Capítulo 1
La integración excluyente.
Periferias lejanas, concentración de desventajas y desigualdad
hay que evitar la doble trampa de la lectura miserabilista que se conmueve y compadece del espectáculo de la miseria, y su contrario, la lectura populista, que celebra las virtudes y la inventiva del dominado y presenta como estrategia “heroica” de resistencia lo que con mucha frecuencia no es más que una táctica ecónomica de autopreservación frente a un orden de dominación tan total y brutal al que ya no se percibe como tal ni se lo pone en cuestión.
Loïc Wacquant (1999)
Los cambios sociales y económicos experimentados en los últimos treinta años han hecho de las ciudades latinoamericanas un contexto más hostil para los sectores más desfavorecidos, por lo que la pobreza adquiere un carácter más excluyente que en las décadas previas. No sólo la ecología de la desigualdad (Massey, 1996) se ha modificado; la experiencia de vivir “en la ciudad” también evidencia profundas rupturas y abismales brechas entre privilegiados y desfavorecidos. Los enclaves de probreza urbana han dejado de ser lugares transitorios en el proceso de movilidad ascendente de las clases trabajadoras, para convertirse en espacios de supervivencia (Auyero, 2001b), en islas de precariedad (Janoschka, 2002).
Este capítulo se orienta a dar cuenta de las transformaciones y dinámicas socioespaciales que relegan a los sectores pobres a márgenes cada vez más precarios y alejados de los centros urbanos, y que han hecho de la ciudad un espacio de constreñimientos más que de oportunidades para los grupos más desfavorecidos. Luego de destacar cómo estas transformaciones condujeron a cambios en las perspectivas y los enfoques sobre la pobreza urbana, se presenta un panorama general de la fragmentación urbana y la concentración espacial de desventajas en la ciudad de México, así como su extensión e intensidad en la localidad estudiada, que constituye un caso paradigmático de los modos en que se asume la segregación espacial de los pobres urbanos en el actual escenario, evidenciando el progresivo debilitamiento desde estos “margenes” para integrar a los sectores más desfavorecidos a la ciudad.
La ciudad y sus pobres: del acceso a la integración excluyente
En tanto que representaciones complejas y múltiples, los lugares difíciles —como los enclaves de pobreza urbana— son, antes que nada, difíciles de describir y pensar (Bourdieu, 1999). En áreas espacialmente segregadas, de pobreza homogénea y de larga data, “pobremente” equipadas y donde los pobres viven e interactúan con otros pobres —como la que analizamos en la ciudad de México— podría suponerse que, dada su familiaridad, la privación no es estigmatizante ni se constituye en una fuente de malestar e insatisfacción para quienes la padecen. Frente a la (supuestamente “inagotable”) capacidad de adaptación de los pobres a la precariedad, gracias a sus redes de reciprocidad y a su creatividad para “inventar” trabajo, la pobreza podría considerarse como una experiencia menos “problemática” y excluyente, cercana a un tipo de pobreza “integrada”. Si bien ya no permite dar cuenta de la experiencia de la privación en las periferias pobres, esta visión un poco romantizada de la vida cotidiana de los sectores más desfavorecidos, estuvo presente en numerosos estudios sobre la pobreza urbana en América Latina en las décadas de 1960 y 1970 (en un contexto en el que la pobreza aún tenía un carácter más integrado). Los asentamientos periféricos eran visualizados como “barriadas de esperanza” (slums of hope); como soluciones, al menos parciales, a los problemas económicos y de vivienda de los pobres: autoconstrucción de la casa propia a costos relativamente bajos y uso de la misma para la generación de ingresos (comercios, talleres, etcétera); participación política en movimientos urbanos para el acceso a servicios; mayores oportunidades educativas para sus hijos, etcétera (Eckstein, 1990).
Fue precisamente en este contexto en el que se produjo el debate teórico acerca de la marginalidad: la industrialización por sustitución de importaciones; el papel del Estado y del mercado interno; los procesos de urbanización, y el dinamismo del mercado de trabajo, permitieron desarrollar estrategias de supervivencia entre los pobres y —en algunos contextos más que en otros— alimentaron las expectativas de mejoramiento y movilidad social de importantes sectores de la población. Las barriadas pobres, señalaba Larissa Lomnitz hace cuatro décadas en Cómo sobreviven los marginados (1975: 26), eran los nichos ecológicos en donde, a través de sus redes de reciprocidad, los marginados resolvían positivamente los problemas de inseguridad social y económica en un medio urbano adverso.
Las profundas transformaciones socioeconómicas y los impactos de las sucesivas crisis en los hogares más desfavorecidos, se tradujeron en un contexto más hostil para los sectores de menores ingresos, conduciendo, de manera progresiva, a un cambio de perspectiva. El optimismo de las décadas previas ya no reflejaba la realidad de los pobres en estas áreas. Los “recursos de la pobreza” (resultantes de la combinación de distintos tipos de empleo, producción doméstica de bienes y servicios, y ayuda mutua entre amigos, vecinos y parientes) dieron paso a la “pobreza de recursos” (González de la Rocha, 1994; 2001). Las cambios en el mundo del trabajo se tradujeron en menores y peores oportunidades de empleo para los trabajadores de menor calificación; los recursos de los pobres no sólo eran “agotables”, sino cada vez más limitados, erosionando las bases de la reciprocidad, la solidaridad y de su “capacidad ingeniosa de adaptación”. Las expectativas de movilidad social centradas en el empleo comenzaron a debilitarse, desalentando aspiraciones educativas y de mejoras en otros aspectos. En las décadas de 1960 y 1970, los marginales eran quienes estaban fuera de la cultura y las instituciones dominantes, y su incorporación era básicamente un problema de mayor acceso a los distintos servicios (educación, salud, vivienda, etcétera). En las décadas siguientes, si bien el acceso se amplió, también se volvió más jerarquizado y segmentado, conduciendo, como señala Dubet (2001) respecto a la educación, a una “democracia segregadora”. El mayor acceso a diversos servicios fue acompañado por una profundización de las brechas sociales y la calidad de los servicios pasó a ser determinante en las posibilidades de mejoramiento de los niveles de vida. Los sectores medios y altos se retiraron progresivamente de los servicios brindados por el Estado hacia escuelas y servicios de salud privados, y se recluyeron en espacios residenciales cerrados. Este retiro de las clases medias redujo los espacios de encuentro entre diferentes clases sociales y debilitó las posibilidades de coaliciones políticas a favor de incrementar el gasto y la calidad de los servicios públicos. A su vez, los hijos de los hogares acomodados tendieron a monopolizar el acceso a la educación en los niveles más altos y a los —cada vez más escasos— empleos de calidad (Roberts, 2005).
En este escenario, la experiencia de la pobreza urbana se hizo más compleja, difícil y excluyente; la erosión y la redundancia de las redes familiares y comunitarias condujeron a profundas transformaciones en la experiencia cotidiana de los residentes de las periferias desfavorecidas. En diversas ciudades latinoamericanas como São Paulo, Río de Janeiro, Buenos Aires, Montevideo, Santiago de Chile y la ciudad de México, se han observado procesos de debilitamiento del espacio comunitario en enclaves de pobreza estructural, donde las posibilidades de acceder a “oportunidades” que permitan superar —no simplemente mitigar— situaciones de desventaja, son cada vez más escasas, remotas o inexistentes.
De esta manera, mientras que en la década de 1960 la marginalidad consistía en estar “afuera” de las instituciones formales que promovían los valores y las habilidades de la modernidad, en el escenario contemporáneo los procesos de exclusión social se expresan en los términos de la incorporación de vastos sectores sociales en sus patrones de integración, que dan lugar a una inclusión desfavorable, a una ciudadanía de segunda clase, donde las desventajas derivan, entre otros aspectos, de la diferenciación producida por las instituciones del Estado (Faria, 1995; Sen, 2000; Roberts, 2004). Esta inclusión desfavorable involucra, sin duda, al espacio urbano y a la “calidad” de ciudad a la que acceden los más desfavorecidos. Nuevamente, la segregación espacial de los pobres urbanos o el “lugar de los pobres” (Bayón, 2012) en la ciudad, no puede comprenderse sin tener en cuenta la desigualdad y la fragmentación urbana que se analizan en la siguiente sección.
La geografía de la pobreza metropolitana
Chimalhuacán es un municipio ubicado en el oriente de la ciudad de México, a unos 30 kilómetros del centro (Zócalo) del Distrito Federal, con una alta y persistente concentración de desventajas. Se en...