La violación de Nanking
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La violación de Nanking

El holocausto olvidado de la Segunda Guerra Mundial

Iris Chang, Álvaro G. Ormaechea

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La violación de Nanking

El holocausto olvidado de la Segunda Guerra Mundial

Iris Chang, Álvaro G. Ormaechea

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En diciembre de 1937 tuvo lugar una de las masacres más brutales que se recuerdan en tiempos de guerra. El ejército japonés entró en Nanking, entonces capital de China, y en pocas semanas no sólo saqueó e incendió la antigua ciudad indefensa, sino que sistemáticamente violó, torturó y asesinó a más de 300.000 civiles. Mediante entrevistas a supervivientes y documentos desclasificados en cuatro idiomas, Iris Chang, cuyos abuelos escaparon de la masacre, ha escrito la historia definitiva de este horrible episodio desde tres perspectivas diferentes: la de los soldados nipones, la de los civiles chinos y la de un grupo de europeos y norteamericanos que se negaron a abandonar la ciudad y lograron crear una pequeña zona de seguridad que salvó a casi 200.000 chinos.Sorprendentemente, esta atrocidad, una de las peores en la historia de la humanidad, sigue siendo negada por el Gobierno japonés. Pese a que el número total de muertos en Nanking supera el de varios países europeos enteros, e incluso el de las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la Guerra Fría condujo a reprimir toda discusión sobre el asunto. Para Chang, esta conspiración de silencio, que persiste hasta hoy, constituye una "segunda violación".

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Información

Año
2018
ISBN
9788494645297
01
El camino a Nanking
Al tratar de comprender las acciones de los japoneses, las preguntas más imperiosas son también las más obvias. ¿Qué fue lo que se quebró en aquel lugar, que hizo que la conducta de los soldados japoneses rompiera de forma tan absoluta con las pautas que gobiernan la conducta humana en general? ¿Por qué permitieron los oficiales japoneses, e incluso alentaron, semejante colapso? ¿Cuál fue la complicidad del gobierno japonés? Cuando menos, ¿cuál fue su reacción ante los informes que recibía a través de sus propios canales y ante lo que oía de labios de las fuentes extranjeras sobre el terreno?
Para responder a estas preguntas tenemos que empezar por hablar un poco de historia.
La identidad japonesa del siglo XX se había forjado en un sistema milenario en el que la jerarquía social se establecía y se mantenía a través de la rivalidad militar. Desde tiempos inmemoriales, los poderosos señores feudales de la isla contrataban ejércitos privados para guerrear incesantemente entre sí; en la Edad Media estos ejércitos habían evolucionado hasta producir una casta de guerreros distintivamente japonesa, los samuráis, cuyo código de conducta recibió el nombre de bushido (la «senda del guerrero»). Morir al servicio del propio señor era el mayor honor al que un guerrero samurái podía aspirar en su vida.16
Por supuesto, esos códigos de honor no los había inventado la cultura japonesa. El poeta latino Horacio fue el primero que definió la deuda que debían los jóvenes de cada generación a sus gobernantes —Dulce et decorum est pro patria mori—. Pero la filosofía samurái no se limitaba a definir el servicio militar como algo apropiado y digno, sino que iba mucho más allá. Su código era tan duro que su característica más notable era el imperativo moral de que sus adherentes se suicidaran si alguna vez dejaban de cumplir con honor las obligaciones del servicio militar —cosa que a menudo hacían en el ceremonioso y extremadamente doloroso ritual del harakiri, en el que el guerrero encontraba la muerte destripándose a sí mismo sin rechistar y ante testigos—.
En el siglo XII el líder de la familia regente (y, por lo tanto, la más poderosa), ahora llamada Shogun, ofreció al emperador, que era venerado como descendiente directo de la diosa Sol, la protección militar de sus samuráis a cambio de sanción divina para la clase dirigente en su conjunto. El pacto se selló. Con el tiempo, el código de los samuráis, que en un principio solo era observado por una pequeña parte de la población, penetró hondo en la cultura japonesa, convirtiéndose entre los jóvenes en el modelo de lo que era una conducta honorable.
El tiempo no socavó la fuerza de la ética bushido, que surgió en el siglo XVIII y llegó a practicarse hasta extremos insólitos en la era moderna. Durante la Segunda Guerra Mundial las misiones suicidas de los kamikazes, de triste fama (en las que los pilotos japoneses eran ceremoniosamente entrenados para estrellar sus aviones directamente contra los buques norteamericanos), causaron en Occidente una dramática impresión, al mostrar cuán preparados estaban los jóvenes de Japón para sacrificar sus vidas por el emperador. Pero eran más que una pequeña élite los que seguían el principio de la muerte antes que la rendición. Es llamativo que mientras que las fuerzas aliadas se rendían a un ritmo de un prisionero por cada tres muertos, los japoneses se rendían a razón de uno por cada 120 muertos.17
Otro factor que dio a Japón su carácter peculiar fue su aislamiento, tanto geográfico como buscado. Hacia finales del siglo XV y principios del XVI, Japón estaba gobernado por el clan Tokugawa, que selló la nación isleña contra toda influencia extranjera. Este hermetismo, concebido en aras de la seguridad frente al mundo exterior, tuvo el efecto de mantener a la sociedad japonesa al margen de los adelantos tecnológicos de la revolución industrial europea, con lo que al final Japón no ganó en seguridad, sino que perdió. En 250 años la tecnología militar japonesa no progresó más allá del arco, la espada y el mosquete.
En el siglo XIX, acontecimientos que estaban más allá del control de Japón obligarían al país a bajarse de la nube, dejándolo en un estado de inseguridad y desesperación xenófoba. En 1852, el presidente de Estados Unidos Millard Fillmore, frustrado ante la negativa de Japón a abrir sus puertos al comercio, y con esa actitud de asumir «la carga del hombre blanco» frente a otras sociedades —que era la forma en la que por entonces se racionalizaba el expansionismo europeo—, decidió poner fin al aislacionismo japonés enviando al comandante Mathew Perry a la isla. Tras estudiar minuciosamente la historia japonesa, Perry llegó a la conclusión de que la mejor manera de someter al país era impresionarlo con una demostración masiva de fuerza militar estadounidense. En julio de 1853 envió una flotilla de buques humeantes a la bahía de Tokio, para dar al pueblo de Japón una primera muestra de lo que era la fuerza del vapor. Rodeado de unos 60 o 70 hombres de aspecto agresivo y armados con espadas y pistolas, Perry desembarcó y se abrió paso a zancadas por la capital del sogún, exigiendo audiencia con las más altas autoridades de Japón.
Decir que los japoneses se quedaron atónitos ante la llegada de Perry sería quedarse muy corto. «Por buscar un paralelismo», —según explica a propósito de aquel episodio el historiador Samuel Eliot Morison—, era como si unos astronautas acabaran de anunciar que unos objetos voladores no identificados provenientes del espacio exterior estaban de camino a la tierra».18 La aterrorizada aristocracia tokugawa se preparó para la batalla, escondió sus tesoros y mantuvo desesperados mítines consigo misma. Pero en último término no les quedó más opción que reconocer la superioridad de la tecnología militar estadounidense y aceptaron la misión. Con aquella única visita, Perry no solo obligó a los Tokugawa a firmar tratados con Estados Unidos, sino que abrió las puertas del comercio japonés a otros países, como Gran Bretaña, Rusia, Alemania y Francia.
La humillación de este pueblo orgulloso dejó un residuo de feroz resentimiento. En secreto, algunos miembros de la élite de poder japonesa abogaron por la guerra inmediata contra los poderes occidentales, pero otros aconsejaron prudencia, argumentando que la guerra solo debilitaría a Japón, y no a los extranjeros. Estos últimos proponían que los dirigentes apaciguaran a los intrusos, aprendieran de ellos y planearan en silencio el contraataque:
Como no estamos al nivel de los extranjeros en las artes mecánicas, establezcamos trato comercial con estos países, aprendamos sus procedimientos y sus tácticas, y cuando hayamos logrado que las naciones (japonesas) estén tan unidas como una familia, estaremos preparados para hacernos a la mar y otorgar tierras en países extranjeros a aquellos que se hayan distinguido en la batalla; los soldados competirán entre sí en valentía, y entonces habrá llegado la hora de declarar la guerra.19
Aunque aquella propuesta no prosperara, estas palabras terminarían siendo proféticas, pues describían no solo la estrategia que los japoneses seguirían, sino también los horizontes a largo plazo de aquellos que piensan la vida en términos del Estado y no de los individuos.
Sin una senda clara que seguir, los Tokugawa optaron por limitarse a esperar y ver, sin saber que esa decisión suponía la sentencia de muerte de su reinado. La política conciliadora del sogunato, tan diferente de lo que él mismo exigía de sus leales vasallos, disgustó a muchos y proporcionó munición a sus opositores de la línea dura, que no veían en toda esa prudencia otra cosa que reverencia y servilismo ante los bárbaros extranjeros. Convencidos de que el sogún había perdido su mandato para gobernar, los clanes rebeldes forjaron alianzas para derrocar el régimen y restaurar el poder del emperador.
En 1868 los rebeldes lograron la victoria en nombre del emperador Meiji, encendiendo la mecha de una revolución que iba a transformar lo que venía siendo un patchwork caótico de feudos en guerra en la potencia mundial que será el Japón moderno. Elevaron el culto solar de Shinto a religión de Estado, y utilizaron la figura del emperador como símbolo nacional para poner fin al tribalismo y unificar las islas. Decididos a lograr eventualmente la victoria sobre Occidente, el nuevo gobierno imperial adoptó la ética samurái del bushido en cuanto código moral para todos los ciudadanos. La amenaza extranjera actuó como una catarsis suplementaria para las islas. En una era que luego se conocería como la Restauración Meiji, los eslóganes nacionalistas resonaron por todo Japón: «¡Honrad al emperador! ¡Echad a los bárbaros!» o «¡País rico, ejército fuerte!».
Con sorprendente rapidez se adentraron los japoneses en la era moderna, tanto en términos científicos y económicos como militares. El gobierno envió a los mejores estudiantes al extranjero para que estudiaran ciencia y tecnología en universidades occidentales, tomó el control de su propia industria para crear fábricas de producción de armamentos y reemplazó los ejércitos feudales bajo control local por un ejército nacional con servicio militar obligatorio. Además se dedicó a analizar meticulosamente las culturas de defensa de Estados Unidos y Europa, fijándose sobre todo en el sistema militar alemán. Pero, al mismo tiempo, el conocimiento de la tecnología y de las estrategias de defensa occidentales que trajeron consigo los estudiantes educados en el extranjero socavaron la vieja confianza nacional en la superioridad militar japonesa, sembrando dudas profundas e inquietantes acerca de la inevitabilidad de la victoria en la futura confrontación con Occidente.
A finales del siglo XIX Japón estaba ya preparado para enseñar músculo y probar sus nuevas fuerzas con sus vecinos asiáticos. En 1876 el gobierno Meiji envió a Corea una fuerza naval consistente en dos destructores y tres buques de transporte para obligar al gobierno coreano a firmar un tratado de comercio. La operación recordaba de forma inquietante a aquella que Perry lanzara en su día contra Japón.
A continuación chocó con China a propósito de Corea. Un tratado de 1885 había establecido Corea como un coprotectorado tanto de China como de Japón. Sin embargo...

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