
- 152 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
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eBook - ePub
Breve historia de la literatura costarricense
Descripción del libro
El autor nos ofrece de manera ágil, amena, y sin embargo completa, este recorrido por cien años de literatura costarricense. Brevedad solo indica aquí conocimiento pleno de la materia y claridad en la búsqueda de lo esencial.
En esta obra corta, el autor presenta a manera de ensayo, no un catálogo o listado de autores y textos costarricenses, sino un análisis historiográfico de la literatura de este país, contextualizado con datos y apreciaciones del entorno político, social y cultural de las distintas épocas.
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Información
Categoría
LiteraturaCapítulo VI
Globalización y posmodernidad
Las últimas dos décadas del siglo XX gestaron en Costa Rica, como en todo el planeta, cambios radicales y vertiginosos en todos los ámbitos; cambios que revolucionaron las formas consabidas de imaginarse a sí mismo, como sujeto o como ciudadano, y de situarse en la sociedad o el mundo.
En el ámbito político la década de 1980 llevó, en sus inicios, a un agudizamiento de los conflictos enmarcados en la “guerra fría” y al auge de procesos revolucionarios en Nicaragua, El Salvador y Guatemala; más tarde, al terminar la década, esos procesos se revierten hacia un paulatino decaer de las ideologías políticas revolucionarias, tras el derrumbe del llamado “socialismo real” en la Unión Soviética y los países de Europa Oriental o las luchas internas, divisiones y fragmentaciones de los partidos comunistas o socialistas. Se anuncia entonces el fin de la “guerra fría” y, según algunos, el “fin de la historia”, el “fin de las utopías”. Según esas apreciaciones se iniciaba un proceso de “globalización” que diluía las fronteras nacionales y unificaba, bajo el signo del neoliberalismo, a un mundo organizado por el poder del capital transnacional como un único mercado global.
Ese proceso político coincidió con la crisis económica que estalló con fuerza hacia 1980. Los efectos de la crisis fueron especialmente fuertes y duraderos en toda América Latina y el llamado “Tercer Mundo”. La imposibilidad para los países pobres de pagar, en las nuevas condiciones, la deuda externa contraída en la época de auge de las finanzas mundiales, fue utilizada por las metrópolis acreedoras para trasladar a los países deudores los efectos de la crisis y de paso –aprovechando el desconcierto político– desarticular los movimientos “tercermundistas”. Bajo la nueva ideología neoliberal dominante, se impuso una serie de “ajustes estructurales” que en gran medida condicionaban la sobrevivencia económica de los países pobres a ceder en sus pretensiones de soberanía nacional, y adoptar esquemas elaborados en las metrópolis e impuestos por organismos financieros internacionales. En términos amplios, el “ajuste” implicaba la sustitución del Estado Nacional o el “proteccionismo”, por el Mercado Mundial o la “competencia”, como principios reguladores de la sociedad; el estímulo de la inversión e importación extranjeras y el desestímulo de la producción nacional no orientada a la exportación; la privatización de instituciones públicas o el traslado de algunas de las principales funciones estatales a empresas privadas (ligadas en la mayoría de los casos al capital transnacional); la reorientación de la inversión social (educación, salud, cultura, pensiones, pequeña empresa) al fomento de nuevas actividades financieras y especulativas o de las nuevas empresas y empresarios globalizados. En gran medida, el proyecto globalizador constreñía a los países pobres, como única forma de sobrevivencia, a convertirse en terrenos abiertos a la especulación, el tráfago de capitales y el lavado de dinero, o en consumidores de productos importados, y en suplidores de mano de obra barata y sumisa para el mercado internacional y sus intermediarios criollos, una nueva oligarquía “globalizada” de empresarios, políticos y tecnócratas. Entre las principales consecuencias del “ajuste” se señala el logro de una cierta estabilidad macroeconómica a un precio social muy alto: la enajenación o el empobrecimiento de las grandes mayorías y el decaimiento en los servicios públicos, contrasta con el surgimiento de una nueva oligarquía, una poderosa y rica elite político-empresarial, desvinculada del resto del país, que adapta la ancestral oscilación de las elites entre nacionalismo y cosmopolitismo a una nueva mentalidad globalizada, y procura “modernizar” el Estado Nacional para ponerlo al servicio del nuevo mercado mundial.
Más allá del ámbito de los discursos político y económico, el concepto de “globalización” se encuentra también asociado al vertiginoso desarrollo de la tecnología, la informática y la comunicación en los decenios finales del siglo. Las nuevas tecnologías y la informática transformaron la producción y el consumo de bienes y servicios, hicieron surgir una “realidad virtual” o un “ciberespacio” ubicuo, liberado de las fronteras geográficas o nacionales y las constricciones del tiempo y el espacio objetivos, y contribuyeron, junto con la globalización económica y política o el impacto de las nuevas culturas de masas, a modificar los criterios establecidos de imaginar o simbolizar la realidad y a trastocar una de las formas tradicionales –ligada al Estado, la Nación o la cultura vernácula– de construirse como sujeto, de procurarse una identidad y definirse en relación consigo mismo, la sociedad y el mundo. Según algunos, los sujetos dejaban de considerarse como ciudadanos para concebirse como consumidores, mientras las culturas locales serían sustituidas y uniformadas por una cultura de masas globalizada.
Basados en las ingentes transformaciones del período, pensadores e ideólogos de diversas tendencias proclamaron el fin de una época histórica, la Modernidad –que abarcaría desde el Renacimiento o la Ilustración hasta finales del siglo XX–, y el inicio de una nueva época: la Posmodernidad. Según esas ideas, los cambios y rupturas del fin de siglo habrían puesto en duda los supuestos básicos de la Modernidad: la afirmación de una esencia o una naturaleza que determine la identidad de los objetos a través de sus múltiples transformaciones; la fe en la causalidad, la evolución o el progreso, que asigna a los hechos un sentido, un origen y una finalidad; el realismo o la creencia en una realidad objetiva concebida como totalidad coherente que puede ser representada y transformada por medio del lenguaje y la razón. La Posmodernidad pondría en duda esos presupuestos básicos de la Modernidad, que pasarían a ser simples “relatos” o convenciones, válidos no por su valor de “verdad”, sino por su funcionalidad o efectividad pragmáticas para imponer el control de la ley, el orden y la razón, sobre el deseo, la heterogeneidad y el azar. Por otra parte, diversos planteamientos desde disciplinas varias como la semiótica, el sicoanálisis, la filosofía, la crítica literaria, la sociología, la historia o los estudios culturales y de género, habían venido poniendo en duda las divisiones convencionales entre lo real, lo imaginario y lo simbólico, entre lenguaje o representación y realidad, entre objetividad y subjetividad, al estudiar problemas complejos como las mediaciones del poder o el inconsciente en la construcción de la subjetividad y la alteridad, o la mediación de los lenguajes, signos e ideologías, las prácticas discursivas o culturales, en la forma como los sujetos construyen su propia imagen y la imagen del mundo en que viven o sus patrones de comportamiento e interacción.
Tanto las teorías de la “globalización” como las de la “posmodernidad” generan diversas interpretaciones y valoraciones: acusadas por unos de “neoconservadoras”, por su tendencia a uniformar las unidades distintas bajo un poder global, o “neofascistas”, por un relativismo que tiende a confundir la validez con la eficacia; son defendidas por otros como críticas o revolucionarias, por su tendencia a la emancipación, la diseminación y la ruptura de las unidades, sentidos y convenciones tradicionales. Es un hecho, sin embargo, que bajo el influjo de esas teorías y el decaimiento del marxismo o el socialismo ortodoxos, las reflexiones críticas o contestatarias en las humanidades se desplazan en este fin de siglo, del análisis de las estructuras sociales o las ideologías políticas, hacia el ámbito de las prácticas culturales y discursivas, la ecología, el sicoanálisis, los estudios de género y los derechos de las minorías culturales o sexuales.
En el ámbito costarricense, en las dos últimas décadas del siglo XX, los fenómenos ligados a la “globalización” o la “posmodernidad” replantearon desde nuevas perspectivas los viejos problemas, ya crónicos, asociados con los diversos proyectos “modernizadores” –el liberal o el socialdemócrata– a lo largo del siglo: la enajenación, el aumento excesivo del aparato estatal y la burocracia, el endeudamiento, el crecimiento macrocéfalo y canceroso del área metropolitana, las migraciones internas y externas, la contaminación o destrucción del ambiente, la penetración inasimilable de una cultura de masas cada vez más omnipresente, el decaimiento de la solidaridad o el diálogo y el incremento, junto con la cultura de la competencia y del mercado, de un individualismo autárquico, la agresividad y la violencia.
La crisis de 1980, los movimientos revolucionarios y las estrategias contrarrevolucionarias en Centroamérica durante esa década, que hicieron oscilar el país –en medio de una histeria protofascista– entre la paz y la guerra, la “neutralidad” y la ocupación militar solapada, así como los fenómenos ligados a la “globalización”, han generado una metamorfosis radical –cuyo resultado es aun incierto– de la Costa Rica que se había venido construyendo a lo largo del último siglo, y quebraron la imagen que los costarricenses se habían forjado de su relación, como sujetos o ciudadanos, con su país o de su país con el mundo. Por otra parte, los discursos ligados a los puntos de vista “posmodernos” permitieron también plantear, desde una posición distanciada, desencantada o transgresora, la reivindicación de las culturas marginales y contraculturas, la revisión crítica de los mitos y construcciones ideológicas o culturales que sirvieron de base a los estereotipos y comportamientos difundidos por el nacionalismo y la cultura oficiales a lo largo del siglo XX.
En estas décadas se inicia, bajo el dominio del neoliberalismo, aunque con ingentes resistencias desde otros ámbitos, un nuevo proyecto modernizador que en gran medida invertía los términos del proyecto propuesto por los ideólogos de la “Segunda República”. En la nueva versión neoliberal de la historia costarricense, el papel de héroe recae sobre la empresa privada, a la que se asocian las nociones de libertad, riqueza, progreso y eficiencia; el papel de antihéroe pasa a ser desempeñado por el Estado Benefactor, al que se le atribuyen las nociones opuestas: monopolio y corrupción, endeudamiento, demagogia, burocracia, ineficiencia. Un nuevo discurso oficial –difundido por el periódico La Nación, las cámaras de empresarios, funcionarios gubernamentales ligados a organismos internacionales, y una serie de instituciones (CINDE, INCAE, Academia de Centroamérica, etc.) fundadas y financiadas por la AID estadounidense– procura identificar los intereses “nacionales” con los intereses de la nueva oligarquía globalizada de empresarios, políticos y tecnócratas, formada al amparo del “ajuste estructural”. En el nuevo discurso se exige como imperativo histórico, necesario para superar la crisis y sobrevivir en el nuevo mundo global, “sacrificios” a los trabajadores e “incentivos” para los empresarios; mientras la venta del país –instituciones, patrimonio, tierras, trabajo– en el mercado internacional, pasa a confundirse con el “patriotismo”. Los que se resisten a esas formas de globalización son definidos como “grupos de presión” o “antipatriotas” que defienden el “statu quo” (las instituciones públicas o las leyes sociales y laborales creadas bajo el Estado Benefactor) y representan intereses locales o gremiales (los de organizaciones obreras y populares), opuestos a los intereses “nacionales” o “patrióticos”, al “cambio” y al “progreso” postulados por la elite oligárquica. La resistencia popular a los términos y consecuencias del “ajuste” es interpretada por la elite en el poder como un problema de “ingobernabilidad”, cuya solución legitima la toma de decisiones inconsultas o arbitrarias, el engaño y el autoritarismo. A eso se agrega un uso creciente del doble discurso por parte de la elite política: lo que se dice o promete es un ocultamiento constante de lo que se hace y practica. Por otra parte, los nexos y ramificaciones de la oligarquía entre las cúpulas de los dos partidos políticos oficiales (PUSC-PLN); o el control que ejercen los miembros de la elite sobre los principales medios de información y propaganda –de los que son dueños o socios– les garantiza prácticamente el monopolio del poder político e ideológico, sin que se alteren sin embargo las apariencias formales de una democracia participativa.
La tensión entre los esfuerzos de la elite neoliberal por implantar su proyecto modernizador y las resistencias de las mayorías oprimidas por el “ajuste”, genera una pugna cada vez más marcada y aguda en el interior del país: la Costa Rica finisecular tiende a dividirse en dos mundos superpuestos, coexistentes pero radicalmente distintos. Un espacio “privado” –que privilegia la imagen oficial del país– que ofrece bienes y servicios de calidad a un alto precio, solo accesible a la elite, la clase media alta y el turismo extranjero; contrasta con un amplio espacio –semioculto en el discurso oficial– donde los salarios insuficientes, las condiciones de trabajo insatisfactorias, el deterioro o la eliminación de las instituciones y servicios públicos, un sistema impositivo que grava salarios y pensiones pero no grava las ganancias y fomenta la evasión, van delineando un mundo de excluidos o segregados, que ven decrecer su poder adquisitivo, sus esperanzas de mejoramiento y hasta sus posibilidades de sobrevivencia, mientras contemplan con estupor, con rabia o con asco, la prosperidad, la corrupción y la impunidad de la elite.
El monopolio del poder, la riqueza, el cinismo, la corrupción y la impunidad de los de arriba, contrasta con el sentimiento de deterioro, malestar, impotencia y enajenación de los de abajo. La ausencia de una opción alternativa al espectáculo de un país agobiado por una deuda impagable y un deterioro vertiginoso, al que las relaciones de poder mundial, así como los grupos dominantes y los políticos criollos –los mismos que contrajeron la deuda o se beneficiaron con ella– ofrecen como única solución el “sacrificio” o la venta del país con ellos como intermediarios, refuerzan el sentimiento de enajenación, la sensación de vivir como un desterrado en su propia patria, el rechazo con respecto a los que ejercen el poder y al nuevo orden social en construcción. La visión crítica –que en ocasiones asume un humor corrosivo y una deconstrucción satírica o paródica de los discursos oficiales– y el desencanto, son la tónica dominante en la literatura de los autores que se inician a partir de 1980, característica que asumen también textos de autores de la promoción anterior que se publican en estos años.
La década de 1980 marca el ingreso de una nueva promoción de escritores donde figuran, entre otros, los narradores: Linda Berrón (1951), Ana Cristina Rossi (1952), Hugo Rivas (1954-1992), Rodolfo Arias (1956), José Ricardo Chaves (1958), Dorelia Barahona (1959), Carlos Cortés (1962), Rodrigo Soto (1962), Fernando Contreras (1963); los poetas: Osvaldo Sauma (1949), Carlos Francisco Monge (1951), Lil Picado (1951), Mía Gallegos (1953), Miguel Fajardo (1956), Ana Istarú (1960), Guillermo Fernández (1962), José María Zonta (1962), Carlos Cortés (1962); los dramaturgos: Juan Fernando Cerdas (1950), Miguel Rojas (1952), Leda Cavallini (1956) y Lupe Pérez (1922), Víctor Valdelomar (1957), Melvin Méndez (1958), Guillermo Arriaga (1960), Ana Istarú (1960), Jorge Arroyo (1964). A esa lista se pueden agregar dos autores que por sus fechas de nacimiento deberían ser ubicados dentro de la promoción anterior, pero que por las fechas de publicación y las características de sus textos se acercan a esta última: Tatiana Lobo (1939) y Rafael Ángel Herra (1943).
La crisis de 1980 y las vertiginosas transformaciones históricas y culturales reseñadas anteriormente, unidas al interés por la revisión de la historia que despertó la conmemoración del V centenario del “descubrimiento” de América, generaron en Costa Rica –al igual que en el resto de Hispanoamérica– una extraordinaria proliferación de la novela y el drama históricos. Este interés convoca tanto a autores experimentados como a debutantes. La nueva novela histórica costarricense –como su homóloga latinoamericana– se preocupa por ofrecer una reinterpretación crítica de la historia oficial recurriendo a épocas y procedimientos narrativos muy diversos, desde el realismo tradicional hasta recursos innovadores que combinan el dato histórico y el elemento fantástico; que introducen mitos, creencias y leyendas populares; recogen la visión de las culturas indígenas, afrocaribeñas o marginales; juegan –por medio de anacronismos, mezclas discursivas o reversiones paródicas– con la desacralización de los mitos y discursos oficiales. Los molinos de Dios (1992) de Cañas –la más tradicional de estas novelas– ofrece una saga épica de los cafetaleros desde una visión de la historia cercana a la de Facio y Monge. Tenochtitlan (1986) de Sánchez ofrece una narración de la conquista de México que recupera el punto de vista y la percepción de los aztecas; Campanas para llamar al viento (1987), del mismo autor, explora la colonización española de California. El pavo real y la mariposa (1996) de Chase desmitifica la visión ide...
Índice
- Cubierta
- Inicio
- Presentación
- Introducción
- Capítulo I. El Olimpo: La forja de una identidad
- Capítulo II. La unidad escindida
- Capítulo III. Crisis y quiebra
- Capítulo IV. Reforma, revolución y vanguardia
- Capítulo V. La "Segunda República"
- Capítulo VI. Globalización y posmodernidad
- Bibliografía comentada
- Bibliografía adicional
- Notas al pie de página
- Créditos