Lo creado como Eucaristía
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Lo creado como Eucaristía

Aproximación teológica al problema de la ecología

  1. 92 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Lo creado como Eucaristía

Aproximación teológica al problema de la ecología

Descripción del libro

La preocupación ecológica, es decir, la necesidad de cuidar todo lo creado, no es solo una exigencia ética para toda persona, sino que, para los cristianos, es bastante más que esto. Para los cristianos es una consecuencia directa e ineludible de la fe en Dios, lo que da a esta preocupación ecológica su fundamento más básico. La teología ortodoxa, tan centrada en la liturgia como culto y alabanza a Dios de todo lo creado, ofrece una buena perspectiva para reflexionar este tema decisivo para nuestra civilización. Y eso es lo que este libro nos quiere presentar. Ioannis Zizioulas (Katafigió, Grecia, 1931) fue ordenado obispo en 1986, y actualmente es metropolita de Pérgamo y miembro del Sínodo permanente del Patriarcado ecuménico. Ha participado desde sus inicios en el diálogo teológico entre la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa. Se dice que ha tenido una importante influencia en la encíclica del papa Francisco Laudato sí.

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Información

Año
2015
ISBN del libro electrónico
9788498057713
1. El problema ecológico y el papel de la teología
El tema de este capítulo y el de los dos siguientes tienen que ver con uno de los temas más agudos y más polémicos de nuestro tiempo. Cada vez resulta más evidente que lo que se ha denominado «la crisis ecológica» es tal vez el problema que más despierta el interés mundial. Al contrario de otras cuestiones problemáticas, esta tiene como característica, por una parte, la peculiaridad de ser un problema global, que afecta a todos los seres humanos, prescindiendo del área del mundo donde viven y de la clase social a la que pertenecen; y por otra parte, el hecho de que es un problema que no solo está relacionado con el bienestar, sino también con la misma posibilidad de subsistencia de la humanidad y quizás de todo lo creado en su integridad.
De hecho, resulta difícil encontrar otro aspecto que se denomine «mal» o «pecado» que implique tal poder devastador y que afecte a todo como el mal ecológico. Esta manera de describir el problema ecológico puede parecer, a los oídos de algunos, una vulgar exageración, aunque sea difícil encontrar un solo científico o político serio y responsable que no esté de acuerdo con lo que se ha dicho hasta ahora.
Si seguimos el curso de los acontecimientos, la previsión del final apocalíptico de la vida sobre la tierra es más una cuestión de mera inevitabilidad que de profecía.
¿Qué tiene que ofrecer la teología a la humanidad, a la luz de esta situación? Lo primero que debería mencionarse es que la teología no puede y no debe permanecer muda ante un tema como este. Si la fe concierne a las realidades últimas, abraza problemas de vida y de muerte, este problema particular entra de lleno en su facultad categorial. Es casi imposible excusar a la teología cristiana y a la Iglesia por el silencio tan prolongado sobre esta materia; y esto sobre todo desde el momento, y no sin buenas razones, que, sinuosamente, se haya lanzado la acusación de que ambas tienen que ver con las raíces del problema ecológico. Estas –la Iglesia y la teología– tienen que hablar de este tema no tanto para excusarse y dar explicaciones a tales acusaciones, como para ofrecer una contribución constructiva para la solución del problema. Deben poder decir alguna palabra significativa sobre una materia como esta o, de otra forma, se arriesgan a ser irrelevantes e incapaces de mantener su pretensión de verdad; porque una verdad que no ofrece la vida está vaciada totalmente de cualquier significado.
Si tratamos de identificar la dirección hacia la cual se dirigen nuestras sociedades occidentales, en lo que se refiere a las posibles soluciones del problema ecológico, nos damos cuenta de que todas nuestras esperanzas encontrarían respuesta en la ética, sea impuesta por la legislación estatal o enseñada en las iglesias, por las instituciones académicas u otras; se trata de la ética que contendría las esperanzas del género humano en la situación actual. ¡Si pudiéramos comportarnos mejor! ¡Si pudiéramos gastar menos energía! ¡Si pudiéramos ponernos de acuerdo en rebajar un poco nuestro estilo de vida! Si, si... Pero la ética, sea impuesta o vivida libremente, presupone motivaciones más profundamente existenciales para poder actuar de forma eficaz. La gente no renuncia a un cierto estilo de vida porque algo es «racional» o «ético». No hacemos automáticamente mejores a las personas apelando a su razón; al contrario, los ordenamientos éticos, en particular los disociados de convicciones religiosas, se demuestran cada vez más vacíos de significado y no atrayentes para el hombre moderno.
La experiencia de dos guerras mundiales y sus consecuencias destructivas llegó al siglo veinte como un vendaval, que removió el optimismo de los profetas ilustrados de los siglos dieciocho y diecinueve. Ellos pensaban que tal como todo se iba desarrollando progresivamente, con el cultivo de la razón y la difusión del saber, el siglo veinte sería la era del paraíso terrenal. La humanidad no siempre se comporta de forma racional y no se la puede obligar a comportarse de esta manera ni con la fuerza ni con la persuasión. Hay otras fuerzas, junto al intelecto humano, que deciden la dirección hacia donde el destino del mundo se encamina. La teología y la Iglesia deberían abrazar otras perspectivas además de la ética –que prescribe racionalmente el comportamiento– si quieren ser útiles de alguna manera en nuestro caso. Estos ámbitos deben comprender todo lo que, en el mundo preilustrado, pertenece al ámbito mitológico, al mundo de la imagen y de lo sagrado. Después de la ilustración, se ha hecho todo lo posible para destruir el elemento mitológico y dejar para la literatura lo que no es racional, separándolo netamente de la filosofía rigurosa; y por tanto, se ha destruido «la visión del mundo» (donde el acento recae en el mundo), la comprensión del mundo según la cual nosotros vivimos como en una realidad misteriosa y sagrada, más extensa de lo que la mente humana es capaz de captar o contener: una «liturgia cósmica», según la descripción del mundo de Máximo el Confesor, padre griego del siglo séptimo.
Naturalmente, el miedo al pragmatismo y a todo lo que implica puede justificar mucho la postura que ha conducido a un mero racionalismo; sin embargo, se podrían formular varias respuestas (y de hecho han sido formuladas) a este miedo que vayan más allá de la total dicotomía entre naturaleza e historia, sagrado y profano, razón y mito, arte y filosofía; fracturas que han marcado nuestra manera occidental de pensar. Indudablemente, para responder a tal temor, la Iglesia y la teología deberían haber determinado mejores caminos en lo que se refiere a la separación entre razón y mito, entre lo sagrado y lo secular; y eso porque ambas afirman que la fe en Cristo implica una unidad entre trascendente e inmanente y una recapitulación de todo en la persona de Cristo. Por tanto, recurriendo solo a la solución ética, como parece que hacen tantos cristianos hoy, se acabarían reforzando únicamente las razones que de entrada han conducido a la crisis ecológica. Si buscamos resolver el problema ecológico introduciendo nuevos valores morales o reorganizando la jerarquía de los tradicionales, me temo que no iremos demasiado lejos en la tentativa de lograr una solución.
Intentaré mostrar por qué creo que es necesaria una nueva cultura donde la dimensión litúrgica ocupe el lugar central, y tal vez determine el principio ético. Si hubiera que asignar un título general a este esfuerzo, una noción clave de lo que quiero expresar, podría ser este: El hombre, sacerdote de lo creado.
Siento que nuestra cultura debe revisar la toma de conciencia del hecho de que la superioridad de los seres humanos respecto a las criaturas no consiste en la razón que poseen, sino más bien en su capacidad de ponerse en relación, de manera que cree acontecimientos de comunión, a partir de los cuales los seres individuales sean liberados de estar centrados en ellos mismos y, por tanto, de los propios límites, y sean referidos hacia algo más general que ellos mismos, hacia un «otro». Referidos hacia Dios, si se quiere utilizar esta terminología tradicional. Un ser humano puede actuar no como sujeto pensante, sino como persona (una noción que aclararemos más adelante).
La noción de «sacerdocio» debe ser liberada de sus connotaciones peyorativas y debe entenderse como portadora de la característica de ofrecer, en el sentido de abrir seres singulares a una relación trascendente con el otro –una idea que corresponde más o menos al amor en su sentido más radical–. El trasfondo que hay en todo lo que afirmamos no es plenamente completo hasta que no ocurre la recapitulación de la naturaleza. Entonces hombre y naturaleza no se encontrarán más opuestos entre sí, antagónicamente, sino que estarán en una relación positiva. El hombre tiene que convertirse en un ser litúrgico para poder esperar superar esta crisis ecológica.
Pero antes de introducirnos en el análisis de esta tesis, debemos asumir conscientemente los factores que han conducido a la crisis actual e individuar los instrumentos que la historia nos ofrece en la dirección de una posible superación. Una ojeada rápida a la historia es el objetivo inmediato de estos capítulos sobre la relación entre teología y ecología.
Una ojeada a la historia: los primeros siglos
El historiador norteamericano Lynn White, cuando escribía sobre las raíces históricas de la cuestión ecológica en el año 1968, era más bien categórico ya sea al atribuir este problema a la tradición intelectual occidental, caracterizada por una visión del hombre de tipo racionalista, ya sea al asignar a la teología y a la Iglesia un papel importante en este desarrollo. Prescindiendo de nuestro grado de acuerdo con el juicio de este historiador contemporáneo, es arduo para cualquiera contestar que la historia tenga que enseñarnos algo sobre las raíces de la crisis actual y que la religión tenga que interpretar un papel protagonista en el escenario de esta situación tan problemática; en efecto, la religión ha sido una fuerza dominante en el proceso de formación de nuestra cultura a lo largo de los siglos –al menos hasta la ilustración– y particularmente la cristiana. Para ello será necesario volver atrás, a los orígenes de la historia cristiana, para intentar identificar las fuerzas que probablemente han conducido los acontecimientos que han sucedido hasta nuestros días.
Si se acepta la perspectiva según la cual el cristianismo clásico tomó forma en el contexto, y tal vez bajo la influencia, de dos culturas, una dominada por la manera de pensar semítica o hebrea y otra helénica, sería instructivo intentar percibir cómo estas dos culturas concibieron la relación del hombre con la naturaleza y el lugar que Dios ocupaba en ambas en esta relación.
En lo que se refiere a la cultura semítica que formó el ambiente originario del cristianismo, todos los historiadores están de acuerdo en afirmar que la mentalidad hebrea tendía a otorgar una importancia decisiva a la historia (la historia del pueblo elegido de Dios en particular) y a ver un Dios que se revela principalmente a través de su actuar en la historia. La naturaleza tenía un papel secundario en esta revelación, y muy a menudo este papel se le negaba por la obsesión que el paganismo pudiera minar la identidad específica del pueblo de Israel.
Este hecho de preocuparse más por la historia que por la naturaleza desembocó, en el seno de la cultura hebrea, en el despliegue del profetismo en lugar de la cosmología. El profetismo observaba los acontecimientos que habían marcado o marcaban la historia de Israel, de otros pueblos –los gentiles– y a menudo de los individuos, y se concentraba en el suceso final de estos acontecimientos. Se esperaba que Dios se revelara en el acontecimiento final que habría superado y al mismo tiempo dado significado a los acontecimientos precedentes, y este acontecimiento final –el eskhaton como se denominó después en las comunidades judías de lengua griega del periodo neotestamentario– era todo lo que importaba para la mentalidad de los hebreos.
En cambio, la cultura griega atribuía poca importancia a la historia. En efecto, muy pronto, en el círculo de los filósofos y científicos de la Grecia clásica, la historia fue vista incluso con sospecha y desconfianza como el reino del cambio, del flujo y del desorden. La naturaleza ofrecía a los griegos el sentido de seguridad que necesitaban, por medio del movimiento regular de las estrellas, la repetición cíclica de las estaciones y la belleza y la armonía que el clima templado del Ática ofrecía (en aquellos tiempos). La cosmología era la preocupación fundamental de los filósofos griegos. Estos veían a Dios presente y actuante en, y por medio de, las leyes del movimiento cíclico y de la reproducción natural. Incluso mentes refinadas y capaces de reflexión teológica, como Aristóteles, no podían evitar adorar las estrellas, mientras que Platón, el teólogo por excelencia de la Grecia clásica, no supo ir más allá de la idea de un Dios creador que se revela como un artista que crea el universo a partir de materia, espacio e ideas preexistentes.
Esta confrontación entre la concepción hebrea y griega de la naturaleza, obviamente, nos permite discutir todas las connotaciones necesarias para una presentación generalizada de los aspectos a considerar, pero también conduce, por otra parte, a dos puntos clave de nuestro tema.
  1. La mentalidad hebrea parece desprovista de un interés cos...

Índice

  1. 1. El problema ecológico y el papel de la teología
  2. 2. El mundo como creación: los límites y los peligros de la naturaleza creada
  3. 3. El hombre como «sacerdote»: esperanza y «espera impaciente» de la creación
  4. 4. Eucaristía y mundo
  5. Colección Emaús – Últimos títulos