
- 252 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Así mueren los santos
Descripción del libro
"He narrado la muerte de muchos santos, pero todos ellos me han confirmado la verdad de esta antigua intuición cristiana: "Cuando muere un santo, es la muerte la que muere"".
El autor presenta así una impresionante galería de santos, "fotografiados" en los últimos instantes de su vida. Para todos ellos, la muerte es la ternura de un abrazo, el encuentro con el Amado, largamente perseguido. Contemplaremos así la muerte de místicos y mártires, religiosos y laicos, ancianos y niños, que han aprendido el secreto del amor quizá en una vida breve pero enormemente intensa.
Mediante estos sugerentes "retratos" el autor ayuda a descubrir la vida como un viaje hacia una felicidad más plena, la de la Casa del Padre.
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Información
VI. MORIR DE TRABAJOS APOSTÓLICOS
EL TÍTULO DE ESTE CAPÍTULO —dedicado a los santos que fueron sacerdotes y maestros de la fe— se basa en la enseñanza que san Leopoldo Mandic daba a sus estudiantes de teología, cuando era su profesor, en los primeros años de su ministerio:
—Un sacerdote debe morir de trabajo apostólico; no hay otra muerte digna de un sacerdote.
Consejo que repitió, tal cual, a sus hermanos capuchinos reunidos a su alrededor cuando celebraban el quincuagésimo aniversario de su sacerdocio:
—Permitan que un hermano anciano les diga una palabra: hemos nacido para el trabajo. Es la suma alegría podernos ocupar de tantas cosas. Pedid al Amo Dios morir de trabajos apostólicos.
En los precedentes capítulos hemos ligado el tema de la santidad al de la caridad. Cosa necesaria porque, en el cristianismo, la caridad desciende necesariamente del corazón de la revelación: «Dios es amor» y quiere que nosotros «permanezcamos en el amor» (1 Jn 4, 16). La caridad con Dios y con el prójimo es, por eso, la primera verdad que debe afirmarse y practicarse. Esto vale para todos los santos y también para los sacerdotes. Pero la especial dedicación de estos últimos al ministerio de la Palabra (en el estudio, en la predicación y en la misión) nos recuerda que, si es necesaria la verdad de la caridad, es aún más necesaria la caridad de la verdad: precisamente la de quien tiene que enseñar, comunicar y defender la Verdad que Dios nos ha revelado, ante todo sobre Sí mismo. Siempre —y particularmente en ciertas épocas—, para defender la caridad es necesario ante todo defender la fe.
En los primeros siglos cristianos no fue la caridad con el prójimo lo que estuvo en peligro, sino la fe en la revelación trinitaria: esa es la primera verdad que nos permite definir como caridad la naturaleza misma de Dios y el amor sustancial que pone a las personas divinas en relación entre sí, que se extiende luego hasta nosotros. Y lo mismo sucede hoy, en muchos lugares y circunstancias, cuando se agita la bandera de la caridad para esconder la agresión a la verdad.
De los santos que han muerto por sus trabajos apostólicos no podemos olvidar la inmensa y valerosa caridad con la que han gastado su existencia en el ejercicio del ministerio sacerdotal, pero queremos subrayar sobre todo la caridad de su inteligencia, con la que han sabido defender y comunicar la fe.
***
Es justo, por eso, comenzar recordando a ese padre de la Iglesia que defendió enérgicamente la fe trinitaria (y por tanto la misma caridad) en un Occidente que el emperador Constancio II obligaba a devenir arriano (es decir, a negar la divinidad de Cristo).
SAN HILARIO DE POITIERS DOCTOR Y PADRE DE LA IGLESIA (c. 315-368)
De familia acomodada, se había convertido al cristianismo de joven, renunciando «a la dulce sensualidad del ocio y de la riqueza». Elegido obispo de Poitiers en el año 350, fue uno de los primeros y más grandes doctores de la Iglesia. Defendió tenazmente, con su predicación y sus escritos, la divinidad del Hijo de Dios, contra aquellos herejes (llamados arrianos, por ser seguidores del sacerdote alejandrino Arrio) que consideraban a Jesucristo una criatura como las demás, aunque la más perfecta y la primera en dignidad. La situación era grave porque el emperador Constancio había abrazado la herejía y trataba de imponerla a sus súbditos por la fuerza.
Por eso Hilario debió sufrir cinco años de exilio en Asia Menor. Los aprovechó para aprender griego y estudiar a todos los grandes padres y doctores de la Iglesia en Oriente. Cuando pudo volver a su patria, llegó con la obra maestra que había compuesto: un espléndido tratado sobre La Trinidad (el primero en lengua latina) que fue decisivo para los cristianos de Occidente. Los herejes se presentaban como defensores de la Unidad de Dios y sus argumentaciones tenían algo de ingeniosas y sugestivas: sostenían que lo divino debía seguir siendo divino y lo humano debía permanecer humano, de otro modo Dios perdía en carácter absoluto y en gloria. Por eso aceptaban al Jesús Hombre que venía de parte de Dios a iluminar nuestro mundo, pero rechazaban al Jesús Dios que venía a revelarnos el mundo divino. Hilario, en cambio, defendía con pasión la entera verdad de Cristo: verdadero Hijo de Dios, venido a revelarnos que la naturaleza divina es toda Amor, pero un amor “comunicativo”, compartido por tres Personas Divinas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y abierto misericordiosamente para acoger en comunión a todas las criaturas.
La más hermosa característica del tratado de san Hilario sobre la Trinidad es que se trata de un diálogo con Dios: «En él la reflexión se transforma en oración y la oración se vuelve reflexión».
Hilario logró reconducir a Occidente a la verdadera fe dialogando con todos, pero lo hizo uniendo fortaleza y mansedumbre. Retirándose a su diócesis, pudo luego dedicarse a sus estudios predilectos y a la composición de los primeros himnos sacros de los que se tiene memoria en Occidente.
Y fue con la conciencia gozosa de sumergirse finalmente en el océano del amor divino —del que tanto había hablado— como Hilario terminó su vida en el año 368.
Se cuenta que, en el momento de su muerte, su estancia fue invadida por una luz tan esplendente que los ojos no podían soportarla: un pequeño milagro para recordar a los presentes la inmensa luz que Hilario había dado a la Iglesia. Fue considerado y llamado santo ya en vida.
SAN MARTÍN DE TOURS OBISPO (316-397)
Recibió el bautismo de manos de san Hilario de Poitiers. Nacido en Hungría, Martín había seguido las huellas de su padre, abrazando la carrera militar, hasta formar parte de la guardia imperial. Pasó a la historia por el gesto que tuvo con un mendigo que temblaba de frío: desenvainó su espada, partió en dos la capa del uniforme y le dio la mitad al pobre. Por la noche se le apareció Jesús, cubierto con su media capa, que le daba las gracias y lo presentaba a sus ángeles diciendo: «Este es Martín que, aun no estando todavía bautizado, me ha vestido con su capa». Finalmente, el soldado había encontrado a su verdadero Señor.
Abandonó la vida militar y se dirigió a Poitiers, donde vivía Hilario (considerado uno de los hombres más doctos y santos del tiempo), del cual se hizo instruir y bautizar. Luego Hilario fue obispo de la ciudad y Martín se construyó en la periferia una celda de ermitaño, donde reunió a algunos discípulos. Era el primer «monasterio» de Occidente.
Invitado con una excusa a acudir a la vecina ciudad de Tours, lo eligieron obispo. Aceptó, pero continuó viviendo, junto a otros monjes, en un eremitorio compuesto de cabañas, dedicándose a un trabajo infatigable de evangelización de la población rural de Francia, donde puso numerosos centros monásticos.
Gobernó su diócesis durante veintisiete años. Murió, casi octogenario, en Candes, adonde había ido en el intento de conseguir la unidad entre los sacerdotes del lugar, divididos en facciones. En los últimos días, agotado por los trabajos y padecimientos, deseaba morir, pero su oración fue: «Señor, si soy aún necesario para tu pueblo, no rehúso sufrir...».
Los testigos contaron que el rostro de Martín permaneció brillando aun después de la muerte, como envuelto en una luz de gloria. Y que junto a su lecho se oyó cantar a un coro de ángeles.
Fue uno de los santos más amados del medievo. Se calcula que solo en Francia se le han dedicado más de cuatro mil iglesias. El rey Clodoveo I lo proclamó “protector del rey de los francos y del pueblo franco”.
SAN AMBROSIO DOCTOR Y PADRE DE LA IGLESIA (c. 340-397)
Ambrosio había elegido la carrera de magistrado —siguiendo a su padre, prefecto romano de la Galia— y a los treinta años ya era cónsul de Milán —entonces capital del imperio—. Así, en aquel 7 de diciembre del año 374 en que católicos y arrianos se disputaban el derecho de nombrar al nuevo obispo, le correspondía a él garantizar el orden público en la ciudad, e impedir que hubiese tumultos. Lo imprevisible sucedió; cuando habló a la multitud con tan buen sentido y autoridad, se levantó un grito: «¡Ambrosio Obispo!». ¡Y pensar que era solo un catecúmeno en espera del bautismo! Cedió al comprender que era aquella la voluntad de Dios, que lo quería para su servicio.
Comenzó repartiendo sus bienes a los pobres y dedicándose al estudio sistemático de la Sagrada Escritura. Aprendió a predicar y llegó a ser uno de los más célebres oradores de su tiempo, capaz de encantar incluso a un intelectual refinado como Agustín de Hipona, que se convirtió gracias a él. De Ambrosio recibió la Iglesia una impronta que aún se conserva hoy en Milán, también en el campo litúrgico y musical. Mantuvo estrechas y buenas relaciones con el emperador, pero era capaz de resistirle cuando era necesario, recordando a todos que «el emperador está dentro de la Iglesia, no sobre la Iglesia». Y cuando supo que Teodosio el Grande había ordenado una violenta e injusta represión en Tesalónica, no temió exigir del soberano una pública reparación. En la Iglesia dejó un rico tesoro de doctrina, sobre todo en el ámbito de la vida moral y social.
Pasó los últimos años de su vida preocupándose como un padre no solo de su diócesis sino de las Iglesias vecinas, donde lo llamaban a veces para poner paz. En Vercelli, adonde llegó con fiebre, dijeron que «había iluminado, como un rayo de sol, toda la ciudad». Había comenzado a escribir un tratado sobre El bien de la muerte, en el que exhortaba, ante todo a sí mismo: «¡Apresurémonos hacia la Vida, busquemos al que vive!».
Su agonía comenzó el Viernes Santo del año 397. En su Vida de Ambrosio, su secretario y biógrafo Paolino contó: «[En los últimos días] había visto al Señor Jesús llegar a él y sonreírle… Y cuando se dejó ir para volar al Señor, desde las cinco de la tarde hasta el momento que entregó el alma, rezó con los brazos abiertos en cruz». Eran las primeras horas del Sábado Santo. Y algunos jóvenes, que pasaron ante el cuerpo muerto de Ambrosio, dijeron haber visto brillar una estrella en su frente. Quizá es solo una leyenda. Pero es hermoso que unos jóvenes digan algo así de su obispo.
SAN JERÓNIMO DOCTOR Y PADRE DE LA IGLESIA (347-420)
Nació en Estridón, en Dalmacia, de una familia cristiana. Enviado a Roma...
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- ÍNDICE
- INTRODUCCIÓN. MUERTE, AMOR, SANTIDAD
- I. MORIR MÁRTIR
- II. MORIR DE AMOR
- III. MORIR DE PASIÓN ECLESIAL
- IV. MORIR DE CARIDAD MATERNAL
- V. MORIR DE CARIDAD PATERNAL
- VI. MORIR DE TRABAJOS APOSTÓLICOS
- VII. MORIR INOCENTE
- VIII. MORIR SANTOS
- CONCLUSIÓN MARIANA
- ÍNDICE ALFABÉTICO
- AUTOR