
- 256 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
"Tumulto" es un libro de memorias y a la vez una mirada a los movimientos políticos y sociales que sacudieron el mundo en los años sesenta y setenta. Desde una perspectiva voluntariamente ambigua, Enzensberger combina con sutileza el relato de su experiencia en la Unión Soviética (a través de dos viajes casi iniciáticos) o de su estancia en Cuba durante los primeros años de la revolución castrista, con sus vivencias privadas. No son unas memorias donde el que escribe se desnuda y roza el exhibicionismo; al contrario, Enzensberger se funde con el paisaje, se asimila con la época y no renuncia a su condición de observador. Se construye a partir de lo que ocurrió y no sólo desde el recuerdo personal.
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Información
Recuerdos de un tumulto
(1967-1970)
Ninguno de los dos nos reconocemos en el otro. ¿Qué conversación va a ser ésta? ¿Es un truco heurístico? ¿Quieres que te conceda una entrevista?
¡Si no eres periodista!
Mira, es más fácil de lo que piensas.
Acabaremos peleándonos, incurriendo en contradicciones.
No importa. Sólo tengo una pregunta para ti. ¿Puedes explicarme en qué andabas por aquel entonces?.
No. He olvidado la mayoría de las cosas y no he comprendido lo más importante.
Cuéntamelo todo. Quiero que comiences por el principio y que lleves a término esa vieja historia.
Los recuerdos que me pides sólo pueden adoptar una única forma: la del collage. El problema es cómo voy a distinguir el tumulto objetivo del subjetivo. Mi memoria, ese director caótico, delirante, entrega una cinta absurda cuyas secuencias no cuadran. El sonido es asincrónico. Hay planos enteros subexpuestos. A veces, la pantalla sólo muestra una película en negro. Muchas escenas están tomadas con una cámara de mano temblorosa. Y a la mayoría de los actores no los reconozco.
Eso está bien.
Es un batiburrillo.
Palabra que no tiene desperdicio. Hace rimar lo que no rima. Resume la pescadilla mejor que el pálido muddle, el inocuo pêle-mêle o el caprichoso guazzabuglio.
¡Déjame en paz con tus extranjerismos!
Lo que no acabo de comprender es cómo en mil días pudieron suceder tantas cosas.
Es como si el director se hubiera visto arrastrado por un movimiento continuo y titubeante. Las imágenes van dando saltos entre el tiempo y el espacio. Y, no obstante, de los trozos pegados del celuloide debió de brotar algo, se negociaba, se intrigaba, se inventaba, salían a la luz poemas, resoluciones, crímenes… Hay gente que embotella todo eso sin mancharse y lo convierte en memorias. Este es un procedimiento que me resulta enigmático.
Lo mejor será que comencemos por tu novela rusa. ¿Cómo siguió lo tuyo con Masha?.
Eso es privado. ¿Por qué preguntas con tanto ahínco por mis historias de amor, que tienen poco interés, cuando lo importante son otras cosas muy diferentes?
Porque sin tu rusa nadie entenderá adónde fuiste a parar física y políticamente.
Si te empeñas. Pasó lo siguiente: Yo no pude resistir los encantos de Maria Aleksándrovna. Y ella estaba dispuesta a dejar por mí todas las cosas a las que estaba acostumbrada, a romper el matrimonio (que de todas formas ya había naufragado tiempo atrás), a abandonar la casa de su madre y a seguirme a mí, un hombre al que sólo conocía desde hacía unos meses, a un país del que no sabía prácticamente nada y cuyo idioma le era ajeno.
Es bien cierto que, como todos los rusos, amaba la región donde se había criado, pero cualquiera de su generación, independientemente de sus ideas políticas, también llevaba dentro un personaje soviético. De éste quiso deshacerse porque no podía soportar más el régimen al que estaba sometida. Y la tenacidad con la que perseguía sus fines me cautivaba y me aterraba.
Quiso comenzar «una nueva vida» conmigo. Aunque los dos no sabíamos lo que eso significaba, las trabas con las que se enfrentaría no la disuadieron. Es más, alimentaron su energía.
Para abandonar el país necesitaba, en primer lugar, el permiso de las autoridades soviéticas. Sólo podía autorizarlo el Ovir.
¿Ovir? Nunca lo había oído.
¿Ya no recuerdas cómo se las gastaban entonces? El Ovir era el tristemente famoso «Departamento de Visados y Registros», subordinado al Ministerio del Interior, o sea, al KGB. Era la única instancia donde Masha podía conseguir un pasaporte y un visado de salida. En realidad, yo debería haberlo sabido, porque todo extranjero tenía la obligación de registrarse ante las autoridades hasta el tercer día, a más tardar, de su estancia en el país. Sin aquel sello en el pasaporte uno podía encontrarse con toda suerte de disgustos. Yo nunca había cumplido con esa normativa, ni siquiera estaba al tanto de su existencia. El diablo sabrá quién me había avalado. Sin saberlo, me movía permanentemente en una zona de sombras mientras andaba por Moscú.
Ni que decir tiene que todas esas dificultades no hicieron más que exaltar nuestro deseo enfebrecido. Un hombre de mi edad jamás estará dispuesto a obedecer a una fuerza que quiera prohibirle vivir con la mujer a la que ama. Esto siempre ha sido así y seguirá siéndolo.
Pronto quedó claro que Masha no tendría ninguna opción de salida mientras no estuviéramos casados. Para ello hacía falta la conformidad de la madre, que no estaba precisamente entusiasmada con los planes de Masha: no quería perder a su hija a manos de un extranjero al que apenas conocía. Pero yo me entendía bien con Margarita y logré convencerla. Acabó transigiendo y se dispuso a aprovechar sus conexiones. Conocía a personas influyentes no sólo en la poderosa Unión de Escritores, sus contactos llegaban hasta el Comité Central del partido dominante. Yo entendía poco de esos entresijos. Pero el embajador alemán en Moscú tenía remedio para trances tan delicados y prometió ayudarnos de modo informal en caso de emergencia.
Parece como si la culpa de tu dilema la hubieran tenido no se sabe qué instancias oficiales, burócratas sin alma y normativas incomprensibles. ¡Cuando tú estabas casado!.
Claro que sí. Con Dagrun.
Un toque de bigamia, ¿verdad?.
¿Qué pretendes? ¿Una confesión?
¡No, querido mío! Darte la absolución no es asunto mío. Pero tampoco voy a hacerte reproches. Contemplo desde la distancia segura la manera como te comportaste.
Fue, sobre todo, por nuestra hija Tanaquil por la que no me resultó fácil pensar en el divorcio. Eso lo puede entender hasta un tiquismiquis como tú.
Inicié un agitado periplo entre Berlín, Noruega y Moscú. Durante meses tuvimos que encomendarnos al correo y al teléfono. Casi a diario Masha me escribía cartas encendidas de añoranza o me mandaba telegramas.
¿Conservas esas cartas? Entonces, déjalas que hablen.
Ni pensarlo. No pienso dejar que te recrees con las cartas de Masha, ni a ti ni a nadie. Pero hay una cosa que noté desde el primer momento. Masha tenía dificultades considerables con sus estudios y no acababa de terminar su trabajo de fin de carrera. Encaraba cada fecha de examen con una especie de pánico. En ese terreno la abandonaba su fuerza de voluntad que tanto me había impresionado. Ebrio por su determinación, inquieto por los sentimientos de culpa a causa de mi familia noruega y distraído por el remolino político en el que me había sumergido, no di importancia a las fluctuaciones anímicas de Masha.
Hubo otro indicio que tampoco supe ver. En una ocasión me pidió que le llevara una serie de medicamentos que en Moscú no se vendían. No era nada insólito, pues a cualquiera que venía del extranjero o podía viajar fuera del país se le hacían ese tipo de encargos. Supuse, por tanto, que las pastillas en cuestión —se trataba de grandes cantidades de psicofármacos tales como Librium y Triptizol— eran para amigos o parientes, tal vez para su hermana mayor, Tania, talentosa y hermosa pero frágil e inestable.
Eso sólo muestra el grado de mi ceguera. No fue sino más tarde, al ver esa basura en su mesilla de noche, cuando me di cuenta de que era la propia Masha la que dependía de aquellos medicamentos. En esos casos los médicos se refieren a alteraciones bipolares y a ataques de pánico, porque los términos antiguos de miedo, exaltación o tristeza les parecen poco científicos. Tengo que reprocharme no haber comprendido nunca hasta qué punto mi amada corría peligro. Si en vez de fijarme sólo en sus palabras hubiera atendido a su letra, habría captado con claridad en qué estado se encontraba. Unas veces sus líneas eran febriles y confusas, otras estaban repletas de audacia, fe y entereza.
¿Lloraba?.
¡Como si no lo supieras! Fue bastante horrible. Los dos estábamos entre la espada y la pared, cada uno en su sala de espera, ella en Moscú y yo en Berlín Oeste.
Allí, el año 1967 comenzó con un invento pequeño pero notable. El 1 de enero se fundó, sin inscripción en el Registro de Asociaciones, la Comuna I. Al parecer, el nombre fue acuñado por Rudi Dutschke, quien por cierto nunca llegó a integrarse en la agrupación. Tenía, para mis oídos, resonancias grandilocuentes porque se refería a la Comuna de París de 1871 y pretendía hacer sombra al Partido Comunista. Los fundadores lucían en el pecho el distintivo dorado de Mao que pregonaba la Revolución Cultural china. Luego anidaron en mi casa de Friedenau, que en ese momento estaba vacía.
Estabas de viaje, para variar.
Sí. En Roma, en Catania, en Siracusa.
¿Se puede saber por qué?.
No lo recuerdo. Me encontré la casa ocupada por gente como Kunzelmann, Langhans y Fritz Teufel. Absolutamente convencidos, me dijeron: «Apúntate. La comuna es la solución». Naranjas de la China. Para mí aquello era una pesadilla, la pesadilla absoluta. Sin dudarlo un instante, puse a toda la banda de patitas en la calle.
¿Dónde iba a meterse la comuna en ese apuro? En Berlín se sabía que desde hacía un tiempo Uwe Johnson vivía en Nueva York. A uno de los comuneros se le ocurrió instalarse en su piso. Mi hermano pequeño, Ulrich, que formaba parte del cotarro, incluso firmó con Uwe un contrato de alquiler en toda regla.
Se había juntado con Dagrun, mi mujer. Hay quienes confunden nuestras voces al teléfono, pero se equivocan. Porque él siempre ha sido muy distinto a mí. Más joven y menos encuadrado. La trató con cariño, la acogió y le dio consuelo.
No obstante, me costaba imaginarme a la clemente Dagrun en el papel de comunera berlinesa. Pero… ¿cómo hubiera podido formular reparos a sus decisiones? No tenía derecho. Ella nunca fue vengativa. Sin embargo, en lo que concernía a nuestra hija Tanaquil, que entonces tenía diez años, me mantuve firme. «Tú la puedes visitar a ella y ella te puede visitar a ti siempre que queráis. Pero por lo pronto se queda conmigo. Hacemos la compra, hacemos la comida, ordenamos la casa. Así que no te preocupes».
El 2 de febrero nos divorciamos de común acuerdo y sin necesidad de sentarnos en el banquillo del juzgado. Nos representó Horst Mahler, cuyo tono de casino y maneras de exmiembro de asociación estudiantil no dejarían de impresionar al presidente de la sala. La custodia de Tanaquil me fue otorgada a mí.
Un proceso ordenado en medio del tumulto.
Que, naturalmente, a la Comuna I no le hizo ni fu ni fa.
¿Realmente tenemos que volver sobre ese club de mentecatos? Creo que ya existe al respecto medio metro de estantería de publicaciones, fuentes secundarias, nunca mejor dicho.
¡Un momento! Estás subestimando el potencial de esa gente.
Cuatro chalados sin interés. Todo lo que tenían que ofrecer era de segunda o tercera mano. Un poco de Proudhon, Wilhelm Reich y Henry Miller, una pizca de Dadá y alguna cita del archivo de los situacionistas. En cualquier caso, tenían más en común con Max und Moritz que con Marx. Si me preguntas a mí, creo que sólo eran un hatajo de artistas fracasados. Sólo los mencionas porque dio la casualidad de que andabas cerca, porque participaron tu mujer noruega y tu hermano Ulrich y porque arruinaron tu precaria amistad con Uwe Johnson.
Nunca entendiste de lo que se trataba.
Entonces, explícamelo.
Empecemos por el éxito fenomenal de esas personas. En un santiamén lograron que todo el mundo se le echara encima. Primero, claro está, la sociedad burguesa, porque se burlaron de la propiedad privada, de la familia, la Justicia y la religión. Pero también la izquierda estaba indignada. La SDS, que representaba a los estudiantes de ese bando, los expulsó inmediatamente; la RDA les bajó la barrera de la frontera en las narices y en los innumerables grupúsculos de ultraizquierda estaban desacreditados por contrarrevolucionarios. Gracias a sus ocurrencias carnavalescas dejaron descolgados a todos los teóricos en un visto y no visto. Hasta se ofendieron los colocadores de bombas, pues los tres o cuatro comuneros procedían de forma completamente incruenta, a saber, con maquillajes en vez de con cócteles molotov. Eran expertos en confundir y hacer rabiar a la sociedad, pero no querían asesinar a nadie. Eso a los futuros terroristas les pareció poco serio. Uno de sus cómplices menores, en vez de cargarse a los fiscales, un día se cagó, literalmente, en el tribunal.
Los únicos que estaban entusiasmados eran los medios. Durante años, la Comuna I le proporcionó a la prensa grandes titulares y suculentas tiradas. Tambi...
Índice
- Cubierta
- Portada
- Dedicatoria
- Apuntes sobre un primer encuentro con Rusia (1963)
- Garabatos de diario sobre un viaje por la Unión Soviética y sus consecuencias (1966)
- Premisas (2015)
- Recuerdos de un tumulto (1967-1970)
- Después (año 1970 y siguientes)
- Notas
- Sobre el autor
- Créditos
- Colofón