Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945
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Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945

  1. 144 páginas
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Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945

Descripción del libro

Los proyectiles no pueden esparcirse por todo el término de la ciudad. Así es que miramos líneas principales de comunicación y vías de escape. También dónde arda bien. Y usted sabe perfectamente igual que nosotros dónde está eso en una ciudad antigua. Nosotros no somos medievalistas, pero aun así también hemos oído que una ciudad como esa data del año 800 después de Cristo. Partiendo de eso, los lanzamientos tienen que concentrarse en los edificios que hagan esquina. Con eso lo vamos cerrando todo. En el caso ideal, un cerro de escombros a la entrada y a la salida de cada calle. El caso está cerrado y visto para sentencia cuando abrimos debidamente con explosivos los edificios a ambos lados de la calle. Entonces allá van palos, bidones y demás incendiarias para dentro. Y encima la tercera y cuarta oleada, otra vez explosivas e incendiarias. Eso nos da una retícula graneada también en transversal, aunque siempre repasemos por el mismo surco. Mire usted, los edificios intactos son difíciles de incendiar. Primero hay que descubrir los techos, abrir con explosivos agujeros que lleguen al segundo piso o de ser posible al primero, donde está lo combustible. En otro caso no tenemos incendio de área, ni tornado de fuego ni todo lo demás. Mi hermano es médico de la fuerza aérea. Es lo mismo que las curas de una herida muy extensa. No se puede limpiar una ya cicatrizada que ha hecho costra, como una ciudad se ha ido rehaciendo a lo largo de su historia, primero hay que reabrir la herida y rasparla de modo que tratemos con capilares frescos, y entonces se extiende por encima pomada y gasa.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788491141419
Edición
1
Categoría
Historia

Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945

I

Matinal interrumpida en el Capitol, domingo 8 de abril; en cartelera, «Vuelta a casa», con Paula Wessely y Attila Hörbiger

El cine Capitol pertenece a la familia Lorenz. Su gerente y a la vez cajera es la cuñada, la señora Schrader. El empanelado de palcos y anfiteatro, como la platea, se han conservado en color marfil; las butacas, en terciopelo rojo. Las pantallas de los apliques imitan cuero de cerdo tostado. Por la matinal ha desfilado hoy una compañía de soldados del cuartel de Klus. Tan pronto suena el gong, puntualmente a las diez, el cine se oscurece muy despacio, lo del reóstato empalmado se lo han montado entre la Sra. Schrader y el proyeccionista. En lo que a intrigas cinematográficas se refiere, ese cine ha visto mucho suspense preparado por el gong, la atmósfera de la sala, ese lento apagarse de las luces ocres, la música de entrada y demás.
Ahora, la señora Schrader, lanzada contra una esquina, allá arriba donde la fila de preferente choca a la derecha con el techo, veía un trozo de cielo humeante, una bomba explosiva había desgajado la casa en dos penetrando hasta el sótano. La señora Schrader iba a revisar que la sala y los aseos estuvieran completamente limpios de espectadores luego de la alarma general. Tras el muro cortafuegos de la casa vecina llameaba entrecortado el fuego entre oleadas de humo. La devastación de la parte derecha del teatro no guardaba relación alguna, lógica o dramatúrgica, con la película proyectada. ¿Y dónde estaba su proyeccionista? Corrió al cuarto del guardarropa, desde donde podían contemplarse las carteleras y el vestíbulo, característico en su estilo (puertas de vaivén con cristal esmerilado), todo manga por hombro. Iba a meterle mano a aquella escombrera y dejarlo todo recogido antes de la sesión de las dos, con una pala de la defensa antiaérea.
HEIMKENR Herstellungsgruppe: Erich von Neusser SPIELLEITUNG: GUSTAV UCICKY
Seguro que esta era la conmoción más fuerte que hubiera sacudido a aquella sala desde que ella la dirigía, sin punto de comparación con la que desencadenaban aun las mejores películas. Mas a la señora Schrader, una avezada profesional del gremio, no había conmoción imaginable que le alterara su reparto de la tarde en cuatro sesiones fijas (o hasta seis, con la matinal y la de noche).
Entretanto, sin embargo, sobrevino la oleada cuarta y quinta, que descargó desde las 11’55 h. sobre la ciudad, envuelta en un murmullo asqueroso que sonaba «muy bajo»; la señora Schrader ya se oía venir el silbido y el rumor repetido, eso va a ser otro bombazo, se cobijó en un rincón entre el cuartucho y la entrada al sótano; ahí nunca se metía, no quería acabar enterrada en vida. Cuando los ojos volvieron a cumplir alguna función, por el ventano destrozado del susodicho cuartucho vio un rosario de aparatos plateados alejarse volando hacia la escuela de sordomudos.
Entonces, pese a todo, le entraron las primeras dudas. Se buscó un paso sobre los montones de escombros que cubrían la calle Spiegel, vio en la esquina el impacto que había alcanzado de lleno la heladería, llegó hasta el cruce con Harmonie y se pegó a un corro de hombres del NSKK, que inmóviles, sin motos y con casco miraban el humo y el incendio. La señora Schrader se reprochaba haber dejado así a su Capitol en ascuas, en el peor momento. Quiso volverse corriendo, aquellos hombres se lo impidieron, pues se daba por hecho que las fachadas se iban a derrumbar en Spiegel. Las casas «ardían como teas». Buscó mejor expresión para lo que veía con tal nitidez.
A última hora de la tarde había logrado adelantar posiciones por un flanco hasta Spiegel con Hauptmann-Loeper (que ella seguía llamando calle del Kaiser), y ganado una plaza en el choque singular de cinco calles; firme junto al mástil de cemento que horas antes sujetaba un reloj público, terció abruptamente la mirada arriba, al Capitol, venido abajo por el incendio.
La familia Lorenz, que por el momento seguía en Marienbad, aún no estaba al corriente de nada. De todas formas, seguro que a la directora gerente le sería casi imposible conseguir un teléfono. Rodeó el solar de escombros que fueran cine, y desde el patio de la finca vecina se abrió paso hasta la salida de emergencia del sótano. Había agarrado a unos cuantos soldados para que la ayudaran a entrar con hachas. En el pasillo yacían unos seis espectadores de la matinal, por efecto de la explosión los tubos de la calefacción central habían reventado y rociado a los muertos con un chorro de agua hirviente. La señora Schrader quería poner las cosas en orden por lo menos ahí, así es que remetió los trozos de cuerpo cocidos y descoyuntados –ya fuera por tal procedimiento o por la explosión– en la caldera del lavadero de la cocina. Quería darle parte a alguna instancia responsable, pero en el transcurso de la tarde no encontró a ninguna que le acusara recibo.
Ahora, ya sí conmovida, recorrió el largo camino hasta la Lange Höhle, y sumándose al corro de la familia Wilde escapada a las cuevas durante el ataque, engulló un bocadillo de embutido acompañado con unas peras en conserva, que se zamparon a cucharadas del mismo bote. La señora Schrader se sentía machacada, «que ya no estaba para nada».

Intervención de socorro de una compañía de soldados, tardía desde el principio

Descontando los seis que escogieron refugiarse en el sótano, toda la compañía había abandonado el cine Capitol por la salida de emergencia y marchado en columna hasta la estación de Blankenburg. Allí la tropa se arrojó decididamente durante el ataque por los parterres de las villas. Más tarde recibieron orden de marchar hasta el puesto de socorro I, establecido en el edificio de Magisterio en el Plantage. Allí se les asignó al refugio antiaéreo Plantage, frente a los pabellones de ladrillo de la clínica. Ese refugio público resultó alcanzado por tres impactos directos. Así es que desenterraron unos cien cuerpos, en parte desperdigados malamente, en parte, del terraplén, y en parte, de las trincheras aún reconocibles que habían formado el refugio. Qué provecho tuviera esa operación de desenterrar y clasificar era algo nebuloso. ¿Adónde habría que llevar aquello? ¿Había acaso transporte disponible?
Junto al hoyo aún se mantenía firme en posición oblicua el letrero de advertencia: «Cualquier uso indebido o deterioro de estas instalaciones públicas será perseguido por la policía – El alcalde presidente Maertens, jefe de la policía municipal.»
Alejados unos metros de lo que una vez fuera refugio, acampaban amontonados para cuando acabara la guerra los tapetes de césped a los que así les cayó en suerte durante las levas del terreno para la excavación. En esos cuartelillos, dos palmos escasos de terruño y yerba que se daba por muertos a la primera impresión, todo estaba en orden. Solo que la yerba no estaba muerta en absoluto, arrastraba desde 1939 una especie de mísera vida vegetativa que, según la inamovible convicción de entonces de la administración de parques y jardines, en la nueva época que seguiría a la guerra debería cumplir la regeneración de la rasa coraza epidérmica del parque. Se trataba de un valioso linaje centenario de césped, llamado «de costra». Tal rebrote del suelo originario no procedía ni tenía fundamento en el presente, según se desprendía de su sustrato organizativo al ir teniendo la administración local otras preocupaciones que restaurar el Plantage. Pulcramente apilados por estratos, los montones semejaban ataúdes. Superficialmente, aquellas pilas parecían encajar con la extensa compilación de muertos que los soldados venían efectuando a lo largo del prado restante, entre árboles caídos de los que ya hicieron en el XVIII, en cuanto se colocaron, patria de adopción gusanos de los de seda. Todo mera apariencia, claro; semejantes parecidos tenían que ser rebuscados y sacados por los pelos porque, naturalmente, los restos de terruño empacados no servían como ataúdes de ninguna manera.
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Foto nº 1 del fotógrafo desconocido: Fischmarkt hacia Breiter Weg, a la izquierda el Café de WestkampI.

El fotógrafo desconocido

Al hombre le echó el alto una patrulla militar en las inmediaciones de la Torre Bismarck, en Spiegelsberge. Todavía sostenía el aparato entre las manos, y en el bolsillo de su chaqueta se encontraron película impresionada, película virgen y accesorios fotográficos. En las inmediaciones del lugar del crimen, es decir, donde había disparado por última vez, se encuentran las entradas a los subterráneos abiertos con explosivos en la roca viva donde se guarda la producción de armamento.
El jefe de la patrulla militar se proponía hacer cantar al desconocido o espía a la primera embestida, de manera que le espetó sin más: ¿y usted qué andaba fotografiando ahí?
El desconocido declaró que quería captar desde lejos la ciudad en llamas, su ciudad natal en plena desgracia. Declaró ser dueño de una tienda de fotografía en Breiter Weg; que de todas sus pertenencias fotográficas solo se detuvo a agarrar una cámara y unos cuantos carretes y se lanzó por Fischmarkt, Martiniplan, Westendorf y luego por Mahndorf hacia Spiegelsberge. El jefe de patrulla le señaló de inmediato que eso implicaba haber irrumpido en la zona militar vedada de las cuevas. Además, que haya llegado usted aquí desde Breiter Weg es completamente imposible de creer, le objetó al autor de los hechos, porque nadie absolutamente puede haber salido de la ciudad desde allí. El jefe de patrulla, desterrado a un puesto en el monte relativamente aburrido en vista de los señalados sucesos de la jornada, no podía esperar mejor captura en un día así.
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Nº 2: Martiniplan, a la izquierda el rollo sur de la Martinikirche. Al fondo, mesón Saure Schnauze.
Tan pronto los soldados trataron de atravesar desde el sur, empujando delante al prisionero, por Moltke abajo hacia el edificio de la Comandancia, vieron que la Comandancia, a unos cincuenta metros de distancia a través de la humareda, era una montaña de ladrillos, hierros, etc.
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Nº 3: Entrada a la SchmiedestrasseII.
En el cuartel de emergencia, los oficiales se sintieron molestados en la normal evacuación de sus funciones por la comparecencia y prolongada exposición que requerían el fotógrafo y su asunto, del que se quedaron apropiadamente al cargo con la máquina, mientras los carretes indudablemente impresionados salían por la estafeta en vehículo oficial.
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Nº 4: Fin de la huida, Westendorf. Salida de la ciudad.
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Nº 5: Frente a la oficina de correos.
Según hubiera pruebas o no, el hombre tendría que ser fusilado en Magdeburgo. ¿Qué era eso de andar fisgando en el monte a esas alturas, si estamos en abril?, preguntó el teniente von Humboldt. Siempre cabía pensar, no obstante, que el enemigo, mediante aviones diminutos, tratase de acertar con las ocultas entradas a las cuevas de los talleres subterráneos de armamento.
Los soldados, que, obrando en su poder una cuartilla manuscrita en que se atestaba la detención, conducían al prisionero por Richard Wagner adelante, tenían la esperanza de que en Wehrstedt se hubiese organizado efectivamente algún convoy para Magdeburgo, o aún hubiese ante el actual solar de la estación algún tren de pasajeros que llevase hasta allí, en otro caso no sabrían qué hacer con aquel tipo. Que los escoltas del desconocido a sugerencia de este, no menos aquejado por ciertas dudas sobre el sentido de la operación, lo dejaran libre en paraje tan asolado, o bien fuera la explosión de una retardada en las inmediaciones de la plaza Heine la que los distrajera un momento de suerte que se les escapó, es cosa no averiguada.

[El sepulturero Bischoff]III

Pasa Bischoff tirado por caballos en su carromato con cuatro ataúdes por la calle Gröper. Botín mañanero: en Harsleben un viejo campesino (1...

Índice

  1. Ataque aéreo a Halberstadt, el 8 de abril de 1945
  2. ¿Qué significa «efectivamente real», desde luego? 17 historias más sobre la guerra aérea
  3. W. G. Sebald, Entre historia e historia natural. Ensayo sobre la descripción literaria de la destrucción total, con referencias a Kasack, Nossack y Kluge
  4. Notas del traductor