ajrud, cerca de Kades Barne, en el desierto sur de Judea, zona de cruce de caravanas, donde ha aparecido una vasija con un texto del siglo VIII a.C. (en pleno período profético) que dice: «Yo te bendigo por Yahvé de Samaría y por su Ashera». Así aparecen unidos, dios y diosa, como fuente de única bendición, de manera que el Yahvé solitario (Señor la guerra) aparece integrado con una pareja divina: él y su consorte (la Ashera) constituyen un único principio divino de bendición.
b) Otra fórmula semejante, aunque algo posterior (siglo VI a.C.), ha aparecido en Khirbet El-Qom, cerca de Hebrón, sobre el pilar de una cueva funeraria, lo que prueba la importancia de la diosa, asociada a Yahvé, en pleno período monárquico, en un momento en que iban a iniciarse las «reformas yahvistas»: «Bendito sea Uriyahu por Yahvé y por su Ashera». Eso significa que en un plano popular, en la religión de la vida, por lo menos hasta el exilio, muchos israelitas han venerado a un Dios dual, masculino y femenino, sin que la religión «más oficial» del «sólo Yahvé» haya logrado imponerse10.
Según eso, el culto a la Ashera pertenecía a un estrato antiguo de la religión judía, en la que aparece asociada como consorte del Dios supremo, definiendo un tipo de dualismo que podía haber determinado toda la religión judía posterior. En el origen de la realidad se encuentran, según eso, Dios y Diosa, lo masculino y lo femenino, bendiciendo a sus devotos. Sólo tras el exilio, rechazando (o borrando) esa dualidad y queriendo recuperar, en circunstancias distintas, la figura del «sólo Yahvé», que va más allá de lo masculino y femenino (que no es Dios ni Diosa, sino Señor sin imagen, ni forma), la religión israelita se centrará en un Dios trascendente, aunque con rasgos que parecen más masculinos11.
En un sentido, se podría hablar de simbiosis, como si la unión de las dos figuras (Yahvé y Ashera) desembocara en el surgimiento de un
Dios único, con el nombre de Yahvé (que tiende a mostrarse en forma masculina), pero que conserva rasgos femeninos de Ashera, es decir, de maternidad, de ternura y amor, como destacaremos al hablar de los profetas y los libros sapienciales (caps. 14 y 18). Eso significa que Yahvé recibirá propiedades femeninas y maternas. Pero, en otro sentido, debemos afirmar que, más que una simbiosis ha existido, un rechazo y una condena. Ciertamente, Yahvé tendrá rasgos femeninos, pero en su estructura básica dominan los masculinos; más aún, él pierde su carácter relacional y tiende a presentarse como un «solitario» (sin imagen, ni compañía), en trascendencia pura, dejando así que los hombres y mujeres de la tierra (de la historia) tengan que definirse desde sí mismos, sin referencia a un dios-relación, masculino-femenino. Desde ese fondo quiero ocuparme de las diosas borradas, en especial de Ashera y Astarté, que, de alguna forma, se identifican (sus rasgos se confunden en varios momentos). A pesar de ello, he querido estudiarlas por separado, pues tienen raíces y formas (funciones) distintas.

2. Ashera, la madre12

Como vengo diciendo, en el principio de Israel había dos grupos más significativos: el grupo del «sólo Yahvé», vinculado con los invasores, que vinieron del desierto del Sur (y/o de Egipto), y el conjunto de los habitantes de Canaán, que tendían a divinizar la tierra y el proceso de la vida. En el primer caso Dios era Yahvé, poder superior, sin forma ni imagen. En el segundo, era la pareja formada por Ilu-Elohim (Padre, masculino) e Ilat-Ashera (Madre, femenina), formando una hierogamia engendradora.
Para iluminar el trasfondo de esta segunda visión de lo divino podemos acudir a los textos prebíblicos de Ugarit (cultura cananea del norte de Fenicia, del siglo XII-XI a.C.) donde aparecen El/Ilu y Athiratu/Ashera, aunque más tarde, en el contexto de la Biblia, esa pareja ha sido relegada y en parte suplantada por Baal y Anat-Ashtarte.
a) El Esposo-Padre se llama Ilu, nombre que más tarde, tanto en hebreo (El, Elohim) como en árabe (Allah), ha pasado a significar simplemente Dios. Su función originaria consiste en engendrar todo lo que existe, especialmente a los dioses inferiores, que suelen llamarse bn(e) il, es decir, hijo o hijos de Dios. Ilu es mlk o rey (soberano y juez) y sabio/anciano (ab shanim, padre de años), guardián y sentido profundo de todo lo que existe.
b) La Esposa-Madre es Athiratu-Ashera, engendradora o creadora de los dioses (qnyt ilm), que normalmente se presentan como sus hijos. Ella recibe a veces el nombre de Ilat, es decir, la diosa por excelencia. También se le llama Athiratu Ym, diosa del mar, quizá en recuerdo de su origen marino: ella es reflejo de las aguas primigenias, portadoras de la vida. Los cananeos posteriores, igual que los hebreos, la presentan como Ashera, la gran Diosa Madre originaria.
En esta perspectiva, crear es engendrar, y así dioses y hombres forman parte de una misma cadena vital, como supone un famoso canto de Ugarit: «Voy a invocar a los dioses apuestos, a los voraces ya de sólo un día, que maman de los pezones de Athiratu, de los pezones de la Señora» (KTU 1.23, 23-24)13. Athiratu-Ashera es madre de leche abundante y de pechos fecundos, signo de fertilidad, señora de la generación y así, representada por dos sacerdotisas o consagradas, preside con Ilu, su esposo, el gran rito:
Se dirigió Ilu a la orilla del Mar, y marchó a la orilla del océano. Tomó Ilu a las dos consagradas... Mira, una se agachaba, la otra se alzaba. Mira, una gritaba ¡padre, padre!, la otra ¡madre, madre! Se alargaba la mano (= miembro) de Ilu como el mar, la mano de Ilu como la marea... Tomó Ilu a dos consagradas... (KTU 1.23, 30-36).
El ritual nos sitúa ante las grandes aguas, lugar del que proviene Ashera y donde están sus consagradas, ante las que Ilu muestra su potencia y engendra todo lo que existe, en gesto de fecundidad y deseo, que sus fieles celebran en el rito hierogámico del templo donde las hieródulas o sacerdotisas (representantes de Ashera) vuelven a ser poseídas (fecundadas) por el Dios de gran potencia. Ilu se define por su miembro, Athiratu por sus pechos. Los dos unidos forman el principio de la vida y así de su unión brotan los dioses apuestos: Sahru, la Aurora (hebreo sahar), y Salimu, el Ocaso (hebreo salem), es decir, el día entero, principio y fin de la existencia.
Este culto a la diosa madre aparece bien atestiguado en la vida y religión de Israel por lo menos hasta la reforma de Josías y el exilio (finales del siglo VII y principios del VI a.C.). Ciertamente, al cumplirse ese período se fue imponiendo Yahvé, como Dios único, asexuado y sin imagen, el Dios del desierto y la conquista de la tierra, que se vincula al fin, de un modo especial, con la ciudad y templo de Jerusalén. Pero seguían venerándose a su lado otros dioses y en especial Ashera, madre divina engendradora.
De todas formas, la palabra ashera puede significar tanto la diosa como su imagen o lugar de culto, vinculado en especial a los árboles y a las fuentes, pero también a las figuras de las diosas-madres (de grandes pechos). Pues bien, los partidarios de «sólo Yahvé» han condenado de un modo tajante no sólo a la Ashera-Diosa, sino también a sus signos, como muestran una serie de textos que parecen vinculados a un «pacto de conquista» entre Yahvé y sus fieles, a quienes él promete la tierra, exigiendo que destruyan el culto de la diosa:
«Destruiréis sus altares, quebraréis sus estelas sagradas, destruiréis sus imágenes de Ashera y quemaréis sus esculturas en el fuego» (Ex 34, 5). «Derribaréis sus altares, quebraréis sus estelas sagradas y destruiréis sus imágenes de Ashera» (Dt 7, 5). «Derribaréis sus altares, quebraréis sus estatuas, quemaréis sus imágenes de Ashera, destruiréis las esculturas de sus dioses y borraréis su nombre de aquel lugar» (Dt 12, 3). «No plantarás ningún árbol para Ashera cerca del altar de Yahvé, tu Dios, que hayas edificado» (Dt 16, 21).
Este culto a la Ashera, que los yahvistas más fieles querían erradicar, formaba parte de la religión normal de los israelitas que, conforme a la tradición constante de los libros históricos (1 y 2 Re), se celebraba en los «bamot», «lugares altos», pequeñas cumbres de colinas, al aire libre, donde solía reunirse la familia o el clan. Esos «lugares altos» constaban básicamente de una estela/estatua, es decir, de un monolito que era signo masculino de Dios, y de una «ashera», signo femenino, representado básicamente por un árbol sagrado (o por una fuente de la diosa). Lo divino aparecía de esa forma como expresión de totalidad cósmica y vital, que podía hallarse vinculada con la memoria del mismo Yahvé (vinculado a su Ashera).
La mayor parte de los israelitas no vieron contradicción entre este culto de los «altozanos», donde lo divino podía aparecer como masculino-femenino (con sus signos especiales), y la soberanía de Yahvé, Dios único, venerado de un...

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