Tanta sangre vista
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Tanta sangre vista

Rafael Baena

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  1. 220 páginas
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Tanta sangre vista

Rafael Baena

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Información del libro

Dos generaciones marcadas por las cicatrices de la guerra. Una lucha ya sin rumbo, ni sentido, cargada del ambiente hostil que causa la rutina del conflicto. La Guerra de los Mil Días marcó un momento en la historia colombiana, cargado de avaricia, ansias de poder, violencia y terror, que aún retumban en las páginas de esta novela.

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Información

Año
2015
ISBN
9789585917224
1
Apenas el viento barrió con la neblina tensé las bridas de Marengo, clavé los talones en sus ijares y escuché tras de mí el alarido rabioso de cien gargantas tragándose a bocanadas la humedad de la mañana mientras nos lanzábamos colina abajo. Nuestra carga golpeó el flanco de los godos con la fuerza de la sorpresa y semanas de paciente espera llegaron a su fin con una andanada de disparos a quemarropa, golpes de sable y crujir de madera astillada y huesos rotos.
Se trataba de detener a la caravana de los gubernamentales, ese largo tren de acero y madera erizado de bayonetas que bajaba por el camino de la cordillera para lanzarse sobre las sabanas sin que nada ni nadie, salvo nosotros, se lo impidiera. Ni siquiera el clima, porque ese año el verano había sido tan largo que el antiguo territorio rebelde estaba tan liso como una mesa y los ríos, más que obstáculos, eran caminos de arena sobre los que rodarían con facilidad los carromatos del general Lázaro Hidalgo, prohombre de la patria, protomacho de la nación, adalid de la cristiandad y todos los calificativos que la prensa oficial había creado en medio de la competencia por ver quién lograba el adjetivo que mejor describiera la condición mesiánica del señor presidente, el hombre que pretendía modificar los mapas para ponerlos a su servicio y al de sus amigos.
Por eso era vital detenerlo allá arriba, en los caminos de la montaña, con la intención de ganar algo de tiempo y permitirle al ejército rebelde organizar una retirada, una de esas que los generales llaman repliegue táctico para salvar su dignidad y su orgullo, cosas que cuidan con más esmero que la propia vida de sus hombres, aunque de boca para afuera le digan a la tropa que se trata del honor militar, no vaya a ser que sus verdaderas motivaciones salgan a flote.
Eran pocos los jinetes bajo mi mando. Mi gente, me gustaba llamarlos con orgullo paternal, pues tras varios años de cabalgar juntos los conocía como si todos, incluso aquellos que me superaban en edad y en experiencia, fueran mis hijos. Muchos habían matado por primera vez para acatar mis órdenes, y a unos cuantos se les había derrumbado el alma en vivaques donde la desesperanza y las lágrimas eran la ración principal; campamentos en los que la cantidad de dolor, sangre seca y vendajes disparaban las deserciones. Pero los que quedaban conmigo eran mi gente, mis pupilos que se lanzaban tras las ancas de mi alazán de batalla con los sables en alto, los revólveres escupiendo muerte, las piernas aferradas a los flancos de sus monturas y las riendas en la boca, en un intento desesperado por golpear a los invasores.
Sacudida, la retaguardia goda derrapó de mala manera y sus carros rodaron cuesta abajo en medio del estruendo. Desde la profundidad del abismo nos llegaron los gritos de agonía de algunos soldados asidos con desesperación a los arbustos que crecían entre las rocas. Esa sección de la columna enemiga estaba integrada en su mayoría por jóvenes reclutados a la fuerza, armados con viejos fusiles o simples garrotes con los cuales recibían instrucción durante la marcha, de modo que nuestro ataque no tenía nada de meritorio sino que, todo lo contrario, la que creíamos una gallarda carga de caballería se convirtió en una masacre a mansalva, una acción cobarde que no se diferenciaba de los métodos de hacer la guerra que tanto nos repugnaban del ejército oficial y que nos habían hecho abrazar la causa de la rebelión.
La vergüenza de saberme responsable de la muerte de niños mal armados me hizo buscar con la mirada a Peregrino, el joven corneta del regimiento, para ordenarle tocar a retirada. Cabalgué a través del caos esquivando cadáveres de hombres, caballos y bueyes, y le encontré sentado sobre los restos de un barril con su clarín empuñado en una mano, las riendas de su montura en la otra y atacado por un temblor incontrolable. Él había estado antes en combate, pero era la primera ocasión en que mataba muchachos de su misma edad y, como si eso le hiciera tomar conciencia de su propia juventud, parecía incapaz de sobreponerse a la experiencia. Cuando golpeé el ala de su sombrero con el canto de mi sable y le ordené llamar a retirada sus piernas saltaron como resortes y empezó a tocar con la misma desesperación que yo sentía ante la necesidad de sacar a mis lanceros de allí, pues ya empezábamos a encajar los disparos de las tropas que iban en la parte media de la caravana y desandaban el camino con la intención de coparnos. Le señalé la ruta de escape cuesta arriba, por el mismo sector del bosque por donde minutos antes habíamos cargado. El sonido del clarín fue perdiéndose entre la niebla y en el acto de seguirle nos reagrupamos llevando de cabestro un botín representado en caballos y algunas mulas cargadas con harina, sal y munición para fusil.
Nos perdimos de nuevo entre la niebla, como si nuestro destino no pudiera ser diferente a vagar por los filos de la cordillera esquivando al enemigo, pero al mismo tiempo teniéndolo a tiro de fusil. Los gubernamentales eran tantos y contaban con tal cantidad de recursos, que no teníamos la más mínima posibilidad de detenerlos antes de que bajaran a apoderarse de la llanura. Es más, podía apostar que algunos de sus oficiales aconsejaban al presidente Hidalgo que se expusiera a nuestros ataques, porque tras cada escaramuza nosotros quedábamos aún más menguados. Yo conocía bien a algunos de ellos, pues había peleado a su lado, en el mismo bando, en los tiempos en que las cosas estaban claras, cuando lo blanco era blanco y lo negro negro, sin los matices que los políticos, los comerciantes y los leguleyos fueron introduciéndoles a unos ideales que ya no lo eran. Los miembros del ejército regular y nosotros peleábamos ahora por cosas muy fáciles de explicar y de entender: tierras de cultivo y potreros para el ganado. Solo que ellos estaban más cerca de conseguirlos que los rebeldes, desgastados por años de lucha que habían cobrado lo mejor de sus líderes, incluido el general Edmundo Santiago, el primer hombre que había hablado de reforma agraria, antes de caer asesinado durante unas conversaciones que pretendían lograr un armisticio duradero y justo para ambas partes.
Y aún más lejos de tierras y ganados propios estaban los hombres de nuestro regimiento, condenados a pelear lejos de su tierra una guerra interminable y costosa, con los pies yertos dentro de las botas y unas ganas de echarse monte abajo, hacia los llanos donde esperaban algún día acostumbrarse a vivir en paz y criar hijos a los que el destino no les torciera el rumbo, hijos libres de escoger su camino, hijos que no debieran obedecer órdenes militares ni despertar con el redoble del tambor y los gritos urgentes de los sargentos.
De momento nos retirábamos aún más arriba, hacia las tierras frías del páramo, donde las hojas de los frailejones eran la única cama posible. Por el camino mal enterramos nuestros muertos porque los piquetes de persecución del enemigo no cesaban de dispararnos, ignorantes de que en cualquier momento podíamos girar grupas y darles otra vez candela. Era evidente que lo suyo no era valentía ni ardor combativo sino estupidez, porque eran blancos tan fáciles de abatir que el sargento Medina, sin desmontar y con la Sharp apenas sostenida con su brazo derecho, consiguió tumbar el caballo de uno de los perseguidores. Aun así, los godos persistían en su afán de rompernos el alma porque nosotros éramos el único y último obstáculo en su bien planeado avance sobre las sabanas, donde esperaban poner punto final al conflicto y repartirse el botín de nuestras tierras.
Al llegar a una cima desde donde divisábamos la tumba de los lanceros caídos, vimos cómo la avanzadilla del enemigo retiraba las pocas paletadas de tierra con las que habíamos cubierto los cuerpos. Mientras unos los desenterraban, otros apilaban leña en medio del camino con la intención de quemarlos ante nuestra vista para provocarnos y obligarnos a entablar combate. No les faltaba razón, porque la reacción inmediata de buena parte de mis jinetes fue galopar colina abajo en una carga ciega.
¡Quietos! ¡Al que se mueva lo quemo!, grité a sabiendas de que sería incapaz de cumplir con la amenaza. Por fortuna Medina se puso de mi parte, porque hubiéramos caído en la trampa si él no detiene con un cantazo de sable a Gutiérrez, el más alborotador de todos, uno de esos tipos a quienes bastaba echarles una ojeada para hacer que uno se preguntara qué demonios iban a hacer con sus vidas cuando se firmara la paz y a todos nos tocara ir a echarles maíz a las gallinas y a criar potros cerreros.
2
El abuelo habla, camina por la carrilera y patea con desgano las piedras alojadas entre los durmientes, como si estuviera pasando las cuentas de un rosario mientras mantiene asido a su nieto, no con la callosa mano sino con palabras que parecen encantar los oídos del niño, concentrado en hacer equilibrio sobre los rieles al tiempo que escucha las historias. El monólogo matutino del abuelo es ya una rutina establecida entre ambos amigos, porque eso son, amigos más que abuelo y nieto. Y cómplices también, pues los dos procuran escapar del matriarcado impuesto en casa por la abuela Camila, quien no soporta que algo escape a su control de reina madre inquisidora. Ricardo intuye que Enrique es un espíritu libre para el cual un régimen semejante es poco menos que asfixiante, y por eso le gusta ser uno de los dos conjurados que cada mañana, nada más levantarse de la mesa del desayuno, emprenden el camino hacia la estación del tren para, desde allí, tomar hacia el norte o hacia el sur, dependiendo de si la moneda de la suerte que el abuelo le regaló para su octavo cumpleaños cae sobre la cara, en cuyo caso toman hacia los pantanos del norte, o sobre el sello, que los enrumba hacia los pastizales donde corretean y cocean los potrillos destetados.
¡Enrique habla y habla, en parte por el gusto de hacerlo, en parte como forma de exorcizar aquellos demonios del pasado que no le dejan volver a conciliar el sueño después de la meada de las tres de la madrugada. También porque es lo único que se le ocurre para acallar los remordimientos que le asaltan de tanto en tanto por impedir que Ricardo acuda a la escuela. Es una de las pocas batallas que le ha ganado al matriarcado de Camila, pero la luchó como si fuera la última de su vida. No quiero que le llenen la cabeza de cuentos de beatas, ni que le metan el miedo en el alma, había vociferado apoyado en el mango del bastón con el que acababa de trazar una raya imaginaria sobre el piso de la sala. De nada habían servido los argumentos con que su mujer intentó convencerle de que no era tan grave, que después de todo era un colegio estatal, laico y nada confesional, aunque no faltara la clase de religión dictada por el padre Elpidio. No importa, de sotanas, cero. Y no hubo poder humano ni femenino que le hiciera cambiar de opinión. Pero en el fondo le atormenta pensar en el futuro de un Ricardo sin nociones de ciencias exactas, porque de la historia, de la geografía y de los buenos escritores se encargarán él y su hija Merceditas, la menor de la prole, que ve por los ojos del sobrino y parece quererle más que Julia, la que lo trajo al mundo en medio de lamentos que, más que de dolor, parecían de protesta e inconformidad ante la pérdida de la belleza de su cuerpo. Por eso el abuelo no cesa en su monólogo, impulsado por el secreto temor de no alcanzar a educar debidamente al nieto antes de que le llegue el turno de irse para el barrio de los acostados, como llaman al cementerio los lugareños de esta tierra que les ha acogido con calor y desinterés, en el entendido de que se trata de una familia urgida de sumergir el pasado en el lago de la amnesia.
Sus charlas pedagógicas siempre empiezan con temas prácticos como las capitales de Europa, o el legendario camino de la seda, o el sistema de gobierno de Siam, o la guerra de los treinta años o cualquiera de las guerras que de manera inevitable hacen derivar su memoria hacia rutas más conocidas y familiares, para beneplácito del muchacho, quien percibe el pasado bélico de su abuelo mucho más atractivo y por tanto más educativo que las lecciones sobre aquellos temas que, después de todo, siempre estarán en la biblioteca del tío Ezequiel.
Ricardo es huérfano de padre desde hace apenas dos años, pero la figura de Manuel Palacio se le ha desdibujado por completo. Dos años son muchos cuando aún se bordea el uso de razón, piensa el abuelo, quien nunca sintió aprecio hacia su desaparecido yerno, un discreto tenedor de libros con un talento para la pintura tan grande como esa timidez que jamás le permitió evadir su destino gris. A Manuel parecía importarle más ejercer su papel de oficinista urbano, de constructor de una sociedad empeñada en recuperar el tiempo perdido tras tantos años de guerras. A los ojos de Enrique tal actitud era poco menos que una claudicación, una pérdida de principios vergonzosa, digna de pusilánimes y no de hombres hechos y derechos como aquellos con quienes había compartido las duras y las maduras.
De cualquier modo, Manuel fue un buen padre para Ricardo, y es lamentable que no pueda acompañarle y educarle en esta etapa clave de su infancia, aunque bien miradas las cosas no hay mal que por bien no venga, concluye el abuelo al ver a su nieto correr tras un grupo de mariposas para atraparlas con el sombrero. Dado el temperamento apocado de Manuel, es bastante probable que se lo haya transmitido al niño durante los años en que tuvo a cargo su educación, si es que, mala pata, no lo hizo a través de la herencia. Por eso él se siente...

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