La hora de la verdad
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La hora de la verdad

La batalla del 5 de mayo

  1. 152 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La hora de la verdad

La batalla del 5 de mayo

Descripción del libro

El 5 de mayo de 1862, en el cerro de Loreto y Guadalupe, Puebla, se libró una de las batallas más encarnizadas en la historia de México, tanto por lo reñida como por lo implacable… Se escribió una historia distinta en México: se cimentó la nación, se habitó la dignidad, se hizo gala de férrea y entera voluntad, se venció al ejército más poderoso del orbe y se forjaron héroes. Ese 5 de mayo, para México, fue la hora de la verdad.

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Información

Editorial
Lectorum
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9781943387267

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Los soldados del comandante Morand, que habían retrocedido, y los zuavos, se lanzan al segundo asalto, a la carrera, más de tres mil gargantas rugiendo, piernas rojas, marinos e infantería de marina.
Caen marinos franceses, los obuses y las balas zumban cerca de las orejas de Felipe, a quien el terreno la parece enorme, así como el movimiento de la columna francesa, una pinza, eso parece, una pinza con eje cerca de la Garita de Amozoc, desde donde un brazo la pinza se abre por la izquierda en embestida y por la derecha el otro brazo se abre hacia algún barrio en la orilla de Puebla. Felipe, justo a la mitad de la línea de campesinos y soldados del 6° de Puebla cargados del lado del Fuerte de Guadalupe, uniformados de manta blanca con gorras azules, oye los chispazos de los fusiles de chimenea. El tronar de los disparos a sus costados le embota el oído. Nada siente al verlos caer ni piensa en que mata; Felipe, quien desde hace rato no se pregunta cuándo le tocará un tiro. Los franceses suben la pendiente, disparan, otros se dirigen al asalto del parapeto del Fuerte en varias secciones; esto sí es lo nunca visto, si no tuvieras ganas de matar franchutes, te dabas vuelta y vomitabas el trozo de pan duro que masticaste en la madrugada; de esta cita no te escapas, Toña, bienvenidos a primera fila con la muerte, donde los tiros te silban en las orejas y la polvareda te escuece los ojos.
Como le falta el sombrero, el agua le molesta en los ojos; su fusil falla al quinto tiro, cuando casi todos truenan a su alrededor: desenfunda el machete y al oír la orden, se lanza adelante con el 6° de Puebla, siguiendo al sargento bajo el aguacero.
La gritería de los zuavos es pasmosa. Aúllan feroces, corren en un bloque que se lanza sobre el Fuerte de Guadalupe en alud viviente y contra su iglesia al pie, la Capilla de la Resurrección, la cual tiene una fortificación levantada endeblemente, donde está un Batallón del general Lamadrid.
En el aire se agita una malla de fusilería y tiros de cañón. La batalla se desarrolla en varios kilómetros, pero el enfrentamiento principal es en el Fuerte de Guadalupe, más sangriento por ocurrir en un terreno relativamente corto.
El empuje es tan feroz, que zuavos, bajo el aguacero, llegan a la zanja y el resto trepa unos en hombros de otros para escalar el parapeto de apenas siete metros de altura, desafiando el fuego. Con esa fiereza han aplastado a medio mundo. Otros entran al foso en tromba, lo atraviesan, sacan las escalas que describen curvas para apoyarlas en la pared de roca. Suben, disparan, se agarran de las troneras, un zuavo introduce el revólver en una cañonera y agota la carga dentro. Son repelidos a golpes de picas y por las aspilleras desde la misma orilla del terraplén, cayendo al foso. Las descargas de fusil truenan en todas direcciones y hacen boquetes en la roca. La iglesia de Guadalupe recibe golpes de proyectil y parte de su bóveda se viene abajo. Es una granizada de municiones. El empuje es tan poderoso, que los franceses avanzan por el terraplén que conduce a la puerta del Fuerte y acercan las cargas de pólvora para volar la entrada.
Un zuavo del 2° Regimiento, el capitán Gautelet, sube en los hombros de sus soldados, los cuales forman una escalera con sus cuerpos, mientras el clarín Roblet no cesa de convocar al ataque con toques de trompeta.
La posición mexicana se tambalea. Si los zuavos revientan la puerta del Fuerte, si se desbordan en él, partirán en dos la línea mexicana. Loreto quedará desactivado y podrán atacar en dirección a Xonaca. En esta pinza izquierda del asalto francés, el abanderado zuavo planta la bandera de Francia en lo alto del Fuerte de Guadalupe.
El pabellón de Francia, azul, blanco, rojo, ondea en el Fuerte.
Lorencez alcanza a ver el momento y su Estado Mayor lanza vítores.
Un disparo derriba al abanderado francés, quien cae al foso con su enseña. La recoge un alférez. Nuevo tiro, quien sabe de dónde, de uno entre decenas que tiraba desesperadamente desde abajo, le da, y el zuavo se desploma.
Otro zuavo, un veterano, respetado por sus hombres y mul-ticondecorado, alza la bandera del Imperio. Sube por la escala humana y grita a los mexicanos, blandiendo la enseña:
—¡Vengan por ella!
Balazo al zuavo, también derribado al foso, con su bandera. Ya fuimos.
En una trinchera de la derecha, un grupo de soldados mexicanos bisoños, que no cuenta con tres meses de entrenamiento, ante el ímpetu del ataque francés, abandona y corre, refugiándose en la Capilla de la Resurrección. Otros titubean también; sus oficiales los contienen a gritos y amagues de pistola o espada en medio de la barahúnda de explosiones, en tanto en otras posiciones se combate cuerpo a cuerpo.
En la trinchera casi abandonada por los novatos, pero apoyados por otras compañías de Infantería, permanecen artilleros vera-cruzanos, disparando sus cañones que truenan bajo el diluvio.
La presión francesa es terrible y continúa. El general Zaragoza está cerca de ahí y da la orden: no se espere la aproximación, contraataque a la bayoneta.
El granizo martilla.
Es un momento de tensión.
El general Berriozábal toma la bandera y se levanta contra el cielo encapotado de nubes largas, arremolinadas. Si alguien quiere posar, que vaya al teatro. Aquí no, porque aquí las balas que matan y los proyectiles que despedazan se entrecruzan en medio de todos, y con eso no se puede negociar. Es de esos momentos cuando, de tanto estar mal, de tanto que han salido mal las cosas, lo único que conservas es el corazón.
El oficial afianza del mástil la bandera tricolor con el águila aleteando contra el cielo ancho, arremolinado de gris, y sobre su cabeza las balas silban, vuelan pedazos de roca, astillas, lodo, metralla, sangre, gritos, y el oficial bajo la tormenta, como si la muerte aullando sobre todos le importara nada, como si de él se hubiera apoderado el hálito de un Guerrero Águila o Jaguar, de un creador de códices, aquel hombre se planta en la zanja, y en él hay un aura invisible, pero palpable, un hálito de dioses, de mensajeros y, entonces México, no la lejanía, sino la sangre; no las ruinas, sino la aurora, mira a sus soldados, milicianos xochiapulcas, de la Sierra Norte de Puebla, los indios mexicanos, los soldados del Ejército de Oriente, y el jefe, con la otra mano, desenvaina la espada que sale de su funda con un chirrido de metal afilado: con ella apunta a los franceses, de pie, a sesenta y ocho metros, y llama, a voz en cuello, portando la bandera que ondea en el vendaval del viento y de las balas:
—¡Vamos, muchachos! ¡Por nosotros!
“La bandera de Francia se ha plantado en suelo mexicano y no retrocederá... —reza un comunicado francés— ¡que los insensatos se atrevan a combatirla!”
Los zuavos ven salir de la zanja a una masa como un solo hombre: cascadas de sombreros de paja, ropa rasgada de manta, huaraches y, en las manos, esos enormes cuchillos del tamaño de un antebrazo que llaman machetes.
Los xochiapulcas salen a la carrera. Las tropas del general Negrete, éste mismo, con Berriozábal y Caamaño que también carga una bandera, van al contraataque. La lluvia es una cascada de flechas. No hay impactantes gritos guerreros antes de la acción: estos hombres salen con la idea clara de matar. No se pierde el tiempo hablando ni vociferando. Su silencio es inquietante.
Los mexicanos chocan estrepitosamente contra los fieros zuavos, en un combate cuerpo a cuerpo, feroz, como los argelinos no han vivido jamás. Los zuavos, vencedores de ejércitos superiores, de ejércitos profesionales, responden con la fiereza que los hace temibles, pero ante la marejada del contraataque se ven abrumados, aplastados... Si en algún momento volvieron los antiguos señores mayas o mexicas, los guerreros de las gestas no olvidadas, es éste; si en algún instante regresaron para enfrentar al invasor que traía dolor y tiranía, es éste. La carnicería que los xochiapulcas y los de Tetela de Ocampo hacen con los zuavos a esgrima de machete es pavorosa.
Hoces, picas, tridentes, instrumentos de labranza caen y se levantan salpicados de sangre. De los zuavos caídos con enormes heridas abiertas, aplastados, inmóviles, los mexicanos arrancan a puñados las medallas que bañan las casacas azules de los zuavos, destrozando las chaquetas, y se las guardan en los bolsillos. Nunca en su historia los temibles guerreros argelinos han sido aplastados como hoy.
Tercer ataque, 15:00 p. m.
El conde de Lorencez, furioso, incrédulo, indignado, exasperado por el fracaso de los asaltos, manda todo: Fusileros de Marina, Cazadores de Vincennes, Caballería de África, todo el Regimiento de Zuavos.
Allá van, a la masacre en el cerro, seguidos por una segunda columna de ataque formada con los restos de tropas de los dos asaltos precedentes. Solamente reserva con él al 99 de Infantería de Línea.
Son tres brazos de asalto: Guadalupe, Xonaca, otro hacia la ciudad, y “¿cómo es posible?, nosotros, los predilectos de Napoleón III, rechazados, imposible, si hemos tomado Sebastopol a sangre y ostias, quiero ese ridículo cerro fuera de las manos de la indiada y lo quiero ahora, mon Dieu”.
Como olvidado, Mauricio observa. No ha podido salir a los asaltos. Sin duda no lo ven como aliado ni como igual. Han avisado de su presencia a Lorencez, ocupado en cuestiones importantes. El general Almonte estrecha la mano de Mauricio y lo deja ahí. Le parece que Almonte tiene ojos de loco.
Un coronel de Vincennes, a caballo, observa a Mauricio de arriba a abajo y vuelve a mirar por sus binoculares a los cazadores en dirección al cerro, notando que a un costado de Guadalupe se desarrolla un contraataque encabezado por el general Berriozábal. Desde su posición, no ve la zona de Porfirio Díaz; todos se van a enterar en unos minutos del vuelco de la batalla.
—Usted es “el mexicano”... —murmura el francés, suavemente—. Perfecto... Demuestre a Su Majestad la capacidad de... “los mexicanos”.. Únase a los Cazadores de África.
Mauricio saluda al francés; éste no le devuelve el saludo y continúa observando el terreno.
Mauricio encaja el golpe. Piensa que debe soportar. Finalmente es México quien utiliza a los franceses y no al revés. Él debe combatir por su país.
Galopa hacia ellos. El coronel francés de los binoculares habrá informado al comandante de los Cazadores sobre la presencia de Mauricio. Éste se une a la columna. Algunos voltean a verlo, con curiosidad, sin detenerse.
Mauricio mira al cielo. Las nubes están negras; el agua cae fuerte, pero sin duda va a granizar. La lluvia esperada en casa de Eloísa por fin arriba.
Toca la medalla en su cuello, obsequiada por su madre. ¿La volverá a ver?
Piensa en el salón de té. ¿Estarán en él las señoras? Tan cerca y tan lejos.
Los momentos de su vida, los significativos, emergen. El tío abuelo.
En unos minutos se borrarán de su mente, pues va a la batalla.
Son las tres de la tarde en punto, lo ve en su reloj de cadena, obsequiado por su padre. Lo recuerda contándole cómo conoció a su esposa, al verla salir de la iglesia, llevando velo.
Piensa en Eloísa. Hace menos de dos días se arrodilló ante ella y llenó su palma de besos. Con seguridad, ella se percató, entonces, que él tenía un plan para este día.
Mauricio toma la carta para Eloísa, la rompe y suelta los trozos al viento.
La lluvia lee y borra los trozos de una pasión perdida, los colores mudos de una bandera equívoca, aunque honestamente defendida hasta ese momento que puede ser el final de todo:
Una vez me pediste que te olvidara... de tus deseos, era el único que siempre fui incapaz de cumplir. Por eso, amada mía de cabellos rizados como las olas, pídeme que navegue en tu nombre al Fin del Mundo, pídeme que incendie los océanos, pídeme todo, pídeme el cielo... ¡pero no me pidas que te olvide!
Loreto, 15:10 p. m.
La luz quebrada en el cielo restalla, imitando el tronar de los cañones; el agua escurre por las caras, los artilleros sirven los cañones bajo los rayos.
Como la posición del conde de Lorencez está marcada por el pabellón de comandante en jefe, los artilleros en Loreto le disparan de continuo.
Un obús hace volar de su caballo al joven oficial de órdenes Raoul, situado a m...

Índice

  1. 4 de mayo, Puebla
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  3. Médicos y soldados