Escribir ficción
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Edith Wharton

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Edith Wharton

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Wharton, la primera mujer en recibir el prestigioso Premio Pulitzer y, seguramente, la novelista norteamericana más importante de su generación, publicó en la revista Scribner's a mediados de los años veinte una serie de ensayos dedicados a la técnica, la práctica y el oficio de la creación literaria. Escribir ficción es una brillante aproximación a las claves de la ficción moderna, en el que, con sencillez y rigor, desgrana técnicas y recursos para desarrollar el estilo y la estructura narrativa, contar un cuento o desarrollar los personajes, entre otros aspectos y mecanismos. Escribir ficción es un notable "manual de escritura creativa" con visos de convertirse en referencia indispensable en la bibliografía del género, pero no solo: con un capítulo dedicado a Marcel Proust y un broche a este volumen acerca de la lectura, es posible, al mismo tiempo, compartir las experiencias propias de un creador inimitable como, sin duda, lo fue la autora de La edad de la inocencia.

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Información

1. En general
I
Estudiar la práctica de la ficción es enfrentarse a la más novedosa, la más fluida y la menos formulada de las artes. La exploración de los orígenes siempre es fascinante, pero el intento de relacionar la novela moderna con la historia de José y sus hermanos reviste un interés puramente histórico.
La narrativa moderna comenzó en realidad cuando la «acción» de la novela pasó de encontrarse en la calle a encontrarse en el alma. Y la primera vez que se dio este paso fue tal vez cuando Madame de La Fayette escribió, en el siglo xvii, una pequeña historia titulada La princesa de Clèves, una historia de amor desesperado y muda renunciación en la que el tenor elegante de las vidas que se retratan apenas se ve alterado por los episodios de júbilo y de agonía que se suceden bajo la superficie.
El siguiente paso se dio cuando los protagonistas de este nuevo drama psicológico, que eran marionetas arquetípicas –el héroe, la heroína, el villano, el padre huraño, etc.–, se convirtieron en seres humanos reales y reconocibles. Aquí también fue un novelista francés, el Abbé Prévost, el que abrió el camino con Manon Lescaut, pero el esbozo que él hace de los personajes parece resumido y esquemático si se los compara con la primera gran figura de la narrativa moderna: el espeluznante El sobrino de Rameau. Hasta mucho después de la muerte de Diderot nadie se dio cuenta de que el autor de tantas historias excepcionales, pobladas de marionetas del siglo xviii, se estaba anticipando en la creación de esas figuras humanas sórdidas, cínicas y desoladas, no solo a Balzac, sino también a Dostoievski.
Pero la narrativa moderna se distingue de Manon Lescaut y de El sobrino de Rameau, incluso de Lesage, Defoe, Fielding, Smollett, Richardson y Scott, por dos grandes genios: el de Balzac y el de Stendhal. A excepción de ese asombroso accidente que es Diderot, Balzac fue el primero en ver a la gente, desde el punto de vista físico y moral, en su medio y con su forma de vida, con sus gustos y sus enfermedades, y en hacer que el lector también los viera así. Pero no solo eso: fue además el primero en extraer la acción dramática de la relación que estos personajes tenían con sus casas, sus calles, sus ciudades, sus profesiones, sus hábitos heredados y sus opiniones y, naturalmente, de los contactos fortuitos entre ellos.
El propio Balzac consideraba a Scott pionero de este tipo de realismo, de quien el joven novelista reconoce sin ambages haber obtenido su principal inspiración. Pero, como observó Balzac, Scott, tan agudo y directo al estudiar el resto de su campo de visión, se convertía en un escritor convencional e hipócrita cuando tocaba el tema del amor y las mujeres. En deferencia a la oleada de mojigatería que invadió Inglaterra después de los vulgares excesos de la corte de Hannover, Scott cambió la pasión por sensiblería y redujo a sus heroínas a recuerdos insípidos, mientras que en la firme superficie del realismo de Balzac apenas hay una falla. Sus mujeres, tanto las jóvenes como las ancianas, son seres vivos, y tan compactas en sus humanas contradicciones como devastadas por sus humanas pasiones, igual que sus avaros, sus banqueros, sus clérigos o sus doctores.
Stendhal, aunque tan indiferente como cualquier escritor del siglo xviii a la atmósfera y al «color local», es intensamente moderno y realista en la individualización de sus personajes, que nunca son arquetipos (en la misma medida, incluso, que algunos de los de Balzac) sino seres humanos diferenciados y únicos. Stendhal representa la nueva narrativa de una manera aún más particular, gracias a esa visión suya tan profunda de los orígenes de la acción social. Ningún novelista moderno nos ha colocado nunca tan cerca de las fuentes de lo personal, del sentimiento individual, como Racine en sus tragedias. Y algunos de los novelistas franceses del siglo xviii no han sido todavía superados (salvo por Racine) en su refinamiento superior del análisis del alma. Lo que era nuevo tanto en Balzac como en Stendhal era el hecho de que ambos observaban cada personaje, en primer lugar, como el producto único y exclusivo de unas condiciones materiales y sociales determinadas. En otras palabras, que un personaje era de esta o aquella manera por el afán que lo impulsaba o por la casa en la que vivía (Balzac), por la sociedad a la que quería pertenecer (Stendhal), o por el acre de tierra que codiciaba, o bien por el personaje poderoso o popular al que imitaba o envidiaba (Balzac y Stendhal). Estos novelistas (con la única excepción de Defoe, cuando escribió Moll Flanders) fueron los primeros que no perdieron de vista en ningún momento que los límites de la personalidad no pueden dibujarse con un único trazo negro, porque cada uno de nosotros fluye, de manera imperceptible, empapando a la gente y a los objetos que lo rodean.
La creación de personajes, en todos los novelistas que precedieron a estos dos maestros parecen, en comparación, incompletos o inmaduros: hasta los de Richardson lo parecen en las páginas más penetrantes de Clarissa Harlowe, o los de Goethe en esa novela, de sorprendente modernidad, que se titula Las afinidades electivas. Porque en el caso de estos escritores los personajes, que se han diseccionado de una manera tan elaborada, quedan colgados en el vacío sin ser vistos y sin recibir la influencia de ninguna (o casi ninguna) de las circunstancias externas y especiales de sus vidas. Las personas son abstracciones de la humanidad analizadas con sutileza y a las que solo les ocurren las cosas que le ocurrirían a cualquiera en el camino de la vida, los inevitables y eternos acontecimientos humanos.
A partir de Balzac y de Stendhal la narrativa se propagó en varias direcciones y realizó todo tipo de experimentos, pero nunca ha dejado de cultivar el terreno que ellos desbrozaron, ni de regresar al reino de la abstracción. Sin embargo, sigue habiendo arte en la creación, fluida y dirigible, y en la combinación de un pasado lo bastante nutrido para extraer algunos principios generales y con un futuro pleno de posibilidades sin explorar.
II
En el umbral de toda teoría sobre el arte siempre se debe preguntar a quien la expone sobre qué premisa se apoya. En la ficción, como en cualquier otra forma de arte, la única respuesta parece ser que toda teoría debe comenzar asumiendo que es necesaria una selección. Resulta curioso que, incluso ahora –y tal vez más que nunca–, haya que explicar y defender lo que no es más que la regla que subyace a la menos artística de las declaraciones verbales. No importa cuán limitada sea esa anécdota que uno está intentando relatar: no es posible evitar que la circunde una serie de detalles de importancia cada vez más remota y, más allá de eso, una masa externa de hechos irrelevantes que se van aglomerando en torno al autor por una simple cercanía accidental, ya sea de tiempo o de espacio. Escoger entre todos estos materiales es el primer paso hacia una expresión coherente.
Hace una generación esto se daba por hecho con tanta naturalidad que afirmarlo se hubiera considerado una pedantería. En el día a día ese principio sobrevive en el imperativo de ir al grano; pero al novelista que aplica esta regla al arte, o que dice aplicarla, se le acusará hoy de dejarse absorber por la técnica y excluir el factor, supuestamente contrario, del «interés humano».
Incluso ahora, no valdría la pena llevar esa carga si no hubiera contribuido a su renovación, no hace mucho, ese viejo truco de los primeros «realistas» franceses, ese grupo de brillantes escritores que inventaron la antaño famosa tranche de vie, la rodaja de vida: la reproducción fotográfica exacta de una situación o un episodio, con todos sus sonidos, olores y aspectos mostrados con total realismo, pero también con total relevancia, y sus sugerencias de un todo aún mayor que se ha dejado aparte, bien de manera inconsciente o con plena conciencia. Ahora que ya ha transcurrido medio siglo podemos ver que aún es posible leer a los supervivientes de este grupo de escritores, y lo es a pesar de sus teorías limitadoras o en la medida en que las han olvidado una vez cerrado el tema. Me refiero a Maupassant, que insufló a sus breves obras maestras una dimensión psicológica tal y, seguramente, un sentido de relación duradera; a Zola, cuyos retazos llegaron a ser la materia de grandes alegorías románticas en las que las fuerzas de la Naturaleza y la Industria son inmensos protagonistas nebulosos, como pertenecientes a una especie de «progreso del peregrino» de las actividades materiales del hombre; y los Goncourt, cuyo instinto francés para el análisis psicológico les permitió hacerse con la ración más significativa de los famosos retazos. En cuanto a sus pupilos, aquellos que se limitaron a aplicar la metodología a sabiendas han pulverizado la teoría tras gozar de una popularidad más breve de la que otros escritores de igual talento hubieran podido disfrutar si no hubieran estrechado tanto sus propios límites. Un caso que lo prueba es la Fanny de Feydeau, una de las pocas novelas psicológicas de esa generación, y una aventura lo bastante ligera sobre la búsqueda del alma si se compara con la gran Madame Bovary (a la que se supone que superó en su tiempo), pero que aún puede resistir una buena lectura –lo suficiente para mantener vivo el nombre del autor–, mientras que la mayor parte de sus contemporáneos menores han quedado sepultados bajo las sobras, en absoluto apetecibles, de aquellos retazos.
Parecía oportuno volver a las rodajas de vida porque este concepto ha reaparecido más tarde marcado por algunas diferencias poco importantes y ha modificado la etiqueta del flujo de conciencia; y es curioso, pero lo ha hecho –según parece– sin que sus nuevos exponentes se dieran cuenta de que tampoco ellos son sus inventores. Esta vez la teoría parece haber surgido, originalmente, en Inglaterra y Estados Unidos, aunque ya se había extendido antes entre algunos de los jóvenes novelistas franceses, que justo ahora y de manera confusa, si bien admirable, están al tanto de las últimas tendencias de la ficción inglesa y estadounidense.
El método del flujo de conciencia se distingue del retazo de vida porque toma nota de las reacciones mentales tanto como de las visuales, y se parece a él en que las expone tal y como llegan, con una deliberada despreocupación por su importancia en un caso concreto, o bien asumiendo que su desordenada abundancia constituye en sí misma el tema escogido por el autor.
Este intento de plasmar todo movimiento semiconsciente del pensamiento, toda sensación o reacción automática ante una impresión que pasa, no es tan novedoso como sus actuales exponentes parecen creer. Lo han empleado los más grandes novelistas no como un fin en sí mismo, sino porque resultó serles útil para su propósito, como sucedió cuando su finalidad era retratar la mente en uno de esos momentos de estrés agudo en los que se graba, con una precisión sin sentido, una serie de impresiones inconexas. El valor de dichos «efectos» a la hora de componer una marea vívida de emociones no ha sido nunca un valor desconocido desde que la ficción se convirtió en psicológica y los novelistas fueron conscientes de la intensidad con la que cualquier insignificancia puede afectar al cerebro en esos momentos de estrés agudo; pero no debían haberse dejado obnubilar por la idea de que el subconsciente –esa señora Harris de la psicología– podía proporcionarles por sí mismo todos los materiales necesarios para su obra de arte. Los más grandes de todos, desde Balzac y Thackeray, han hecho uso de los balbuceos y murmuraciones de la parte subconsciente de la mente siempre que –y solo cuando– ese estado de flujo mental encajaba en el retrato del personaje retratado. Su capacidad de observación los enseñó que en el mundo de los hombres de carne y hueso la vida sigue, al menos en sus momentos decisivos, una línea selectiva y coherente, y que solo así pueden abordarse los asuntos fundamentales: ganar el pan y organizar a la tribu en su guarida. El drama, o la situación, se logra exponiendo los conflictos que se producen, por estas razones, entre el orden social y los apetitos individuales, y el arte de mostrar la vida en la ficción nunca podrá –en un análisis definitivo– ser nada más que un desgajamiento de los momentos cruciales de esa vorágine que es la existencia. Ni necesita serlo. No es preciso que esos momentos contengan una acción, tomada esta en el sentido de un acontecimiento externo: de hecho, rara vez la contienen, porque la escena del conflicto se ha desplazado de la anécdota al personaje. Pero si las historias que los encarnan quieren atraer la atención y permanecer en la memoria debe haber algo que los haga cruciales, alguna relación reconocible con un estándar moral o social con el que estemos familiarizados, una conciencia explícita de la lucha eterna entre los impulsos que se debaten en el interior del hombre.
III
El recelo hacia la técnica y el temor a no ser original –síntomas ambos de cierta carencia de riqueza creativa– nos están llevando hacia la pura anarquía de la ficción, y uno se siente inclinado a afirmar que, en determinadas escuelas, la ausencia de forma se considera en la actualidad la primera condición de la forma.
No hace mucho oí a un hombre de letras declarar que Dostoievski era superior a Tolstói porque su mente era «más caótica» y, por tanto, podía representar de manera «más auténtica» el caos de la mente rusa en general; sin embargo, el hombre no aclaró cómo puede aprehender y definir el caos una mente que está inmersa en él. La afirmación, desde luego es una consecuencia de confundir la emotividad de la imaginación con su representación objetiva. Lo que quería decir era que el novelista que fuera capaz de crear un grupo determinado de personas, o retratar unas condiciones sociales específicas, era porque se identificaba con ellas. Lo cual es una manera muy retorcida de expresar que un artista tiene que tener imaginación.
La principal diferencia entre la simple afinidad y la imaginación creativa es que esta última tiene dos caras y combina el poder de penetrar en otras mentes con la capacidad de detenerse a una distancia suficiente para ver más allá de ellas y, así, relacionarlas con esa materia de la que está hecha la vida, que es de donde emergen, aunque solo sea en parte. Esta panorámica total solo puede obtenerse si se mira desde lo alto. Y esa altura, en el arte, es proporcional a la capacidad que tiene el artista para separar una parte de su imaginación del problema concreto sobre el que está colocado el resto.
Una de las causas de la confusión de juicios en torno a este punt...

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