Escrituras
eBook - ePub

Escrituras

  1. 75 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Escrituras

Descripción del libro

Conviene saber que el reconocido Terror de la Página en Blanco, que hoy puede ser traducido al de la pantalla en blanco, no es tal, porque aquello que habremos de enfrentar al largarnos a escribir es lo opuesto al vacío, es el barullo sideral de la mente, son las múltiples opciones porque varias historias o vivencias se agolpan para ser contadas. La parálisis por lo tanto no se produce ante lo blanco, sino ante la perspectiva de lo negro: la propia alma en negro. Los secretos oscuros que luchan denodadamente por no ser revelados.

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Información

Año
2018
ISBN del libro electrónico
9789587204575

CAMBIO DE ARMAS–Cuento–


Las palabras

No le asombra para nada el hecho de estar sin memoria, de sentirse totalmente desnuda de recuerdos. Quizá ni siquiera se dé cuenta de que vive en cero absoluto. Lo que sí la tiene bastante preocupada es lo otro, esa capacidad suya para aplicarle el nombre exacto a cada cosa y recibir una taza de té cuando dice quiero (y ese quiero también la desconcierta, ese acto de voluntad), cuando dice quiero una taza de té.
Martina la atiende en sus menores pedidos. Y sabe que se llama así porque la propia Martina se lo ha dicho, repitiéndoselo cuantas veces fueron necesarias para que ella retuviera el nombre. En cuanto a ella, le han dicho que se llama Laura pero eso también forma parte de la nebulosa en la que transcurre su vida.
Después está el hombre: ése, él, el sin nombre al que le puede poner cualquier nombre que se le pase por la cabeza, total, todos son igualmente eficaces y el tipo, cuando anda por la casa le contesta aunque lo llame Hugo, Sebastián, Ignacio, Alfredo o lo que sea. Parece que anda por la casa con la frecuencia necesaria como para aquietarla a ella, un poco, poniéndole una mano sobre el hombro y sus derivados, en una progresión no exenta de ternura.
Y después están los objetos cotidianos: esos llamados plato, baño, libro, cama, taza, mesa, puerta. Resulta desesperante, por ejemplo, enfrentarse con la llamada puerta y preguntarse qué hacer. Una puerta cerrada con llave, sí, pero las llaves ahí no más sobre la repisa al alcance de la mano, y los cerrojos fácilmente descorribles, y la fascinación de un otro lado que ella no se decide a enfrentar.
Ella, la llamada Laura, de este lado de la llamada puerta, con sus llamados cerrojos y su llamada llave pidiéndole a gritos que transgreda el límite. Sólo que ella no, todavía no; sentada frente a la puerta reflexiona y sabe que no, aunque en apariencia a nadie le importe demasiado.
Y de golpe la llamada puerta se abre y aparece el que ahora llamaremos Héctor, demostrando así que él también tiene sus llamadas llaves y que las utiliza con toda familiaridad. Y si una se queda mirando atentamente cuando él entra –ya le ha pasado otras veces a la llamada Laura– descubre que junto con Héctor llegan otros dos tipos que se quedan del lado de afuera de la puerta como tratando de borrarse. Ella los denomina Uno y Dos, cosa que le da una cierta seguridad o un cierto escalofrío, según las veces, y entonces lo recibe a él sabiendo que Uno y Dos están fuera del departamento (¿departamento?), ahí no más del otro lado de la llamada puerta, quizá esperándolo o cuidándolo, y ella a veces puede imaginar que están con ella y la acompañan, en especial cuando él se le queda mirando muy fijo como sopesando el recuerdo de cosas viejas de ella que ella no comparte para nada.
A veces le duele la cabeza y ese dolor es lo único íntimamente suyo que le puede comunicar al hombre. Después él queda como ido, entre ansioso y aterrado de que ella recuerde algo concreto.

El concepto

Loca no está. De eso al menos se siente segura aunque a veces se pregunte –y hasta lo comente con Martina– de dónde sacará ese concepto de locura y también la certidumbre. Pero al menos sabe, sabe que no, que no se trata de un escaparse de la razón o del entendimiento, sino de un estado general de olvido que no le resulta del todo desagradable. Y para nada angustiante.
La llamada angustia es otra cosa: la llamada angustia le oprime a veces la boca del estómago y le da ganas de gritar a bocca chiusa, como si estuviera gimiendo. Dice –o piensa– gimiendo, y es como si viera la imagen de la palabra, una imagen nítida a pesar de lo poco nítida que puede ser una simple palabra. Una imagen que sin duda está cargada de recuerdos (¿y dónde se habrán metido los recuerdos? ¿Por qué sitio andarán sabiendo mucho más de ella que ella misma?). Algo se le esconde, y ella a veces trata de estirar una mano mental para atrapar un recuerdo al vuelo, cosa imposible; imposible tener acceso a ese rincón de su cerebro donde se le agazapa la memoria. Por eso nada encuentra: bloqueada la memoria, enquistada en sí misma como en una defensa.

La fotografía

La foto está allí para atestiguarlo, sobre la mesita de luz. Ella y él mirándose a los ojos con aire nupcial. Ella tiene puesto un velo y tras el velo una expresión difusa. Él en cambio tiene el aspecto triunfal de los que creen que han llegado. Casi siempre él –casi siempre cuando lo tiene al alcance de la vista– adopta ese aire triunfal de los que creen que han llegado. Y de golpe se apaga, de golpe como por obra de un interruptor se apaga y el triunfo se convierte en duda o en algo mucho más opaco, difícilmente explicable, insondable. Es decir: ojos abiertos pero como con la cortina baja, ojos herméticos, fijos en ella y para nada viéndola, o quizá sólo viendo lo que ella ha perdido en alguna curva del camino. Lo que ha quedado atrás y ya no recuperará porque, en el fondo, de lo que menos ganas tiene es de recuperarlo. Pero camino hubo, le consta, camino hubo, con todas las condiciones atmosféricas del camino humano (las grandes tempestades).
Eso de estar así, en el presente absoluto, en un mundo que nace a cada instante o a lo sumo que nació pocos días atrás (¿cuántos?) es como vivir entre algodones: algo mullido y cálido pero sin gusto.
También sin asperezas. Ella poco puede saber de asperezas en este departamento del todo suave, levemente rosado, acompañada por Martina que habla en voz bajísima. Pero intuye que las asperezas existen sobre todo cuando él (¿Juan, Martín, Ricardo, Hugo?) la aprieta demasiado fuerte, más un estrujón de odio que un abrazo de amor o al menos de deseo, y ella sospecha que hay algo detrás de todo eso pero la sospecha no es siquiera un pensamiento elaborado, sólo un detalle que se le cruza por la cabeza y después nada. Después el retorno a lo mullido, al dejarse estar, y de nuevo las bellas manos de Antonio o como se llame acariciándola, sus largos brazos laxos alrededor del cuerpo de ella teniéndola muy cerca pero sin oprimirla.

Los nombres

Él a veces le parece muy bello, sobre todo cuando lo tiene acostado a su vera y lo ve distendido.
—Daniel, Pedro, Ariel, Alberto, Alfonso –lo llama con suavidad mientras lo acaricia.
—Más –pide él y no se sabe si es por las caricias o por la sucesión de nombres.
Entonces ella le da más de ambos y es como si le fuera bautizando cada zona del cuerpo, hasta las más ocultas. Diego, Esteban, José María, Alejandro, Luis, Julio, y el manantial de nombres no se agota y él sonríe con una paz que no es del todo sincera. Algo está alerta detrás del dejarse estar, algo agazapado dispuesto a saltar ante el más mínimo temblor de la voz de ella al pronunciar un nombre. Pero la voz es monocorde, no delata emoción alguna, no vacila. Como si estuviera recitando una letanía: José, Francisco, Adolfo, Armando, Eduardo, y él puede dejarse deslizar en el sueño sintiendo que es todos esos para ella, que cumple todas las funciones. Sólo que todos es igual a ninguno y ella sigue recitando nombres largo rato después de saberlo dormido, recitando nombres mientras juega con el abúlico, entristecido resto de la maravilla de él. Recitando nombres como ejercicio de la memoria y con cierto deleite.
El de los infinitos nombres, el sinnombre duerme y ella puede dedicarse a estudiarlo hasta el hartazgo, sensación ésta que muy pronto la invade. El sinnombre parece dividir su tiempo con ella entre hacerle el amor y dormir, y es una división despareja: la mayor parte de las horas duerme. Aliviado, sí, ¿pero de qué? Hablar casi ni se hablan, muy pocas veces tienen algo que decirse: ella no puede siquiera rememorar viejos tiempos y él actúa como si ya conociera los viejos tiempos de ella o como si no le importaran, que es lo mismo.
Entonces ella se levanta con cuidado para no despertarlo –como si fuera fácil despertarlo una vez que él se ha entregado al sueño– y desnuda se pasea por el dormitorio y a veces va a la sala sin preocuparse por Martina y se queda largo rato mirando la puerta de salida, la de los múltiples cerrojos, preguntándose si Uno y Dos seguirán siempre allí, si estarán durmiendo en el umbral como perros guardianes, si serán sólo sombras y si podrán llegar a ser sombras amigas de esta mujer extraña.
Extraña es como se siente. Extranjera, distinta. ¿Distinta de quiénes, de las demás mujeres, de sí misma? Por eso corre de vuelta al dormitorio a mirarse en el gran espejo del ropero. Allí está, de cabo a rabo: unas rodillas más bien tristes, puntiagudas, en general muy pocas redondeces y esa larga, inexplicable cicatriz que le cruza la espalda y que sólo alcanza a ver en el espejo. Una cicatriz espesa, muy notable al tacto, como fresca aunque ya esté bien cerrada y no le duela. ¿Cómo habrá llegado ese costurón a esa espalda que parece haber sufrido tanto? Una espalda azotada. Y la palabra azotada, que tan lindo suena si no se la analiza, le da piel de gallina. Queda así pensando en el secreto poder de las palabras, todo para ya no, eso sí que no, basta, no volver a la obsesión de la fotografía. No volver y vuelve, claro que vuelve, es lo único que realmente la atrae en toda esa casa pequeña y cálida y ajena. Completamente ajena con sus tonalidades pastel que no pueden haber sido elegidas por ella aunque ¿qué hubiera elegido ella? Tonos más indefinidos, seguramente, colores solapados como el color del sexo de él, casi marrón de tan oscuro.
Y dentro de esa casa por demás ajena, ese elemento personal que es lo menos suyo de todo: la foto de casamiento. Él está allí tan alerta y ella luciendo su mejor aire ausente tras el velo. Un velo sutilísimo que sólo le ilumina la cara desde fuera, marcándole la nariz (la misma que ahora contempla en el espejo, que palpa sin reconocerla para nada como si le acabara de crecer sobre la boca. Una boca algo dura hecha para una nariz menos liviana).
Laura, que todos los días sean para nosotros dos iguales a este feliz día de nuestra unión. Y la firma bien legible: Roque. Y es ella en la foto, no queda duda a pesar del velo, ella la llamada Laura. Por lo tanto, él: Roque. Algo duro, granítico. Le queda bien, no le queda bien; no cuando él se hace de hierbas y la envuelve.

La planta

Tiene ya un recuerdo y eso la asombra más que nada. Un recuerdo feliz, sí, con una amargura que le va creciendo por dentro como una semilla, algo indefinible: exactamente como deberían ser los recuerdos. Nada demasiado lejano, claro que no, ni demasiado enfático. Sólo un recuerdito para abrigarla tiernamente en las horas de insomnio.
Se trata de la planta. Esa planta que está allí en la maceta con sus hojas de nervaduras blancas; hojas bellas, hieráticas, oscuras, muy como él, muy hecha a imagen de él aunque la haya elegido Martina. También Martina es oscura y hierática y cada cosa en su lugar –una hoja a la derecha, una a la izquierda, alternativamente– y a Martina sí que la eligió él, la deben de haber fabric...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Contenido
  5. Nota de edición
  6. Cambio de armas –Cuento–
  7. Taller de escritura breve –Ensayo–