El libro de la salsa
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El libro de la salsa

César Miguel Rondón

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El libro de la salsa

César Miguel Rondón

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Crónica de la música del Caribe urbano es el subtítulo de este libro, todo un clásico actualizado para esta edición cuando están a punto de cumplirse 40 años de su publicación original. La salsa, esa música de los barrios latinos de Nueva York, nació en la década de 1950 en los locales donde se reunían los cubanos, los puertorriqueños o los venezolanos emigrados a Estados Unidos. Y siempre fue la voz del barrio, de los amores contrariados, de la vida precaria, de los malandros y los desarraigados, una forma de llevar el Caribe al escenario de la gran ciudad.La calle está durísima, cantaba Joe Cuba, y con esa frase condensó el espíritu de la salsa. Un son para bailar, para evadirse, para unirse a los compatriotas lejos de la tierra natal. Y aquí está su historia, la de la verdadera música popular que no es folclore, sino el sonido de la calle y del pueblo, con el vigor y la fuerza de artistas como Rubén Blades, Celia Cruz, las Estrellas de la Fania, Willie Colón, La Lupe y docenas de grandes personajes más que se analizan y celebran en este libro.

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Información

Editorial
Turner
Año
2017
ISBN
9788416714872
Categoría
Music

1.
SALSA CERO
(O CERO SALSA)

1.1.
AÑOS CINCUENTA

El Palladium era un inmenso salón capaz de albergar a mil parejas en la pista de baile. Estaba ubicado en Broadway con la calle 53, la famosa zona de la música y los teatros de Nueva York. En 1947, sin embargo, el Palladium estaba en decadencia, el local no se llenaba y cada vez eran menos las parejas de blancos americanos que iban allá a bailar foxtrot, tango, algo del viejo swing, el ritmo de moda hecho con cuidado y delicadeza para no herir los pies y los oídos de la audiencia que consumía ahí sus noches. En ese entonces un señor de apellido Moore se encargaba de la gerencia del local, y a él se le presentó la necesidad de mover la tuerca, de dar el viraje para que los bailadores volvieran al Palladium. Entró en contacto con Federico Pagani, uno de los principales promotores de la música caribeña en la ciudad, y en aquel tiempo director de su propia agrupación, el Conjunto Ritmo. Ya Moore intuía que la solución podía estar en los latinos, aunque estos representaran un problema distinto: los negros bajarían a Broadway, llevarían todas sus malas mañas, sus puñales y desenfrenos. En aquel año 47 solo una orquesta (de latinos, de negros latinos) había logrado pasearse con prestigio y comodidad por los predios de Broadway, por los predios de los blancos (especialmente, de los blancos judíos). Venía de largas temporadas en el Hotel Concord y tenía la habilidad de agradarle a todos los públicos: era Machito y sus Afrocubans, una orquesta que ya en plena explosión del be-bop se había dado el lujo de matrimoniar los ritmos de Cuba con las armonías y giros del jazz de vanguardia, el famoso y mal llamado “jazz latino”, creación directa de Mario Bauzá, director musical del Afrocuban y, como él mismo lo dice, “padre de la criatura”.
Moore conversó con Pagani y con Bauzá y concluyeron que la orquesta de Machito era la alternativa ideal, la solución perfecta para poner lo caribeño en Broadway. Pero los riesgos seguían, la canalla –de cualquier manera– sería ahora la que vendría a bailar. Pagani, entendiendo que este podría ser el gran golpe de la música latina, sugirió moverse con cuidado y tomó las precauciones de rigor. Surgió entonces la idea de constituir un club especial que todos los domingos se encargara de organizar unos matinés bailables para la colonia hispana. Mario Bauzá propuso un nombre: el Blen Blen Club.
Blen blen era una exitosa composición de Chano Pozo, extraordinario percusionista cubano que, a través del grupo de Dizzie Gillespie, se había dado el lujo de revolucionar por completo los conceptos rítmicos y percusivos de la avanzada jazzística del be-bop. Pozo guardaba una estrecha amistad con Bauzá. Miguelito Valdez los había presentado en Nueva York. Mario puso en contacto a Gillespie con Chano. Cuando a este le pidieron el nombre de su composición para inventar un nuevo club de baile, no puso ninguna objeción. Se reunía ahí, bajo un breve y significativo nombre, lo mejor del jazz con lo mejor de Cuba. Y Cuba, muy a pesar de que la colonia fuera básicamente puertorriqueña, era la que imponía y dominaba los ritmos de baile.
Se dio la primera matiné y el éxito desbordó todos los cálculos, el Palladium nuevamente se veía abarrotado hasta su capacidad máxima. Por primera vez las orquestas latinas actuaban como estrellas, no como el incómodo relleno al que las habían reducido los promotores estadounidenses de la época. Ya no había que disimular la música, los bailadores entendían perfectamente bien los trucos y secretos del auténtico baile caribe y los músicos, por fin, podían soltarse a sus anchas. A las pocas semanas los promotores se dieron cuenta de la insuficiencia de la matiné dominical y decidieron extender la experiencia del Blen Blen Club a un nuevo baile semanal, los miércoles por la noche. Antes de que transcurriera un año ya el Palladium estaba exclusivamente consagrado a la música afrocubana.
La orquesta de Machito era la que determinaba la pauta, pues representaba una convergencia perfectamente fluida para todas las tendencias que alimentaba la ciudad. La banda la había fundado en 1941 Mario Bauzá, el decano de los músicos cubanos en Nueva York, quien había llegado en el año 30 como integrante de la orquesta de Azpiazu, la misma que tenía como cantante al famosísimo Antonio Machín. Por espacio de diez años Bauzá recorrió las más diversas e importantes orquestas de jazz, madurando estilos y corrientes. En el año 41, después de abandonar la banda de Cab Calloway, Bauzá llamó a su amigo de infancia, Frank Grillo, Machito, quien llegó para convertirse en motor e imagen del proyecto: “El matrimonio más lindo que ha existido –como nos lo definiera el propio Bauzá–, cada quien va por su lado, uno arriba y el otro abajo…”. La orquesta ya desde sus primeras grabaciones se convirtió en factor de influencias, no solo en Estados Unidos, sino también en Cuba, donde lograron imponer Sopa de pichón, La paila, El niche. En el 43 se incorpora Graciela, la hermana de Machito, quien venía de formar parte de la orquesta Anacaona, agrupación femenina que ya había cosechado éxitos en La Habana. A partir de esta orquesta de Machito, todas las agrupaciones que trabajaron ritmos afrocubanos, dentro y fuera de Nueva York, trataron de asumir el matrimonio del jazz con el Caribe, matrimonio que encontraría su época dorada durante la década de los cincuenta en los mismos salones del ya importantísimo Palladium.
La primera orquesta que acompañó a Machito en los bailes organizados por el Blen Blen Club fue el conjunto The Picadilly Boys, una agrupación breve, liderada por Tito Puente, quien por aquella época se desempeñaba también como timbalero del brasileño Fred Martin en el club Copacabana. Puente, egresado de la prestigiosa Escuela Juilliard, no tardaría en ampliar la dotación de sus Picadilly. Tan pronto el Palladium se convirtió en euforia, el ambiente comenzó a exigir orquestas que pudiesen equiparar el sonido y la calidad de los Afrocubans de Machito. Ya había público y, sobre todo, un lugar donde poder desarrollar la buena música. Al poco tiempo, los Picadilly se convirtieron en la Orquesta de Tito Puente, una agrupación de sobrada importancia que no tardaría mucho en imponer sus propias influencias y criterios. En plena década de los cincuenta, Puente fue bautizado como El Rey del Timbal, reconociendo no solo su especialísimo estilo para ejecutar el instrumento, sino también su manera muy peculiar y efectiva para arreglar y enfrentar la música afrocubana.
El Palladium impondría su imperio a través de tres orquestas. Ya se ha mencionado dos de ellas, la de Puente y la de Machito; nos queda ahora la tercera, la del otro Tito, Tito Rodríguez, un extraordinario vocalista que, rompiendo con todos los patrones e influencias del canto cubano, logró el privilegio de convertirse en el más famoso de todos los cantores del Caribe. Rodríguez se había iniciado en el trío de su hermano Johnny, y a partir de entonces hizo un largo recorrido por las diversas tendencias que tuvieron auge y popularidad en las décadas de los treinta y los cuarenta. En Estados Unidos su primer trabajo de importancia lo obtuvo con la extraordinaria banda de Noro Morales, un virtuoso pianista que venía de la vieja orquesta de Chiquito Socarrás. Con Noro, Tito empezó a pulir su estilo, esos giros que después se harían clásicos a la hora de decir el son y la guaracha. A finales de 1946, cuando se volvió a abrir el cabaret La Conga, en Broadway con la calle 52, al público le fue anunciado un extraordinario mano a mano entre las orquestas de Machito y de José Curbelo, veterano pianista cubano miembro de una larga e importante familia de músicos. Curbelo, entendiendo la importancia del reto, reforzó su agrupación con los dos Titos, Puente y Rodríguez, quienes así, por primera vez, se unieron para hacer música. La experiencia, sin embargo, duró poco, cada quien se fue por su lado y Rodríguez consideró que ya era hora de formar su propia agrupación. Montó así un pequeño septeto, que logró subsistencia en los modestos y peligrosos clubes que quedan de la calle 110 hacia arriba –las zonas de Harlem y el ya llamado barrio Latino– (“donde mora la canalla…”). Y este septeto, tal como sucedería con los Picadilly de Puente, recibió la gran oportunidad una vez el Blen Blen Club se apoderó del Palladium. Rodríguez comenzó tocando sets breves, rellenos sin mayor importancia. Sin embargo, ya su voz tenía algo, un gancho sutil y punzante que definitivamente cautivaba al público. Teniendo mucho menos dominio de la teoría musical –sobre todo si se compara con Bauzá del Afrocubans o con su tocayo Puente–, Tito Rodríguez siempre se caracterizó por una obsesiva perfección y por procurar que todo estuviera en su sitio, sin desafinar, en el tiempo y, sobre todo, con suficiente sabor. Por ello, cuando el septeto dio paso a una orquesta grande, dentro del llamado “big-band latino”, Rodríguez se sintió en igualdad de condiciones para enfrentar a Puente y a Machito; la banda tuvo la fuerza necesaria y su voz sería siempre un ariete insuperable. El Palladium de esa época dorada fue escenario de muchas grabaciones en vivo y Rodríguez el protagonista de la mayoría de ellas; los discos todavía están por ahí y no hay uno solo que no merezca el aplauso del melómano más exigente.
En la década de los cincuenta, Cuba seguía siendo el centro de la música caribeña; es cierto que Nueva York, a partir de los inteligentes matrimonios jazzísticos, se había apartado un poco de la primera influencia cubana, pero también es cierto que el toque último seguía proviniendo de la isla. Puerto Rico y Venezuela, con las respectivas particularidades de cada caso, serían un buen ejemplo de ello: el norte único era emular el sonido y el sabor cubanos y la meta definitiva superarlos. Cualquier otra alternativa se descartaba de antemano. Y es que Cuba, viviendo de la farra batistiana, permitía el cultivo de las más diversas manifestaciones y estilos. La influencia de las charangas de la década anterior –Melodía del 40, La Ideal, Belisario López y, fundamentalmente, Antonio Arcaño y sus Maravillas– se prolongaba ahora en la euforia que había desatado Enrique Jorrín, violinista y director de la Orquesta América, con su nuevo ritmo del chachachá, que encontraría su plenitud en José Fajardo y sus Estrellas y, sobre todo, en la extraordinaria e importantísima Orquesta Aragón de Cienfuegos. Asimismo, la rumba blanda y débil, “hecha para los blanquitos”, seguía teniendo sus representantes en los Havana Cuban Boys de Armando Oréfiche y en la menos sofisticada, pero más efectiva, Casino de la Playa, que ganaba mucha de su virtud en la extraordinaria voz de Miguelito Valdez. Por otra parte, los estilos jaz­zísticos, ya perfectamente cubanizados (sobre todo porque asumían como primera influencia al Pérez Prado que logró la gloria en el México de los cuarenta y no al Machito que en los mismos años tocaba para los judíos de Nueva York), se oían en orquestas como las de Armando Romeu y Bebo Valdés, este último creador del ritmo batanga que después se le atribuiría a Benny Moré. El bolero, mientras tanto, adquiría niveles de considerable importancia en ese nuevo estilo que se conoció como feeling, cultivado con profusión por compositores como César Portillo de la Luz, José Antonio Méndez, Luis Yánez, el dúo de Piloto y Vera, en fin. Y el son, el molde fundamental que dos décadas más tarde alimentaría lo mejor de la salsa caribeña, lograba la difusión necesaria en orquestas como la Sonora Matancera –en pleno reinado de la siempre impresionante Celia Cruz–, la de Chapotín –que con la voz del gran Miguelito Cuní se encargaba de prolongar lo mejor de las innovaciones y tendencias de Arsenio Rodríguez– y la famosa Tribu, que serviría de plataforma para que el Benny Moré soltara toda la providencia de su voz y de su sabor.
En Venezuela, este espectro cubano fue reproducido parcialmente en algunas de sus tendencias. La Casino, por ejemplo, fue perfectamente prolongada en la Billo’s Caracas Boys, la orquesta del dominicano Luis María Frómeta, que desde finales de la década de los treinta se encargó de imponer los criterios de baile para las clases medias de Caracas. Por otra parte, los conceptos de vanguardia –llenos de experimentos en el ritmo y en la melodía– adelantados por Luis Alfonso Larrain, fueron continuados por dos jóvenes músicos, Jesús Chucho Sanoja y Aldemaro Romero, este último con el importante mérito de exportar sus influencias hasta la propia Cuba y también al Nueva York del jazz y los matrimonios. Asimismo, el son fue cultivado en sus diversos estilos: el del conjunto y el septeto –que fue el más tradicional– y el de la sonora, como aquella Sonora Caracas que formara Carlos Emilio Landaeta, el famoso Pan con Queso. Los boleristas cantaban con las mismas inflexiones características de los exponentes del feeling, y la venezolanidad tan solo se manifestaba en las canciones de Alfredo Sadel (aunque su versión de El cumaco de San Juan, extraordinario merengue caraqueño de Francisco Delfín Pacheco, fuera un éxito de sobradas proporciones en La Habana) y en los joropos de Adilia Castillo, quien por entonces era una firme estrella internacional. Caracas gozaba de unos carnavales altamente reputados en toda la región del Caribe, y en ellos solo los ritmos cubanos, tocados por orquestas del patio o por bandas especialmente contratadas para la ocasión, lograban producir el entusiasmo definitivo entre el público bailador.
En aquellos días de totalizadora influencia cubana, tan solo un modesto, pero arrollador grupo boricua logró imponer las características de una sonoridad distinta: el Combo de Rafael Cortijo, con la voz de Ismael Rivera. En sus integrantes el jazz no produjo ningún tipo de seducción y su música, por tanto, no fue de manera alguna americanizable. Asimismo, el son cubano fue visto con respeto, pero a la distancia. A ellos solo les interesaban la bomba y la plena, ritmos que les fueron suficientes para presentarse con toda la pompa del caso en el Palladium de Nueva York. Al margen de ellos, Puerto Rico asumió sin reparos las diversas influencias que llegaron de Cuba y de Estados Unidos. La principal virtud local se redujo tan solo al viejo bolero tradicional, donde Pedro Flores, Rafael Hernández y Bobby Capó siguieron mostrando su maestría. El resto se lo repartieron orquestas en la onda jazz-band y conjuntos de son que, tal como sucedería en toda la región, siguieron pagando la inmensa e inevitable cuota a Ignacio Piñeiro y su clásico Septeto Nacional.
Cuba, pues, fue el comienzo y el fin de la música popular del Caribe. De ella salieron manifestaciones que posteriormente fueron enriquecidas en Nueva York, Caracas, Puerto Rico y hasta en México, porque no hay que olvidar que Pérez Prado, Mariano Mercerón y el propio Benny Moré lograron la grandeza desde el marco que les ofreció la capital azteca. Y no es cuestión de afirmar que solo Cuba tuvo ritmos de valía e interés entre los diversos países de la región; se trata, simplemente, de entender que Cuba logró reunir todas las condiciones necesarias para convertirse en el centro musical del Caribe. Después del arrase del son en la década de los veinte –un son que ya en los treinta era considerado legítimamente caribeño y no exclusivamente cubano–, era muy difícil desarrollar e imponer internacionalmente ritmos que no tuvieran esta marca. Ya se ha destacado a Cortijo como la notable excepción que confirma la regla, y aun en este caso las bombas siempre fueron rematadas con montunos, donde Ismael Rivera se lucía en grande con su muy popular estilo para sonear. La cumbia colombiana quedó reducida al folclore y lo mismo pasaría con muchos de los ritmos negros de la costa venezolana; la gaita marabina tan solo se escuchaba en las navidades del Zulia y el deslumbrante merengue caraqueño, una vez llegaron los jazz-bands con toda su fastuosidad y despliegue, quedó condenado a una virtual muerte prematura. La presencia de la sonoridad cubana, por tanto, fue inevitable.
Años más tarde, la definición y sentido de esta influencia daría pie a opiniones de diverso tipo que, en no pocos casos, sirvieron de bandera para los más funestos intereses. En aras de un mal entendido nacionalismo, por ejemplo, se acusó de extranjera a la salsa porque esta, ni más ni menos, era cubana; y, en su lugar, pretendió levantarse una manifestación que no por auténtica y folclórica tuvo condiciones para ser plenamente popular, entiéndase, representativa de los gustos y tendencias de las mayorías populares. Música folclórica y música popular no suponen necesariamente la misma cosa; ambas corren en líneas distintas, paralelas quizá, pero nunca en la misma. Y esta influencia cubana, que virtualmente nace con el siglo, con las primeras grabaciones de discos y con la muy importante difusión de la radio, afecta solo el campo de lo popular, nunca el de lo folclórico. Lo mismo, por ejemplo, podría decirse del tango sureño, que identificaría de manera tal a generaciones de venezolanos que muchos de ellos, a la hora de cantar las circunstancias de la cotidianidad, acudirían tan solo al tango, nunca al joropo o al galerón. Este fenómeno fue catalogado como traición desde una perspectiva bastante miope y demagoga, y ello porque el mundo popular del continente, muy especialmente el que impregna al Caribe, tiene demasiados elementos comunes. Tantos que entre ellos se establece una semejanza altamente notoria e importante. Si el son rápidamente se diseminó desde el oriente de Cuba para apoderarse de La Habana, y al poco tiempo de toda la región, fue porque tuvo suficientes condiciones como para representar y asumir esos mismos elementos comunes. Algo semejante sucedió cincuenta años más tarde con la salsa, y ello porque el pueblo que habita la región es básicamente el mismo y la música para cantarlo tiene necesariamente que parecerse e identificarse. No se conoce un solo caso de una música auténticamente popular que no haya sobrepasado las barreras nacionales en la América Latina. Y en este caso no tiene ningún sentido hablar de transculturación porque ello supone la relación entre dos o más culturas distintas entre sí, y eso de ninguna manera sucede en nuestro continente: nuestra cultura popular tiene un mismo origen, se ha mantenido y desarrollado en las mismas condiciones en todos nuestros países y de cualquier manera desemboca siempre en afluentes comunes, únicos. Es cierto que hay una cubanidad, igual que una venezolanidad y una mexicanidad, pero ellas escasamente pueden ocultar el inmenso lazo que desde siempre nos ha unido; todo lo contrario, lejos de servir como elementos de perturbación y separación, ellas se convierten en extraordinarios instrumentos para el enriquecimiento de esa misma expresión común. Y esa, simplemente, es la virtud fundamental que caracteriza a la fabulosa música del Caribe, que, con toda la propiedad del caso, consideramos legítimamente nuestra, ni más ni menos.
El jazz-band latino, como su nombre lo indica, fue una orquesta de jazz dedicada a tocar ritmos caribeños. Constaba de las tradicionales secciones de saxos, trombones y trompetas (aunque Tito Rodríguez, por ejemplo, suprimió de lleno los segundos), y una sección rítmica en la que fueron imprescindibles el piano y el bajo. La única variante se dio en la percusión, donde la tradicional batería americana fue sustituida por un trío conformado por la tumbadora, el bongó y el timbal. El bongó fue un instrumento que se hizo insustituible desde aquellos primarios septetos de son, pues, reforzado por el golpe de las claves, se convirtió en el único soporte del ritmo. La tumba, que en un comienzo nada tuvo que ver con el son, fue incorporada por Arsenio Rodríguez a finales de la década de los treinta, una vez que el tresista ciego concibiera la estructura del conjunto, la agrupación que revolucionó todo el posterior desarrollo del son. La tumba, en lo que concierne al jazz-band, llegó por una vía única y directa: Chano Pozo, no solo un virtuoso ejecutante, sino también un auténtico creador de sobradas cualidades. Y el tercer elemento, el timbal, tan pronto Tito Puente estableció su orquesta fue utilizado como un simple instrumento para unir la banda con la sección aislada de la tumba y el bongó. El timbal netamente cubano, que ejercía a cabalidad todas sus funciones en la música de danzón, fue transformado en esta nueva expresión de cortes americanizados en una mera prolongación de la batería tradicional. En México, Pérez Prado utilizó un músico que indistintamente iba del timbal a la batería mientras el tumbador se quedaba con la responsabilidad de todo el peso del ritmo. Y en la misma Cuba, cuando la descarga asumió todas las características del jam jazzístico, músicos como Guillermo Barreto comenzaron a utilizar los timbales, ya no con el criterio cubano del danzón, sino con el americano del jazz. Pero es en Nueva York –donde el jazz-band adquiere su verdadero perfil– que el timbal es definitivamente modificado y esto corre por la iniciativa directa de Puente, sin duda el más influyente de los timbaleros en toda la música que en las décadas posteriores conocería la región.
El conjunto de son –desde la estructura del septeto al de la sonora– siguió prescindiendo del uso del timbal, y esta tendencia se mantuvo sin mayores modificaciones en el desarrollo salsoso de los setenta. El timbal, básicamente, se utilizaría en las charangas u orquestas típicas, donde la combinación se mantuvo invariable: tumba y paila. Y fue la charanga, ante las nuevas tendencias que eran impuestas por el jazz-band, la única que logró mantener el estilo tradicional del timbal cubano. La charanga, con todo el oxígeno que recibió del chachachá se mantuvo imbatible. La Aragón, con sus voces al unísono perfectamente afinadas y su estilo meloso, algo delicado, pero siempre efectivo, permaneció como favorita insustituible. En Nueva York, ya Gilberto Valdez había fundado su propia charanga, la primera que se formó en Estados Unidos, que influiría de manera fundamental en el dominicano Johnny Pacheco y en el boricua Charlie Palmieri, pers...

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