La inconcebible aventura del hombre que fue otro
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La inconcebible aventura del hombre que fue otro

  1. 288 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La inconcebible aventura del hombre que fue otro

Descripción del libro

Édouard Pojulebe es un caballero contable, solitario y no del todo infeliz que se administra una vida litúrgica donde ningún azar perturba el sosiego de lo previsible. Sólo destaca por su extravagante normalidad y por ese apellido inaudito que tantos disgustos le causó durante la infancia. Es verdad que su existencia resulta a veces algo monótona, pero la fortuna quiere que el tedio salte hecho añicos cierto día cuando un individuo se derrumba en la calle sobre su espalda. El desconocido intenta decirle algo antes de que la ambulancia lo traslade a una cama hospitalaria. ¡Menudo soponcio! Nuestro hombre decide entonces investigar los pormenores del asombro y descubre que el interfecto posee también el calamitoso nombre que lo atormenta.

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788415996811
Edición
1
Categoría
Literature

1

Todo se marchita para alejarse del peligro, conservar lo que tenemos e ir tirando en paz.
Chateaubriand1
La única singularidad que Édouard Pojulebe podía reivindicar en el transcurso de su existencia era el apellido que le había tocado. Excepto por este detalle, cuya importancia veremos a continuación, nada lo empujaba a salir de la banalidad. Un físico inocuo, una conducta discreta y el deseo de pasar inadvertido habían trazado de antemano su destino.
Durante sus primeros años escolares aún se pasaba lista en voz alta. Pojulebe había vivido muchas veces aquella experiencia y conocía bien la risa contagiosa que desencadenaba la simple lectura de su apellido: «Audibert… presente, Brettignier… presente, Chabrier… presente…». Cuando la lista llegaba a la letra pe, la pesadilla se hacía realidad una vez más: «Paturet… presente, Pelletier… presente… Pojulebe…». En cuanto se pronunciaba aquel nombre se desencadenaba la hilaridad en el aula. Los niños se volvían dándose codazos: «¿Pojulebe? ¿Quién es? ¿Quién es…?». Lo buscaban con la mirada y se partían de risa, lloraban de risa, hasta que el maestro, cansado del alboroto, ejercía su autoridad y, alzando la voz, mandaba callar a sus alumnos. Pojulebe nunca había entendido cuál era la gracia de su apellido. Lo que sí sabía era que aquel nombre se le había pegado a la piel y había grabado en su alma una herida de la que no se atrevía a hablar. Ni en la escuela, donde por supuesto evitaba el asunto, ni tampoco en su casa, donde nadie parecía afectado por llevar un apellido tan cómico que hacía carcajear al resto del mundo. No quería ofender a su padre (de quien había heredado el ingrato legado) ni entristecer a su madre (que nunca había mostrado molestia alguna al respecto): Édouard había cargado la pesada losa en silencio.
Con el paso de los años, y a pesar de este espinoso asunto, Pojulebe había ido ganando seguridad. Sus notas escolares reflejaban que era un chico aplicado e inteligente, con una cierta tendencia a la reflexión. Sus profesores de literatura mencionaban sus aptitudes para el análisis y la síntesis de textos, elogiaban la corrección de sus exposiciones, e incluso leían en voz alta algunos párrafos de sus escritos. Aun así, estas pequeñas hazañas no incitaban a Pojulebe a fanfarronear. Los otros, que no dejaban pasar la más mínima ocasión de burlarse de él, deberían haberlo tomado como ejemplo.
Aislado de los juegos, Pojulebe había aprovechado su forzada soledad para observar la manera de ser de los demás y adaptar su actitud hacia ellos en función de sus conclusiones. La sobriedad de su comportamiento y la costumbre de la burla diaria habían acabado por debilitar el entusiasmo de sus compañeros, aunque Édouard habría renunciado con gusto a esta triste victoria a cambio de pasar inadvertido.
En cuanto a su familia, es curioso, pero Pojulebe tenía pocas cosas que decir. Había crecido a la sombra de unos padres modestos, serios y benevolentes. En casa nada le preocupaba. Protegido por el amor que le profesaban sus progenitores y por el orden inmutable de las cosas que reinaba en la casa, nunca había sentido la necesidad de mantenerse a la defensiva, como le ocurría en el colegio. Nada le empujaba a utilizar su perspicacia para protegerse. Los Pojulebe estaban convencidos de que su hijo había tenido una infancia feliz.
Por supuesto, en su casa no había mucho espacio para la fantasía y el humor. Allí nunca se oía una voz más alta que otra, y Édouard no recordaba haber reído ni una sola vez. Nada de frivolidades, poca fantasía y ninguna extravagancia, éstas eran las reglas estrictas en que se basaba el equilibrio del hogar.
Hijo único, Édouard era el centro de todas las atenciones. Nunca salía sin un pañuelo en su bolsillo ni sin la merienda en su cartera. En invierno, su madre le daba un montón de consejos, y lo abrigaba con una bufanda y un gorro tricotado que él se quitaba en cuanto llegaba a la esquina de la calle siguiente. Porque en su clase nadie llevaba un gorro semejante, ni siquiera en los días más fríos. Una vida familiar perfectamente reglamentada, sembrada de recomendaciones de prudencia desde su más tierna infancia, sumadas a una sólida educación clásica, habían forjado su carácter. Los años de enseñanza secundaria y universitaria transcurrieron para él sin ningún problema. Apoyado por un padre instruido, que trabajaba como documentalista en una biblioteca a las afueras de París, obtuvo sin problemas sus diplomas y no tuvo dificultad alguna, llegado el momento, para encontrar un puesto de trabajo honrado.
Pojulebe había vivido siempre cómodamente. Se alojaba en una casa con jardín, cedida por su familia, y trabajaba como administrativo en una empresa comercial. Además de su sueldo disponía de algunas rentas heredadas que le permitían vivir con desahogo y mirar al futuro sin preocupaciones. Las pocas aventuras que había vivido en su juventud no habían tenido continuidad, y su afición por la soledad y su discreción característica lo habían conducido irremediablemente a la soltería. Esta situación, sin embargo, no le había supuesto problema alguno. Édouard había optado por la soltería sin apenas planteárselo, ya que, aunque él no lo sabía, ése era sin duda su estado natural.
Estaba satisfecho con su suerte. En el despacho, su cortesía y su humor invariable eran reconocidos por sus colegas. Incluso alguna vez, debido a su carácter diplomático y conciliador, le habían pedido que intercediera en algún que otro litigio.
Los sábados, tras ordenar su casa y hacer los recados de rigor, Pojulebe aprovechaba el tiempo libre para disfrutar. Tenía la costumbre de ir al mismo restaurante todos los fines de semana. Al caer la noche leía una novela y luego se dormía plácidamente después de doblar su ropa, cerrar los postigos y echar el cerrojo de la puerta.
No debe inferirse de todo lo expuesto que Édouard Pojulebe era un inadaptado a la vida moderna o que hubiera excluido de su entorno las nuevas vías de conocimiento. Había aprendido a valorar los nuevos medios de comunicación, disponía de televisión y ordenador con pantalla plana y había instalado wifi. Su visión del mundo había evolucionado y, aunque vivía solo, no estaba al margen de los problemas de sus contemporáneos.
Ayudado por ese bagaje de conocimientos, Pojulebe a veces alteraba sus reservadas costumbres. Tomaba entonces la palabra ante los parroquianos de un bar y se animaba a dar su opinión sobre algún tema social. En resumen, ponía en práctica, lo que era raro en él, una suerte de elocuencia. Experimentaba así el delicioso placer de ver en la mirada de los demás un signo de admiración hacia él. Cada vez que lo lograba tenía la tentación de repetir tan deleitosa experiencia, y sus sucesivos logros, reflejados en el espejo de los ojos de los demás, lo animaban a seguir. Algunas veces, cuando contaba una anécdota cómica, su audacia superaba todas sus expectativas, y las carcajadas que provocaban sus disquisiciones lo llenaban de satisfacción. No hay que decir que todo ello ocurría sólo muy de vez en cuando, fundamentalmente porque su prudencia familiar lo alertaba y le dictaba el momento de abandonar la discusión. En cuanto se olía el más mínimo peligro de conflicto se batía en retirada y renunciaba inmediatamente a sus tentativas de seducción.
Édouard Pojulebe no lamentaba aquel aislamiento voluntario que, durante toda su vida, le había impedido tener un amigo verdadero. Al contrario, su existencia, protegida de cualquier tipo de responsabilidad que implicara algún riesgo, le parecía un traje confortable, sólido y resistente al tiempo…

2

Cuanto más nos escondemos, más desagradable nos resulta ser descubiertos.
Søren Kierkegaard2
En un momento de su metódica y ordenada vida, ocurrió algo que alteró su tranquilidad cotidiana. Aquel día, Édouard salía, como de costumbre, del restaurante, cuando un hombre se acercó tambaleándose y se derrumbó sobre él. Más exactamente sobre su espalda, de modo que Pojulebe no pudo verlo venir. Como el hombre amenazaba con desplomarse del todo con su cuerpo flácido y pesado, Édouard intentó torpemente sostenerlo inclinándose hacia delante y sujetándolo con todas sus fuerzas. Finalmente pudo tenderlo en la acera poniéndole la mano derecha debajo de la cabeza para evitar que golpeara contra el suelo. Obsevó entonces la palidez de la cara y su extraña mirada. Tenía unos ojos indefinibles, sin duda grises, en cualquier caso muy claros, pero lo que más lo horrorizó es que su mirada se clavara en la suya, como si aquel hombre aterrorizado quisiera decirle algo.
Aquel insólito momento fue interrumpido por algunos curiosos: «¿Qué pasa? ¿Está enfermo? ¿Lo conoce? ¿Está borracho?». Las preguntas llegaban de todas partes. En medio del barullo, una voz se impuso sobre las otras y propuso llamar a un médico. Era el camarero del café, que, atraído por el alboroto, se había convertido en la voz cantante de la colectividad intrigada. Obtenida la aprobación general y satisfecho de su intervención, el camarero volvió a toda prisa tras el mostrador para telefonear. Los labios del desconocido tendido en el suelo murmuraron algo. Pojulebe acercó el oído. A pesar del bullicio que los rodeaba, oyó con claridad las palabras de aquel hombre: «No me suelte… No se preocupe… Está en mi bolsillo… ¡Sí, le digo que está en mi bolsillo!».
Justo en ese momento se oyeron las sirenas de la ambulancia y poco después los sanitarios ordenaban a la multitud que se apartara. Dos hombres de robustas manos trasladaron con delicadeza al enigmático paciente a una camilla. Entonces el hombre le agarró la mano con fuerza y le cuchicheó de nuevo: «¡Sí, le digo que está en mi bolsillo!».
Pojulebe estaba desconcertado. Tenía que tomar una decisión urgente y no sabía cuál. De pronto, mientras se cerraban las puertas rojas detrás de la camilla, se le ocurrió preguntar tímidamente, pero con la suficiente firmeza como para hacerse oír, si podía acompañar al paciente en el furgón.
—¿Es usted de la familia? —le preguntó el jefe de los sanitarios.
—No, en absoluto. Pero yo estaba presente cuando se cayó y me ha pedido que lo acompañe.
—¡No es posible, ya ve que lo están reanimando! Puede ir a verlo al hospital.
Las puertas se cerraron bruscamente, el vehículo arrancó acompañado por la estridencia de las sirenas, la multitud se dispersó y Pojulebe se quedó sin saber qué hacer. Alguien le tiraba de la manga. Era el camarero del restaurante, que, mientras comentaba lo ocurrido, le ofreció un reconstituyente. El fuego líquido en la garganta le hizo recobrar el ánimo.
—¡Cuando pienso que se ha caído justo encima de usted…!
—Hum…
—En fin, en La Pitié ya saben lo que tienen que hacer… Cuidarán de él. Una vez llevé a mi madre a Urgencias de ese hospital y la dejaron como nueva.
—¿Está en La Pitié? —preguntó Pojulebe.
—¡Pues claro! ¿No ha oído al médico? Pues lo ha dicho bien alto: «A La Pitié, directo a Reanimación!».
Pojulebe comprendió entonces que lo ocurrido le había paralizado el cuerpo y petrificado la mente.
—¿Ha dicho cómo se llamaba? —se apresuró a preguntar.
—Ni idea —respondió el camarero secando los vasos enérgicamente.
Pojulebe estaba hecho polvo. Envidiaba la vitalidad del joven que ahora tarareaba alegremente una cantinela de la radio.
—¡Es salsa, me encanta! Voy a clases, ¿sabe usted…?
—¿Ah, sí?, qué bien.
Pojulebe se despidió rápidamente y salió del restaurante. Necesitaba aire. El calor, el ruido de la vajilla y la música lo agobiaban. No entendía qué le estaba pasando ni por qué sentía una angustia tan profunda. ¿Qué había querido decir aquel hombre con la palabra «bolsillo»? «¡Está en mi bolsillo!» ¿Acaso no significaba esta expresión que la partida estaba ganada o que todo estaba atado y bien atado? ¿Por qué le había dicho aquel hombre que no se preocupara, como sugiriéndole que mantuviera la sangre fría? ¿Estaba él mismo, Édouard, metido en algún asunto sospechoso que ignoraba? El desconocido también le había rogado que no lo soltase. Pero él lo había abandonado a su suerte en contra de su voluntad.
Pojulebe no podía olvidarse del asunto. Ningún otro acontecimiento lo había marcado tanto. Recordaba la salida del restaurante… la conmoción… el desplome del cuerpo… la mirada fija en sus ojos. Las palabras fatídicas resonaban en su cabeza: «¡No me suelte… No se preocupe… Está en mi bolsillo… Sí, le digo que está en el bolsillo!». Las palabras del camarero, habitualmente poco acertadas, también lo perseguían. ¿No había dicho tras el incidente «¡ha tenido que caerse justo encima de usted!» o algo parecido? Y la palabra Pitié, ¿por qué vibraba sin cesar en su alma como un mal presagio del destino?
Pojulebe se apresuró a volver a su casa para alejarse del lamentable suceso, cuyo significado y repercusión era incapaz de comprender. ¿Por qué aquel hombre le había dirigido una mirada suplicante? ¿Temía ir solo al hospital? ¿O tenía miedo de otra cosa? Después de darle algunas vueltas al asunto, Pojulebe consiguió calmarse un poco. A fin de cuentas, ¿no era cierto que el desconocido había podi...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Dedicatoria
  4. 1
  5. 2
  6. 3
  7. 4
  8. 5
  9. 6
  10. 7
  11. 8
  12. 9
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  14. 11
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  16. 13
  17. 14
  18. 15
  19. 16
  20. 17
  21. 18
  22. 19
  23. 20
  24. 21
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  28. 25
  29. 26
  30. 27
  31. 28
  32. 29
  33. 30
  34. 31
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  36. 33
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  40. 37
  41. 38
  42. 39
  43. 40
  44. 41
  45. 42
  46. 43
  47. Notas
  48. Notas de la traductora
  49. Sobre la autora
  50. Créditos
  51. Colofón