El Dios ausente
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El Dios ausente

Iconografía y metafísica del capitalismo

  1. 216 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El Dios ausente

Iconografía y metafísica del capitalismo

Descripción del libro

En 1921, Walter Benjamin escribía: "Hay que ver en el capitalismo una religión. Es decir, el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de las mismas preocupaciones, penas e inquietudes a las que daban antiguamente respuesta las denominadas religiones".En el presente ensayo Germán Huici recoge la premisa de Benjamin para realizar un análisis de la cultura contemporánea, con especial atención a los signos de su dimensión religiosa. Se traza así un recorrido que aborda todo un crisol de referencias: desde usos de la vida cotidiana o manifestaciones de la cultura de masas hasta las bases económicas, ideológicas y metafísicas del mundo occidental. Este retrato poliédrico parte de una motivación de orden ético: la voluntad de entender nuestra ideología con el fin de encontrar vías para modificarla y generar un conocimiento que despierte en nosotros, al menos, la sombra de una insatisfacción."Un retrato incisivo de la dimensión religiosa de nuestro modo de vida y una invitación a reflexionar sobre nuevas maneras de pensar en los problemas que nos aquejan." Laury Leite, Revista de Letras"Un libro difícil de etiquetar, aunque brillantemente fácil de leer." Rosa Pereda, Ctxt

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Información

Editorial
Elba
Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788494696794
Categoría
Filosofía

EL DIOS AUSENTE

Índice

Prólogo
El dinero y el tabaco
El dinero y el sexo
Homo economicus
Fantasías de pasado y futuro
Juegos y menús
Tasación
Homo bulla
Alquimistas, aprendices de brujo
Distancia
Sólo negocios
El capitalismo como religión
Mitos y símbolos
El peso de la modernidad líquida
¿Qué debemos hacer?
Las ideas expuestas en este ensayo no son parte de un sistema filosófico cerrado. El objetivo de este recorrido no es tanto guiar hacia conclusiones concretas sino estimular nuevas formas de pensar, de mirar y de ser. He procurado mantener un ritmo, una estructura dramática y un estilo atractivos. Al servicio de este ideal de «instruir deleitando» he sacrificado varias ideas, algunas de las cuales considero interesantes, porque entendí que perturbaban la unidad o el ritmo del texto. Este mismo ánimo me ha llevado a emplear tanto la terminología como las referencias bibliográficas de forma heterodoxa, primando lo narrativo sobre lo académico. Considero que demasiado a menudo los ensayistas descuidan el aspecto literario de sus textos en favor de la acumulación de conceptos. Con afán de subversión, quiero comenzar este ensayo expresando mi intención de hacer disfrutar a los lectores.
Este libro no hubiese sido posible sin los amigos y familiares que me acompañaron en las dos ciudades en las que residí durante su redacción: Toronto y Madrid. Gracias a todos por vuestro cariño y por vuestras conversaciones. Me gustaría también mostrar mi agradecimiento a aquellas personas que confiaron antes que nadie en mi trabajo: Ángel, Clara, Ángel, Rosa, Jacobo, Juan Carlos; gracias. Muy especialmente quiero dar las gracias a mi mujer, Ana, sin cuya compañía este libro se habría escrito mucho más rápido. Por último, quiero dedicar El Dios ausente a mi padre, que me ha enseñado casi todo lo que sé.

Prólogo

En 1930, John Maynard Keynes escribió el ensayo Las posibilidades económicas de nuestros nietos. En el contexto de la Gran Depresión, Keynes intenta con este texto animar a sus conciudadanos recordándoles que a pesar de los duros desajustes económicos que están sufriendo, el crecimiento exponencial de la productividad que el capitalismo conlleva sigue su curso. Este aumento de la producción de riqueza apoyado en la tecnología inevitablemente terminará generando una situación en la que las necesidades básicas de todos los sujetos quedarán cubiertas. El que ha sido el gran problema económico desde el principio de los tiempos será así al fin resuelto y la humanidad deberá enfrentarse a una nueva era con nuevas problemáticas. La cultura de la acumulación pecuniaria y del trabajo que ha movilizado el capitalismo se volverá inservible, y habrá de ser reemplazada por un nuevo modelo ético más humanista y altruista.
Este testimonio, visto desde el presente, puede antojarse algo inocente, pero hay que recordar que el que lo firma es muy posiblemente el economista más influyente del siglo XX. Keynes dio un plazo de cien años para que se cumpliese su pronóstico; hoy, a menos de quince de la fecha límite, una parte importante de sus predicciones son ya una realidad. En el mundo, a pesar de que no se ha alcanzado la moderación en el crecimiento demográfico que Keynes esperaba, se produce actualmente suficiente comida y ropa como para alimentar y vestir a toda la población. Llevar agua potable a todas las personas del planeta supondría un esfuerzo económico perfectamente asumible con la tecnología actual.1 Una mínima cobertura energética e incluso sanitaria también tienen cabida sobre el papel, sin que ello suponga una gran revolución de las bases del capitalismo de consumo. Podríamos decir que los mejores augurios de Keynes en lo referente a la productividad, y a la disminución de la cantidad de trabajo necesaria para alcanzarla, se han cumplido. Ya vivimos en ese mundo tecnológico que puede satisfacer las necesidades de todos con un esfuerzo moderado. Keynes no tuvo en cuenta los problemas ecológicos que acarrearía la sobreexplotación de los recursos naturales, pero eso no es lo único en lo que se equivocó. Por algún motivo, a pesar de esta abundancia sin precedentes, mucha gente sigue muriendo de hambre y trabajando más de sesenta horas a la semana. Algo ha salido mal.
Empecé a escribir este libro movido por una preocupación moral básica y tangible: me angustia la situación de miseria material y precariedad laboral de la mayoría. En cambio, el texto que viene a continuación es fundamentalmente teórico. Considero que si se ha logrado producir esta cantidad de riqueza nunca antes vista pero no se ha conseguido compartirla, la crisis económica y social de Occidente ha de ser consecuencia de otra crisis, más profunda, de orden ético. Una crisis gestada en una ideología que sustentamos entre todos, desde las élites hasta los parias, y de la que todos, en diferente medida, somos responsables.

1. Un informe de la Organización Mundial de la Salud del año 2012 evaluó que una inversión de 29.000 millones de dólares al año durante cinco años sería suficiente para suministrar agua potable en condiciones de higiene adecuadas a los 2.500 millones de personas que aún no tienen acceso a este recurso. Una cantidad de dinero significativamente inferior a los más de 77.000 millones de dólares que los estadounidenses se gastaron en refrescos en 2014, según la revista Beverage Digest.

El Dios ausente

El dinero y el tabaco

Y el tiempo vivo es indigerible para los hombres grises. Por eso encienden los cigarros y se los fuman. Porque sólo en el humo está totalmente muerto el tiempo.
Momo, Michael Ende
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Esqueleto fumando, Vincent van Gogh
Decía Oscar Wilde que fumar es el tipo de placer perfecto, por ser algo delicioso que deja siempre insatisfecho. Además, fumar mata, es parte de su encanto, su naturaleza venenosa aumenta ese gozar basado en la insatisfacción. Durante décadas, los efectos nocivos para la salud del tabaco fueron supuestamente desconocidos y los fumadores practicaban su vicio de forma pretendidamente inocente. Resulta difícil creer que nadie tuviese conciencia del daño que puede causarnos la inhalación del humo producido por la combustión de hierbas sazonadas con productos químicos. En realidad, a un nivel inconsciente, siempre se ha sabido que el tabaco mata, es algo que está inevitablemente presente en el placer que produce cada calada. Fumar, como todo vicio, es una forma de enfrentarse a la muerte, bordeándola.
Si bien la capacidad del lenguaje humano para simbolizar la realidad es siempre limitada, hay determinados elementos que se resisten particularmente a esa simbolización. Uno de los ejemplos más significativos de esta rebeldía de lo real ante las palabras lo encontramos en la muerte. Ludwig Wittgenstein escribió en su Tractatus que existen determinados verbos que no pueden ser considerados como tales porque no expresan acciones. Son unidades semánticas que no simbolizan hechos que se extienden en el tiempo, sino cambios de estado instantáneos, puntuales. Morir es uno de estos «no verbos». A pesar del inmenso peso que tiene en nuestra existencia, la muerte no es ni siquiera un suceso, es apenas un recordatorio de que un cuerpo ha sufrido un cambio de estado irreversible.
Cuanto más difícil de simbolizar es algo, más necesitamos de una metáfora para poder gestionarlo. Es precisamente al comprender lo lejos que las palabras convencionales están de expresar lo que queremos, cuando probamos a colocar otra palabra o imagen en lugar de la habitual, como aceptando la misteriosa distancia que existe entre significante y significado, ad­mitiéndola, jugando con ella, disfrutándola. El mero mecanismo de la metáfora lleva implícita la lucidez de aceptar que ninguna unidad simbólica, ni siquiera una imagen, es capaz de nombrar con auténtica precisión la realidad. Cada metáfora es la aceptación de la insuficiencia del lenguaje humano, de nuestro pensamiento, y es precisamente su imprecisión, su ambigüedad, lo que convierte a la metáfora en una unidad de sentido mucho más cercana a lo real que el lenguaje convencional.
Pero la lección que esconde la metáfora es áspera, trágica. Es la lúcida aceptación de una impotencia, más aún cuando se trata de simbolizar algo tan capital en nuestras vidas y tan inaprensible como la muerte. Por eso tendemos a obviar la relación con la muerte, con la angustia existencial, de ciertas metáforas. Esto ocurre con los vicios, que son metáforas incompletas, tramposas. En el vicio el encuentro con la muerte se disfraza de frivolidad. Por eso todo vicio tiende a la repetición, porque la falta de honestidad del juego que con él establecemos nunca nos deja satisfechos. Uno de los vicios más sencillos, universales y habituales, suspirar, resulta un ejemplo perfecto. Un suspiro no es sino una teatralización de la última exhalación que precede a ese cambio de estado que es el morir. Cada vez que suspiramos es porque el desasosiego nos hace en parte preguntarnos por el reposo eterno y en parte anhelarlo. ¿Y qué es fumar sino una excusa para suspirar?
Los mensajes en los paquetes de tabaco recordándonos la capacidad letal de éste intentan quebrar el misterio del vicio/metáfora. La evolución que han seguido es significativa; empezaron intentando romper el hechizo desde la palabra, casi con la autoridad de un mandamiento: «Fumar mata». Pero esa verbalidad agresiva fue insuficiente y se tuvieron que añadir imágenes obscenas, imágenes de tumores y de espermatozoides moribundos, imágenes del interior de nuestra carcasa corpórea, de ese mundo anatómico visceral que debe permanecer oculto para que podamos mantener la inocencia sobre nuestra naturaleza. Casi todas las religiones prohíben o restringen la disección de los cuerpos humanos y pocos actos de la historia hicieron tanto por cambiar la concepción tradicional del sujeto como los dibujos anatómicos de Leonardo, hechos a partir de la experimentación con cadáveres.2 Al abrir los cuerpos y mostrar su interior, Leonardo abre la caja de pandora que guardaba la esperanza de que, al contrario que los animales, nosotros fuésemos almas antes que cuerpos. La anatomía es la disciplina crucial que marca el nacimiento del mundo moderno, tanto en el arte como en la ciencia, con la consiguiente influencia en la filosofía. Desde el Cristo cadáver completamente inerte de Mantegna, la anatomía nos recuerda la terrible levedad de ese cambio de estado que es la muerte. La ilusión de ser algo más que cuerpos es otro vicio, otra forma de suspirar. Ésa es la fatalidad que las imágenes de los paquetes de tabaco intentan recordarnos. Por supuesto que estas imágenes morbosas no son en absoluto honestas e intentan suplantar un vicio, el de fumar, por otro vicio, el de la culpa.
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Publicidad de 1946. «Los médicos fuman Camels más que ningún otro cigarrillo». Tres doctores en un teatro anatómico observan una lección de anatomía que queda fuera de plano.
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La lección de anatomía del doctor Joan Deyman, Rembrandt van Rijn, 1656
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Publicidad antitabaco
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Dibujo anatómico de Leonardo
En noviembre de 1945, el militar del ejército británico y economista R.A. Bradford escribió, basándose en su propia experiencia, un artículo sobre el comercio entre los reclusos de los campos de prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Bradford explica cómo los presos, cuya única riqueza eran los bienes básicos que recibían en los paquetes de la Cruz Roja, generaron espontáneamente un sistema mercantil relativamente complejo. Esta economía surgió de forma similar en casi todos los campos de prisioneros de ambos bandos, compartiendo un rasgo común: la utilización del cigarrillo como moneda de cambio. Aquellos reclusos que tenían acceso a otros módulos, aprovechaban las diferentes cotizaciones para enriquecerse importando y exportando mercancías, siempre pagadas en cigarrillos. Algunos prisioneros llegaban a amasar pequeñas fortunas de tabaco en un sistema donde los no fumadores eran privilegiados ahorradores y donde los oficiales se veían obligados a prohibir el derecho a comerciar a los fumadores empedernidos, dispuestos a cambiar sus raciones de comida por tabaco hasta el punto de sufrir de malnutrición.
Los cigarrillos son el dinero-mercancía más común en los reductos de las sociedades capitalistas donde el uso del dinero convencional está prohibido, como las cárceles o los citados campos. En situaciones de hiperinflación, como en la República de Weimar, o de anulación de la divisa en curso, como en la Rumanía inmediatamente posterior a la caída del comunismo, también fueron los cigarrillos el primer sustituto de la moneda oficial. El dinero es el principal elemento simbólico cohesivo de las sociedades capitalistas, es nuestra gran metáfora pactada, como los símbolos religiosos lo son en las sociedades tradicionales. No es coincidencia que a falta de billetes se recurra al tabaco, no puede serlo. No todo elemento tiene el potencial simbólico para adquirir ese protagonismo. Se utiliza el tabaco porque es algo que se asemeja al dinero. Nuestra relación con él es igualmente compulsiva, inconscientemente viciosa. En la actualidad, se maneja una cantidad de dinero en el mundo suficiente como para comprar la totalidad de bienes y servicios existentes decenas de veces. El dinero hace tiempo que no es un símbolo de la riqueza real de las naciones, sino una unidad fantasmal, etérea, susceptible de evaporarse con el humo, como un cigarrillo. Como ocurre con el tabaco, el goce que nos produce nuestra relación con el dinero está imbuido de una pulsión que no puede ser aliviada. El disfrute del tabaco requiere que su insalubridad esté presente, pero de forma velada, inconsciente. De forma análoga, nuestra relación con el dinero implica participar de toda la injusticia que se esconde tras cada transacción, sin que ese horror sea enunciado. Es el fetichismo de la mercancía del que hablaba Marx: compramos los objetos como si éstos nunca hubiesen sido creados, como si la mano de obra que cose los vestidos o que ensambla los aparatos electrónicos nunca hubiese estado ahí. Fumar es una metáfora de la muerte como consumir es un eufemismo de la explotación.
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«Arbeit macht frei»: ‘El trabajo os hará libres’. En las puertas del campo de exterminio de Auschwitz.
Imaginemos que al poder occidental le interesase poner freno a la ética del trabajo y el consumo en la que se basa nuestra mentalidad capitalista. Probablemente combatiría estos vicios con la que, desde hace decenas de siglos, es su herramienta predilecta: la culpa. Como en los paquetes de tabaco, encontraríamos en los billetes y en las pantallas de los cajeros mensajes como «el capitalismo mata» y carteles sobre las puertas de los edificios corpora...

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