El arte de pedir
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El arte de pedir

Lo que he aprendido sobre dar, aceptar y no sufrir

  1. 364 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El arte de pedir

Lo que he aprendido sobre dar, aceptar y no sufrir

Descripción del libro

Estrella de rock, pionera del "crowdfunding", y conferenciante TED, Amanda Palmer lo sabe todo sobre el arte de pedir. Cuando se ganaba la vida como estatua viviente, disfrazada de novia y con la cara pintada de blanco, recibió dinero de cientos de viandantes. Cuando se convirtió en cantante, compositora y música, nunca tuvo miedo de pedir a su público que la sostuviera en volandas cuando se lanzaba sobre ellos desde el escenario o que le prestaran un sofá para pasar la noche. Y cuando dejó la discográfica para intentarlo por su cuenta, le pidió a los fans que le ayudaran a financiar su álbum, dando lugar a la campaña de "crowdfunding" más exitosa del mundo. Pero aunque Amanda es conocida y admirada por no tener miedo a pedir, lo cierto es que hay cosas, cosas importantes, que no es capaz de pedir: como músico, como amiga, y como esposa. Y no es la única: el mundo está lleno de personas con miedo a pedir, y este miedo paraliza sus vidas y sus relaciones. En este libro rompedor, Amanda explora las barreras que limitan su propia vida y la de las personas que le rodean, y descubre los aspectos emocionales, filosóficos y prácticos del arte de pedir. Parte manifiesto, parte revelación, esta es la historia de una artista luchando con las nuevas reglas de intercambio del siglo XXI, tanto dentro como fuera de internet, y una fuente de inspiración para redefinir nuestras ideas sobre el pedir, el dar, el arte y el amor.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788416354474
Edición
1
—¿ALGUIEN TIENE UN TAMPÓN? ME ACABA DE BAJAR LA REGLA.
Lo anuncio sin dirigirme a nadie en especial en el baño de chicas de un restaurante de San Francisco, en el vestuario mixto de un festival de música en Praga, o a los desprevenidos invitados de una fiesta en Sidney, Múnich o Cincinnati reunidos en la cocina del anfitrión.
En todo el mundo, siempre he visto y oído el rumor de las manos femeninas entre mochilas y bolsos hasta el momento triunfal en que una desconocida saca un tampón con una sonrisa amable. Nunca se intercambia dinero. La interpretación tácita universal es:
Hoy soy yo la que lo necesita; mañana serás tú.
Hay un círculo del tampón, constante y kármico. Y he descubierto que también existe con los pañuelos de papel, los cigarrillos y los bolígrafos.
Me he preguntado muchas veces: ¿hay mujeres que no lo piden por vergüenza? ¿Mujeres que prefieren enrollarse un fajo de papel higiénico en la ropa interior antes que atreverse a pedir un favor en una habitación llena de desconocidas? Debe de haberlas, pero no me cuento entre ellas. Qué va. No me da ningún miedo pedir lo que sea.
Yo soy una DESVERGONZADA.
O eso creo.
* * *
Tengo treinta y ocho años. Monté mi primer grupo, The Dresden Dolls, a los veinticinco y no publiqué mi primer disco en un sello importante hasta los veintiocho, lo que según la industria musical tradicional es una edad geriátrica para debutar.
Durante los últimos trece años aproximadamente, casi siempre he estado de gira, durmiendo apenas unas pocas noches en el mismo sitio, dedicada a tocar en público sin parar, en casi todas las situaciones imaginables. Salas de conciertos, bares, teatros, estadios, festivales, desde el CBGB de Nueva York a la ópera de Sidney. En el Symphony Hall de Boston he tocado veladas enteras con la mundialmente conocida orquesta de mi ciudad natal. He conocido a mis ídolos y en algún caso he ido de gira con ellos: Cyndi Lauper, Trent Reznor de Nine Inch Nails, David Bowie, “Weird Al” Yankovic y Peter de Peter, Paul and Mary. He escrito, tocado y cantado cientos de canciones en estudios de grabación de todo el mundo.
Me alegro de haber empezado tarde. Me ha dado tiempo de vivir una vida normal, y una larga serie de años en los que cada mes he tenido que ingeniármelas para pagar el alquiler. Pasé los últimos años de la adolescencia y la década de los veinte saltando entre docenas de trabajos, pero sobre todo hice de estatua humana, de actriz callejera plantada en medio de la acera vestida de novia y con la cara pintada de blanco. (Has visto una estatua humana alguna vez, ¿verdad? Seguramente te has preguntado quiénes somos en la vida real. Saludos. Somos de verdad).
Hacer de estatua era un trabajo que encarnaba la manifestación pura y física de pedir: me pasé cinco años inmóvil, encaramada a una caja de plástico de las que se usan para repartir la leche, con un sombrero a mis pies, esperando que los transeúntes soltaran un dólar a cambio de un instante de conexión humana.
A los veintipocos también exploré otras instructivas formas de empleo: serví cafés y helados por nueve dólares y medio la hora (más propinas); fui masajista sin licencia en mi habitación de la residencia de estudiantes de la universidad (no había “final feliz”, treinta y cinco dólares la hora); consultora de naming y branding para empresas de internet (dos mil dólares por lista de nombres disponibles); autora y directora de teatro (normalmente no remunerado: de hecho, muchas veces perdía dinero comprando objetos de atrezo); camarera en una cervecería alemana al aire libre (unos setenta y cinco marcos por noche, con las propinas); vendedora de ropa reciclada que compraba en tiendas de segunda mano y revendía a mis compañeros de la universidad (podía ganar cincuenta dólares en un día); ayudante en una tienda de marcos de cuadros (catorce dólares la hora); actriz en películas experimentales (remunerado en forma de alegría, vino y pizza); modelo de dibujo y pintura de desnudo para escuelas de arte (de doce a dieciocho dólares la hora); organizadora y anfitriona de exposiciones underground (daba lo suficiente para cubrir el alcohol y el local); guardarropa en fiestas ilegales fetichistas (cien dólares por fiesta) y, a través de ese trabajo, ayudante de costura para un fabricante de esposas de cuero a medida (veinte dólares por hora); striper (unos cincuenta dólares la hora, pero dependía mucho de la noche); y –por poco tiempo– ama sadomaso (trescientos cincuenta dólares por hora, pero obviamente había gastos de vestuario y accesorios inevitables).
Cada uno de estos trabajos me enseñó algo de la vulnerabilidad humana.
Sobre todo, aprendí mucho sobre pedir.
Casi cualquier encuentro humano importante se reduce al acto, y al arte, de pedir.
Pedir es por sí mismo el componente básico de toda relación. Continuamente y en general de forma indirecta, frecuentemente sin palabras, nos pedimos cosas unos a los otros –a nuestros jefes, nuestros cónyuges, nuestros amigos, nuestros empleados– con el objetivo de construir y mantener nuestras relaciones.
¿Me ayudarás?
¿Puedo confiar en ti?
¿Me la vas a jugar?
¿De verdad estás seguro de que puedo confiar en ti?
Y muy a menudo, en el fondo, estas preguntas tienen su origen en nuestro anhelo, básico y humano, de saber lo siguiente:
¿Me quieres?
***
En 2012 me invitaron a participar en las conferencias TED con una charla. Esto me abrumó: yo no soy conferenciante profesional. Después de haber conseguido librarme —a la vista de todo el mundo— de mi contrato de grabación con un gran sello algunos años atrás, había decidido que me dirigiría a mis fans para producir mi siguiente álbum a través de Kickstarter, una plataforma de micromecenazgo o “crowdfunding” que acababa de inaugurarse brindando a miles de creadores la posibilidad de financiar su trabajo con el apoyo directo de sus seguidores. Mis patrocinadores de Kickstarter se habían gastado en total 1,2 millones de dólares para reservar y pagar mi último álbum con todo el grupo, Theatre Is Evil, lo que lo convirtió en el mayor proyecto musical en la historia del micromecenazgo.
Para quien no lo sepa, el crowdfunding es una forma de recaudar dinero para proyectos (creativos, tecnológicos, personales o de otro tipo) pidiendo a personas (la crowd) que contribuyan a un único gran fondo de capital (el funding). Sitios como Kickstarter, Indiegogo y Go-FundMe han surgido por todo el mundo para facilitar la transacción entre los que piden ayuda y los que responden a esa petición, y para hacer que la transacción sea lo más práctica posible.
Con todo, como cualquier herramienta de transacción, se ha vuelto complicada. Se ha convertido en un salvaje oeste virtual a medida que artistas y creadores de toda clase intentan navegar por esas nuevas y extrañas aguas en las que se intercambia dinero por arte. La misma existencia del crowdfunding nos ha planteado a todos una serie de preguntas subyacentes:
¿Cómo nos pedimos ayuda los unos a los otros?
¿Cuándo podemos pedirla?
¿Quién puede pedirla?
Mi Kickstarter tuvo un éxito espectacular: mis mecenas –casi veinticinco mil– seguían mi historia desde hacía años. Estuvieron encantados de poder ayudarme y de contribuir a mi independencia con respecto a un sello discográfico. No obstante, aparte de las llamadas ansiosas de periodistas que nunca habían oído hablar de mí (lo que no tiene nada de raro: Rolling Stone no me ha dedicado jamás ni una sola línea) y me preguntaban por qué me ayudaba toda esa gente, me sorprendieron algunas reacciones negativas. Al lanzar la campaña, me topé con un debate cultural más amplio y ya animado sobre si debía permitirse el crowdfunding; algunos críticos lo estaban descartando sin más como una forma burda de “mendicidad digital”.
Por lo que parece, pedir era de mal gusto. Y yo parecía la mayor culpable por muchas razones: porque ya me había promocionado un gran sello, porque tenía un marido famoso y porque era una maldita narcisista.
Las cosas fueron de mal en peor en los meses que siguieron a mi Kickstarter, cuando emprendí una gira mundial con el grupo y publiqué el llamamiento habitual que hacemos a los músicos de cada ciudad para que los que quieran se suban al escenario con nosotros y canten unas pocas canciones. Éramos una comunidad unida y llevaba años haciendo cosas así. La prensa me despellejó.
Mi éxito de crowdfunding, unido a la repercusión que tuvo, llevó a TED a invitarme a mí, una rockera indie relativamente desconocida, a hablar doce minutos en un escenario normalmente reservado a científicos, inventores y educadores de primera línea. Descubrir exactamente lo que quería decir y la forma en la que iba a decirlo fue —por decirlo suavemente— para cagarse de miedo.
Me planteé escribir una ópera-performance de doce minutos, con ukelele y piano, que iba a llevar a escena toda mi vida desde el vientre materno hasta Kickstarter. Afortunadamente, lo descarté y opté por contar de forma más directa mi experiencia como artista callejera, el éxito del crowdfunding, la airada reacción que suscitó, y la innegable relación que yo percibía entre ambas cosas.
Al escribir la charla TED, pensaba en una pequeña parte de mi círculo social: los amigos músicos que estaban incómodos y avergonzados. El micromecenazgo les entusiasmaba, pero también les inquietaba. Yo había ayudado a muchos amigos que emprendieron sus propias campañas de Kickstarter y había conversado con ellos sobre sus experiencias en bares de la ciudad, en fiestas y en los camerinos antes de los conciertos. Quería abordar un tema fundamental que me preocupaba: decirles a mis amigos artistas que no pasaba nada por pedir. No pasaba nada por pedir dinero, y no pasaba nada por pedir ayuda.
Muchos amigos habían recurrido al crowdfunding, con buenos resultados, para hacer posibles sus obras: álbumes, proyectos de película, instrumentos ultramodernos, barcazas fabricadas con desechos reciclados para fiestas temáticas; cosas que nunca habrían existido sin esta nueva forma de compartir e intercambiar energía. Sin embargo, a muchos se les hacía cuesta arriba. Lo había estado observando.
En todas las peticiones de micromecenazgo de la red hay un vídeo en el que el creador explica su misión y lanza el llamamiento. Sentía vergüenza ajena ante la procesión audiovisual en la que mis amigos miraban (o procuraban no mirar) a la cámara, tartamudeando: Bueno, eso, hay que pasar el trago. Hola a todos, ehm, vamos allá. Ay, madre. Sentimos tanto tener que pedir, nos da mucho corte, pero… por favor, ayudadnos a financiar nuestro álbum, porque…
Quería decirles a mis amigos que no solo era innecesario morirse de vergüenza y deshacerse en disculpas, sino que además era contraproducente.
Quería decirles que la verdad es que a mucha gente le encanta ayudar a los artistas. Que no es un asunto que vaya en una sola dirección. Que los artistas en activo y el público que los apoya son dos partes necesarias de un ecosistema complejo. Que la vergüenza contamina un clima en el que se pide y se da a partir de la confianza y la franqueza. Esperaba darles una especie de permiso universal y cósmico para que dejaran de disculparse en exceso, de preocuparse, de justificarse y, por el amor de dios… se limitaran a PEDIR.
* * *
Ensayé un mes largo, yendo y viniendo por el sótano de una casa de alquiler y leí el guion de mi charla TED ante muchos amigos y familiares, tratando de condensar en doce minutos todo lo que quería decir. Después tomé un avión a Long Beach (California), respiré hondo, di la charla y el público se puso en pie para aplaudirme. A los pocos minutos de bajar del escenario, se me acercó una mujer en el vestíbulo del centro de congresos y se presentó.
Yo todavía estaba en una nube. La charla me había ocupado muchísimo espacio mental, y por fin volvía a ser dueña de mi cerebro.
—Soy la asistente de los conferenciantes –empezó.
Me quedé helada. Se suponía que la charla tenía que durar exactamente doce minutos. Hice varias pausas, tuve que recuperar el hilo y pasé de largo los trece. Joder, pensé, TED me va a despedir. Bueno, en realidad no me podían despedir. Ya estaba hecho. Pero igualmente… Le estreché la mano.
—Hola, siento muchísimo haber sobrepasado el tiempo. Lo siento muchísimo. Me dejé llevar. ¿Estuvo bien, al menos? ¿Hice una buena TED? ¿Me despediréis?
—No, boba, no te despediremos. En absoluto. Tu charla…
Y no pudo seguir. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
Me quedé desconcertada. ¿Por qué parecía que la asistente de los conferenciantes se iba a poner a llorar delante de mí?
—Tu charla ha hecho que me diera cuenta de algo con lo que llevo años batallando. Yo también soy artista, escritora de teatro. Hay tanta gente dispuesta a ayudarme, y lo único que tengo que hacer es… pero no puedo… no soy capaz de…
—¿Pedirlo?
—Exacto, pedirlo. Así de sencillo. Tu charla ha despertado algo profundo en mí. ¿Por qué diablos nos resulta tan difícil pedir, sobre todo si los demás están tan dispuestos a dar? O sea que gracias. Muchas gracias. Tu charla ha sido un regalo.
Le di un abrazo.
Y eso fue solo el principio.
Dos días después, colgaron la charla en el canal TED de YouTube. En un solo día la vieron cien mil personas. Después un millón. Al cabo de un año, ocho millones. Lo que me asombró no fue el número de reproducciones, sino las historias que los acompañaron, en los comentarios de la web o por parte de gente que me paraba en la calle y hablaba conmigo un momento, no porque escuchara mi música, sino porque había visto la charla por internet y me reconocía.
Enfermeras, directores de periódico, ingenieros químicos, profesores de yoga y camioneros sintieron que la charla iba dirigida directamente a ellos. Arquitectos, coordinadores de organizaciones benéficas y fotógrafos freelance me confesaron que “lo de pedir siempre les había costado”. Muchos me agarraban, me abrazaban, me daban las gracias y lloraban.
Mi charla tuvo buena recepción mucho más allá del público al que se dirigía: los tímidos rockeros indie a los que les parecía imposible pedir cinco pavos en Kickstarter sin meter la cabeza en una bolsa de papel.
Tomé a todo el mundo de la mano y escuché sus historias. Los propietarios de pequeños negocios, los diseñadores de paneles solares, los bibliotecarios de las escuelas, los organizadores de bodas, los que se dedican a la cooperación internacional…
Una cosa estaba clara: estas personas no eran músicos asustados. Simplemente eran… un montón de gente.
Parecía que había puesto el dedo en la llaga. Pero, ¿exactamente QUÉ llaga?
No tuve una respuesta convincente hasta que me acordé de lo que ocurrió en la casa de Neil, la noche antes de nuestra boda.
* * *
Algunos años antes de que todo esto pasara, conocí a Neil Gaiman.
Para ser escritor, Neil es bastante famoso. Neil es bastante famoso, en general.
Durante años, Neil y yo nos habíamos perseguido por todo ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicación
  5. Índice
  6. Prólogo
  7. Capitulo 1
  8. Capitulo 2
  9. Capitulo 3
  10. Capitulo 4
  11. Capitulo 5
  12. Capitulo 6
  13. Capitulo 7
  14. Capitulo 8
  15. Capitulo 9
  16. Capitulo 10
  17. Epílogo
  18. Posfacio
  19. Nota de la autora
  20. Agradecimientos
  21. Notas al píe