03
-¿Sabes qué deberíamos hacer?
Jim estaba estirado en la cama, mirando al techo. Utilizaba la voz que sus amigos conocían tan bien: una sorprendente amalgama de tosca ironía y vago sarcasmo que hacía preguntarse a quien le oía si hablaba en serio o se estaba burlando. A veces Jim utilizaba esa voz para disfrazar sus crueles burlas. Otras, como ahora, con su amigo de la Universidad Estatal de Florida, Sam Kilman, que había aparecido por Los Ángeles poco después de terminar las clases, la utilizaba para disimular sus dudas sobre la sugerencia que estaba a punto de hacer.
—No —dijo Sam—. ¿Qué?
—Montar un grupo de rock —dijo Jim, sin dejar de mirar al techo.
—Jo, tío, hace siete años que no toco la batería… ¿Y tú qué harías?
Jim se incorporó.
—Yo cantaré. —Se puso a tararear las palabras—. Yooo…. caaantaaré…
Sam miró a Jim, incrédulo.
—¿Tú sabes cantar? —le preguntó.
—¡Claro que no, joder! ¡Yo no sé cantar! —gritó Jim.
—Muy bien, Jim, digamos que montamos el grupo de rock, y digamos que sabes cantar, lo cual no es cierto; ¿cómo lo vamos a llamar?
—The Doors. Por un lado está lo conocido. Y por otro, lo desconocido. Y lo que separa las dos cosas es una puerta, y ahí es donde yo quiero estar. Quieeeeroo ser la pueeerrrtaaa…
John DeBella y Phil Oleno se habían ido a México; Dennis Jakob y Felix Venable se habían quedado en Venice; Jim pensó en trasladarse a Nueva York, pero permaneció unas semanas en Los Ángeles Oeste, buscando trabajo con Sam; entonces, Jim también se trasladó a Venice. Escapó sería una palabra más adecuada, porque el traslado fue precedido por una crisis que le dejó muy tocado. El 14 de julio se presentó a la revisión médica del Ejército y, dos días después, se enteró de que había sido admitido, lo cual significaba que perdía la prórroga por estudios y que se encontraba en situación 1-A.
Jim pensó con rapidez. Había mentido al Gobierno diciendo que todavía estaba matriculado en la UCLA, pero ya debían de haberse enterado de lo contrario. Al día siguiente, fue al despacho del secretario general de la universidad y puso su nombre en varias asignaturas que no tenía ninguna intención de cursar.
Venice era ideal para Jim. La pequeña comunidad artística atraía cada día a más y más gente con el pelo largo, desertores y artistas. Los cuerpos cubrían la playa, las panderetas sonaban alegremente al ritmo de docenas de transistores; los perros perseguían frisbees; círculos de piernas cruzadas y tejanos azules fumaban hierba; se vendía LSD detrás del mostrador del supermercado, San Francisco tenía Haight, y Los Ángeles tenía Venice. La era hippy estaba empezando.
Jim era uno de los vagabundos anónimos de pelo largo, camiseta y tejanos. Durante un tiempo vivió con Dennis Jakob en una choza al borde de un canal contaminado, y más tarde se trasladó al tejado de un almacén vacío. Tenía una vela para iluminarse, un mechero Bunsen para calentar las latas de comida y una manta para no pasar frío. Raras veces dormía o comía, excepto para engullir los buenos ácidos que estaban inundando la comunidad de la playa; y empezó a escribir, creando en un solo arrebato de lucidez más material del que nunca compondría en tan poco tiempo.
«Verás —decía—, el nacimiento del rock and roll coincidió con mi adolescencia, con mi toma de conciencia. Era realmente excitante, aunque en aquella época no podía permitirme pensar racionalmente que yo mismo pudiera hacerlo. Supongo que durante todo aquel tiempo estuve acumulando inconscientemente la inclinación y el valor. Mi subconsciente lo estaba preparando todo. Yo no pensaba en ello. Simplemente pensaba. Escuché un concierto entero, con un grupo, un cantante y un público, mucho público. Esas cinco o seis primeras canciones que escribí eran solo anotaciones que tomé durante un fantástico concierto de rock que tenía lugar dentro de mi mente».
Aunque lo que estaba a punto de ocurrirle a Jim no estaba en absoluto preconcebido, sí era consciente de la música que sonaba en el interior de sus oídos, que pedía permiso para salir al exterior.
«De hecho, creo que la música vino a mi mente antes que nada, y entonces me inventé una letra que encajara con la melodía, algún tipo de sonido. Podía escucharlo y, como no podía anotarlo musicalmente, la única forma de recordarlo era intentar ponerle una letra. Y muchas veces terminaba una letra y ya no podía acordarme de la melodía».
Hola, te quiero.
¿No vas a decirme cómo te llamas?
Hola, te quiero.
Deja que me zambulla en tu juego.
En 1965, tres años antes de que el mundo escuchara «Hello, I Love You», Jim estaba sentado en la arena de la playa de Venice, mirando cómo una joven negra, alta y delgada, se acercaba insinuándose hacia él.
La acera se agacha a sus pies
como un perro mendigando algo dulce.
Idiota, ¿esperas que ella lo entienda?
¿Esperas coger esa oscura joya?
Para «End of the Night» Jim se inspiró en una novela del apologista nazi y pesimista adamantino francés Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche: «Coge la autopista hasta el final de la noche…». Una tercera canción, «Soul Kitchen», estaba dedicada a Olivia’s, un pequeño restaurante de cocina sureña, cerca del centro comercial de Venice, donde Jim podía comer un gran plato de costillas, judías y pan de maíz por 85 centavos, y cenar un bistec por un dólar veinticinco. Otra canción, «My Eyes Have Seen You», incluía una descripción de todas las antenas de televisión que Jim veía desde el tejado donde vivía: «Contemplando una ciudad bajo cielos de televisión…».
Por muy obvia que fuera la inspiración de estas canciones, no eran ordinarias. Incluso la más simple de todas tenía un giro enigmático y visionario, un ritmo, una frase o una imagen que daba a los versos una fuerza peculiar. Como cuando insertó la frase: «Las caras parecen feas cuando estás solo» en «People Are Strange». Y en la canción sobre Olivia’s aparece este verso: «Tus dedos tejen rápidos minaretes / hablando en alfabetos secretos. / Enciendo otro cigarrillo. / Aprendo a olvidar, aprendo a olvidar, aprendo a olvidar».
Estas primeras canciones-poemas conectaban con la oscuridad por la que Jim se sentía tan atraído, que sentía como parte de él. Las visiones de muerte y locura se expresaban terrorífica y compulsivamente. En un poema que después formaría parte de una obra más extensa, «The Celebration of the Lizard», Jim escribió: «Una vez yo tenía un juego. / Me gustaba replegarme dentro de mi cerebro. / Creo que ya sabes a qué juego me refiero, / me refiero al juego de volverse loco…». En «Moonlight Drive», una agradable canción de amor con unas imágenes tan poderosas que actuaba sobre los sentidos más como un cuadro que como un poema, Jim escribió este sorprendente final: «Venga, nena, daremos una vueltecita. / Bajaremos hasta la orilla del mar. / Venga, agárrate fuerte, / nena, esta noche nos ahogaremos. / Húndete, húndete, húndete…».
Una vez escritas las canciones, en palabras de Jim, «tenía que cantarlas». En agosto llegó su oportunidad, cuando se encontró a Ray Manzarek caminando por la playa de Venice.
—¡Eh, tío!
—Hola, Ray, ¿cómo te va?
—Bien. Creía que te habías ido a Nueva York.
—No, me he quedado por ahí. Vivo con Dennis. Estoy escribiendo.
—¿Escribiendo? ¿Qué escribes?
—Nada del otro mundo —dijo Jim—. Unas canciones.
—¿Canciones? —preguntó...