1. Precisiones metodológicas y formulación de las hipótesis básicas
1. Precisiones metodológicas
Hay, al menos, tres maneras de acercarse a la comprensión de una realidad cultural. La primera consiste en la aplicación del método histórico-crítico, es decir, el proceso de recordar la génesis de tal realidad, seguir reflexivamente su evolución a lo largo del tiempo y realizar una crítica permanente de las fuentes historiográficas. La segunda, por el contrario, toma uno o varios textos que se consideran esenciales con relación al tema y los somete a un análisis integral: de este modo, puede posteriormente abrir juicios sobre la historia del acaecimiento o del sistema de cultura que nos interesa. La tercera, finalmente, elige un suceso o una institución para describirlos minuciosamente y, mediante una secuencia finita de modificaciones puramente imaginarias, se acerca paulatinamente a lo específico de tal suceso o de tal institución: es el método de la libre variación fenomenológica, que Edmund Husserl desarrollara sobre todo en su libro Experiencia y juicio; también Henri Bergson, en Las dos fuentes de la moral y de la religión, adopta ciertos “paradigmas humanos” para derivar de estos las fuentes dinámicas de la moralidad y de lo sagrado.
Ejemplifiquemos estas tres vías historiográficas. Rodolfo Mondolfo, y siguiendo en esto las huellas de Giovanni Battista Vico (1668-1744), prefiere el primer camino en sus investigaciones sobre la filosofía y los restantes sistemas culturales, y no cesa de repetir el conocido lema “la naturaleza de las cosas se manifiesta en el momento de su nacimiento” (verum idem factum). Con relación a la institución universitaria, pues, lo conveniente sería empezar por el estudio de su génesis medieval en las universidades de Bolonia (1088), en la de Oxford (1096) o en la de París (c. 1150), y, a partir de esto, ir descubriendo paulatinamente su esencia. Aclaro que las fechas mencionadas aún son motivo de discusiones entre los medievalistas.
A propósito de esto último, conviene tener presente que la Academia de Platón (c. 387 a.C.) o la escuela pitagórica de Crotona y de otras ciudades de la Magna Grecia son, por lo que sabemos, antecedentes lejanos de las universidades medievales. Además, en el Imperio Romano de Oriente, en la corte de Bizancio, hubo al menos dos instituciones que son anteriores a la Universidad de Bolonia. La primera, que data del año 425, fue la Academia Imperial que Teodosio II fundó para oponerse a las enseñanzas impartidas por la Academia platónica, todavía activa en la ciudad de Atenas; su esposa, la emperatriz Eudoxia, desempeñó un papel importante en esta antigua institución sapiencial, debido a su notable formación literaria griega. La segunda fue una prolongación tardía de la Academia Imperial, ya en el siglo XI, esta vez fomentada por Constantino Monómacos, y que continuó cultivando el espíritu antihelénico, antipagano y antineoplatónico. Nuevamente repito que las informaciones historiográficas respecto de toda esta cuestión no son muy precisas y deben ser consideradas con alguna cautela. Sin embargo, no se puede dudar de que el espíritu universitario está en semilla en la Academia platónica, razón por la que nuestros universitarios deberían prestar mayor atención a esta sorprendente comunidad ateniense del mundo antiguo.
Los partidarios de la hermenéutica metodológica, en general, pero no solo ellos, prefieren el segundo camino, vale decir, el de elegir un conjunto de textos (documentos, libros, monumentos, artefactos, etc.) que la tradición considera particularmente lúcidos y, en un esfuerzo interpretativo, comprender lo propio del fenómeno histórico. Con relación a la universidad, por ejemplo, se podría leer algún escrito de Immanuel Kant (El conflicto de las facultades), de Friedrich Schelling (Lecciones sobre el método de los estudios académicos), de José Ortega y Gasset (Misión de la universidad), del cardenal Newman (La idea de universidad), de Juan B. Terán (Universidad y vida), de Afred N. Whitehead (The Aims of Education and Other Essays), de Karl Jaspers (La idea de la universidad), etc., y, siguiendo el conocido método interpretativo-comprensivo, llegar a lo específico de la institución universitaria. En este trabajo, optaré preferentemente por seguir este segundo camino.
Finalmente, de entre las muchas universidades que hay en nuestro mundo, se podría elegir una, o algunas, cuya excelencia sea reconocida en general, para describirla lo más detalladamente que se pueda y, luego, compararla con otras posibles formas de estructura universitaria para ver cuáles son las características comunes a todas ellas; se conseguiría, así, llegar a un conjunto de notas coincidentes que se considerarían como partes axiológicamente deseables de una definición de la universidad. Si se tomara la de Oxford, por caso, como paradigma de institución universitaria, podrían imaginarse, a partir de ella, otras maneras reales y posibles de funcionamiento igualmente válidas, para arribar a un concepto básico donde se descartarían las modalidades accesorias, se conservarían las permanentes y se sugeriría el abandono de aquellas costumbres que evidentemente conspiran –o hubieran conspirado– contra los fines explícitos de la universidad. Por ejemplo, Oxford está económicamente sostenida por el Reino Unido, pero no exclusivamente; ¿cambiaría su estructura y su peculiar ethos si fuera subvencionada por alguna importante empresa industrial o por una fundación privada? Se llegaría probablemente a la conclusión de que el origen de los fondos y recursos universitarios no incide en la esencia de esa universidad y quizá de ninguna otra. En consecuencia, también utilizaré parcialmente el método de la variación imaginaria que, en este trabajo, más bien debiera llamarse “método analógico”.
Después de estas aclaraciones metodológicas, debo decir algo fundamental que, si no se lo tiene en cuenta, conduciría a una deficiente comprensión de todas las ideas que siguen.
2. Hay que empezar por la escuela primaria
Mi investigación supone que el acceso a los estudios universitarios es el adecuado, es decir, que se ha cumplido satisfactoriamente con la preparación básica en la escuela primaria, en la enseñanza media y en la etapa preuniversitaria (terciaria). Sin tal preparación satisfactoria es imposible una reformulación filosófica de la universidad como la que intento proponer. En consecuencia, como en mi país la enseñanza primaria y la secundaria son notablemente deficientes, las universidades adolecerán de un inconveniente inicial que será siempre una rémora para una reformulación universitaria racional.
Si no se logra una real transformación de todo el sistema educativo en su conjunto –incluidos los medios de comunicación de masas–, nuestras universidades continuarán vegetando en la mediocridad y su descenso en la escala de la excelencia no habrá de detenerse. Comprendo asimismo que un cambio sustancial en la política educativa del país solo puede esperarse de un compromiso general orientado al logro de una nación más culta, más civilizada. Este “compromiso general” es casi imposible en las actuales circunstancias porque tanto gobiernos de toda índole como la propia sociedad son mayoritariamente anómicos, es decir, violadores compulsivos de la Constitución, de la estructura jurídica del Estado y de la moralidad. Mi esperanza de tales cambios es por cierto pequeña. Lamentablemente.
En 1999 apareció la primera edición del libro de Guillermo Jaim Etcheverry La tragedia educativa. Yo hubiera esperado que esta obra causara no solo un justificado interés, sino que movilizara a las autoridades a emprender reformas profundas en el sistema educativo. Efectivamente, tanto la notable descripción de la enseñanza en nuestro medio como la excelente base empírica de sus indagaciones, a las que se agrega además la sensatez de las propuestas de Jaim Etcheverry, eran motivos para esperar una respuesta social y gubernamental positiva y eficaz. Nada de esto ha sucedido. Por el contrario, los que deciden se han empeñado en ahondar los problemas educativos al punto de que la “escuela” es, lamentablemente, una de las fuentes principales de los antivalores que padecemos. La bibliografía nacional y extranjera sobre la reforma de la educación es muy valiosa, y, sin embargo, la inercia de nuestras comodidades y de nuestro desinterés por la “cosa pública” es mucho más fuerte de lo que podría suponerse. Hay una explícita delectación ante la decadencia. ¿Qué puedo esperar entonces de mi propia visión de la universidad, que discurre sobre una línea no empírica ni política, sino estrictamente filosófica, es decir, general? La línea elegida por Jaim Etcheverry está referencialmente destinada a la Argentina y no toca el tema universitario; no es, por lo tanto, un estudio sobre la esencia de una específica institución europea nacida alrededor del siglo XII. Con todo, no debo abandonar mi tarea: “Sería imprudente ser optimista; y poco filosófico, desesperar” (John Playfair).
Robert M. Hutchins, uno de los grandes educadores norteamericanos, ha sido un pionero en las ideas que defenderé. En efecto, de acuerdo con la tradición iniciada por los Padres Fundadores, la educación debe ser una obligación para todos, pues de lo contrario una sociedad renunciaría a formar “ciudadanos responsables”, que aprendan a trabajar, a elegir sus autoridades con criterio, a desempeñarse decorosa y eficazmente en las obligaciones que sean de su competencia, en fin, a llevar una vida virtuosa, tanto en lo que atañe a las virtudes intelectuales como a las morales. De modo, pues, que “la finalidad del sistema educativo, considerado en conjunto, no es proveer obreros a la industria o enseñar a los jóvenes a ganarse la vida. Es formar ciudadanos responsables”.
3. Dos modelos educativos
¿Cuál es mi preferencia sobre la educación moderna en general? No puedo responder a esta pregunta sino simplificando al máximo la historia de la pedagogía. Quizá esta simplificación sea perdonada por los lectores una vez concluida la exposición de mis argumentos. Para el sistema educativo y, en especial, para la universidad, mis preferencias se orientan por las ideas de Wilhelm von Humboldt (1767-1835), aunque ampliadas al peculiar mundo tecnológico y político que nos toca vivir; las ideas de Humboldt han sido particularmente defendidas por el físico Werner Heisenberg y, a la vez, por los filósofos Karl Jaspers y Max Scheler. La perspectiva universitaria gestada por las ideas humboltianas se opone en gran medida a lo que se llama “el modelo napoleónico o bonapartista” de la educación. De modo, pues, que estoy en desacuerdo con la política pedagógica de las universidades nacionales argentinas que, indudablemente, siguen este segundo modelo, adoptado por los españoles y, en cierta medida, por los franceses.
Veamos esto con algún detalle. Mi decisión puede parecer demasiado rígida. No lo es. Ella obedece únicamente al deseo de mostrar mis reflexiones con la mayor claridad posible, pues, a pesar de todo lo que se ha escrito en contra de la metodología cartesiana, los puntos de partida de cualquier indagación deben ser claros y distintos; si dado un problema filosófico-científico se va descubriendo su complejidad y, en última instancia, su inefabilidad y misterio, esto debe ser consecuencia de ideas que, al comienzo de la reflexión, son simples. Por ejemplo, en la teoría matemática de los números, se parte de nociones sencillas y de una operación evidente; su desarrollo posterior nos lleva a enfrentarnos con nociones altamente abstractas como los números irracionales, los complejos, los transfinitos, los gödelianos, etc. En educación sucede lo mismo; efectivamente, las explicaciones pedagógicas iniciales son relativamente sencillas, pero a la larga llegamos a la conclusión de que el educando es un ser humano cuyas facetas no son claras, sino, por el contrario, paradójicas. Somos conducidos así, paulatinamente, al “misterio del hombre”, que Sófocles, en Antígona, pone en boca del coro. Este, en la estrofa 1, canta: “Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre” (se describen luego las habilidades y poderes de los que es capaz). En la estrofa 2 se escucha: “Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y, también fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo porvenir le encuentra falto de recursos. Solo del Hades no tendrá escapatoria”. Y la antistrofa 2 concluye: “Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos, lo encamina unas veces al mal, otras al bien […] Desterrado sea aquel que, debido a su osadía, se da a lo que no está bien. ¡Que no llegue a sentarse junto a mi hogar ni participar de mis pensamientos el que haga esto!” (Antígona, 332-375).
¿A qué viene esta mención de la Antígona de Sófocles? A mostrar que todo educando, es decir, todo hombre, es una realidad insondable y única. En consecuencia, las ciencias humanas –incluso la pedagogía y la didáctica– no se reducen a mera praxis, sino que están subordinadas a una metafísica del hombre, esto es, a una disciplina especulativa que piensa la realidad más compleja, asombrosa, incomprensible y misteriosa de la creación: la persona individual. Desde luego, las instituciones humanas (como la universidad) heredan esta complejidad e incomprensibilidad propias de nuestro ser.
Con el esquema simple –los dos modelos educativos mencionados– intento pensar, pues, la comunidad universitaria; desde luego, tendré siempre presente que los universitarios también son hombres y, en consecuencia, seres que viven el misterio de la libertad. ¿Será por esto que los creadores de la Universidad Stanford eligieron como lema de su institución el enunciado “Sopla el viento de la libertad”?
Ambos modelos tienen que ver con la creación de dos centros de irradiación científica y filosófica de indudable importancia: el modelo napoleónico, con la Escuela Politécnica de París, en 1794, que, a pesar de haberse creado bajo el gobierno de los jacobinos, influyó luego en decisiones tomadas por el emperador; el modelo humboltiano, con la creación de la Universidad de Berlín, en 1810, gracias a las ideas y afanes de Wilhelm von Humboldt, hermano del célebre naturalista Alexander von Humboldt.
Las notas específicas del modelo napoleónico o bonapartista son las siguientes:...