Evaluar y aprender: un único proceso
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Evaluar y aprender: un único proceso

Neus Sanmartí Puig, Manuel León Urrutia

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Evaluar y aprender: un único proceso

Neus Sanmartí Puig, Manuel León Urrutia

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¿Podemos los docentes promover que el alumnado esté más interesado en aprender y no tanto en la "nota"? ¿Podríamos imaginarnos todo un curso sin dar ninguna "nota" y, solamente al final, consensuar una calificación? Tal vez este sea un deseo que muchos tenemos y que, si queremos que se convierta en realidad, exige que reexaminemos a fondo el sentido y la práctica de la evaluación.Esta revisión parte de la asunción de que la función fundamental de la evaluación es regular todo el proceso de aprendizaje, es decir, centrar su fuerza en un buen feedback, que ayude al alumnado a tomar buenas decisiones para identificar qué hace ya suficientemente bien y cómo puede vencer los obstáculos que le vayan surgiendo. Condiciones necesarias son, por una parte, el cambio en el estatus del error, a fin de que se perciba como algo normal y el punto de partida para aprender. Y, por otra, el paso del protagonismo de la evaluación al alumnado, dado que es este quien tiene que corregirse y encontrar los mejores caminos para reconocer los aciertos y avanzar en la superación de las dificultades.Sobra decir que esta nueva perspectiva de lo que tradicionalmente hemos entendido por evaluar no se puede reducir a decir a los alumnos que se autoevalúen, ya que, para que lo hagan de forma autónoma, es necesario cambiar otros muchos aspectos de la práctica escolar. Es una transformación que requiere tiempo, pero a medida que se va interiorizando, la evaluación pasa a ser útil y gratificante para todos, aprendices y docentes.

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Información

Año
2020
ISBN
9788418083808

1. Hacia una evaluación planteada como aprendizaje

La evaluación puede servir para muchas finalidades. Lo importante es utilizarla como aprendizaje, como una manera de comprender para mejorar las prácticas que aborda.
M. A. SANTOS GUERRA, 2014
Hay que pasar de una evaluación de los aprendizajes a una evaluación para aprender y, más específicamente, a una evaluación vista como aprendizaje.
Currículum de Finlandia, 2015

¿Qué entendemos por una evaluación vista como aprendizaje?

La palabra evaluación tiene muchos significados, finalidades diversas y, sobra decirlo, maneras de llevarla a la práctica muy variadas. Hablamos de la evaluación como estrategia para medir, regular, calificar, acreditar, seleccionar, orientar…, y también de tipologías de evaluación diferentes, como la inicial, la diagnóstica, la formativa, la formadora, la sumativa, la acreditativa…
Pero, más allá de que se especifiquen criterios de evaluación, no hay dos docentes que ante los mismos datos hagan valoraciones idénticas, ni siquiera en el caso de las matemáticas, que en general se consideran el conocimiento más «objetivable». Una de las razones fundamentales que lo explican es que las valoraciones esconden una dosis notable de ideología, es decir, de maneras de representarse cuál es el fin de la escuela y de concebir las causas que explican los resultados del alumnado. Por ejemplo, tradicionalmente se ha considerado que el profesorado que pone muchos suspensos es exigente, serio, con buenos conocimientos…, todo lo contrario de aquel que tiende a aprobar a la mayoría de los estudiantes. Otro ejemplo claro son los motivos del fracaso escolar, que se suelen atribuir a factores externos a la escuela (familiares, de origen y entorno social, capacidades innatas del aprendiz…) y no a los métodos de enseñanza aplicados, a la organización de la escuela o a los saberes didácticos del docente.
En los últimos años, la discusión en torno al significado de la evaluación ha incidido especialmente en su finalidad, y no tanto en los cambios en sus denominaciones o en las técnicas que se pueden aplicar. Sin perder de vista el fin calificador o acreditativo de los aprendizajes que posee la evaluación, se ha puesto de relieve la concepción de «evaluar para aprender», según la cual no se puede separar el aprendizaje de la evaluación. El objetivo básico de este cambio implica reconocer que, como decía Perrenoud (1991), «el éxito de los aprendizajes se juega más en el campo de la corrección de los errores y en la regulación continua que en la genialidad del método». Por más que se cambien los métodos, si no se lleva a la práctica una evaluación que tenga un objetivo distinto del de «poner notas», no cambiará nada con respecto al fondo. Sin una evaluación que favorezca reconocer las dificultades y hallar caminos para superarlas, no existe aprendizaje.
Desde hace algunos años, cuando se intenta explicar la escasa eficacia del sistema escolar, se ha puesto mucho énfasis en la llamada «falta de cultura del esfuerzo». La consecuencia de ello ha sido pedir que haya muchas más pruebas y exámenes y que se entreguen muchas calificaciones. Sin embargo, hemos de tener claro que el alumnado que obtiene buenas notas a partir de estas prácticas es, en realidad, aquel que en algún momento de su vida ya ha aprendido a autoevaluarse, es decir, a identificar qué hace bien o no tan bien, a comprender por qué lo hace y a tomar decisiones sobre qué debe hacer para mejorar. En cambio, los alumnos que no aprenden, por muchas pruebas que hagan o por más calificaciones que reciban, desconfían de sus capacidades y dejan de esforzarse. El reto es, pues, que todos ellos aprendan a autorregularse.
Ahora bien, haciendo un juego de palabras, a «aprender a aprender se aprende aprendiendo» conocimientos significativos –relacionados con los diversos campos del saber generados a lo largo de la historia de la humanidad– y relevantes en el ámbito personal y social –útiles para actuar de modo responsable–. En ocasiones se dice que, en la actualidad, en la escuela los conocimientos no son imprescindibles y que el quid es aprender a aprender. Sin embargo, la función de la escuela es promover el aprendizaje de los saberes que, en un determinado contexto histórico y social, se ha consensuado que son los que deben formar parte del bagaje de las nuevas generaciones. Como ejemplo, los alumnos pueden aprender a reciclar desechos a partir de anuncios de la televisión o de informaciones que encuentran en Internet o en casa. Con todo, para aprender por qué se ha de reciclar y para ser capaces de hacer propuestas destinadas a mejorar los procesos de reciclaje de manera fundamentada en conocimientos validados y no en opiniones, precisan saberes que, en gran medida, solo se aprenden en el colegio.
Promover que el alumnado sepa autoevaluarse tiene, entonces, la finalidad de construir conocimientos clave de manera significativa, es decir, competencial, en vez de memorística, que le posibiliten continuar aprendiendo a lo largo de la vida y en espacios diferentes de los escolares.

Para empezar, ¿qué concepciones necesitamos replantear sobre la evaluación?

Cambiar la evaluación exige un cambio profundo en cuanto a ideas, prácticas y emociones que están muy arraigadas socialmente. Presentamos cuatro grandes cambios en torno a estas concepciones.

La evaluación que sirve para aprender debe ser gratificante

Basta con preguntar a los docentes y los aprendices qué emociones les despierta la evaluación: todas son negativas. En el caso de los docentes, porque lleva aparejado el miedo de ser injusto o poco objetivo, además de inseguridad, estrés… Con respecto al alumnado, también por temor, en este caso de no lograr buenos resultados, por los nervios y a menudo baja autoestima que genera, por sentirla como una amenaza…
A partir de la evaluación que se aplica desde hace siglos, se puede comprobar que una buena parte de los chicos y chicas pierden el placer por aprender –excepto los pocos que obtienen buenas notas– y que, para la mayoría, el objetivo del trabajo en la escuela es aprobar, no aprender. También los docentes tendemos a considerar que la tarea de evaluar es la más insatisfactoria de la profesión, pero que hay que llevarla a término porque así está estipulado.
Hoy sabemos que todo cuanto provoca emociones negativas, de las cuales cuesta encontrar el sentido y que son difíciles de manejar y reconducir, no es útil. Si no conseguimos que la evaluación sea gratificante, no solo será inútil para aprender, sino que, además, será contraproducente.
Hace ya tiempo, López (1991) se preguntaba si «se puede conseguir una evaluación que le sea útil al profesorado en su actuación docente, que gratifique al alumnado en su aprendizaje y que los oriente a ambos en el proceso». ¿Podemos imaginarnos a estudiantes que pidan hacer más actividades de evaluación porque reconocen que les sirven para aprender y que se lo pasan bien haciéndolas? ¿Y docentes que se emocionen cuando ven cómo sus alumnos se autoevalúan o coevalúan y aprenden mientras lo hacen? Huelga decir que el paso de una evaluación estresante a otra más satisfactoria no es rápido, especialmente para los alumnos y docentes que llevan años experimentando la otra manera de evaluar. Pero, en la mayoría de los casos que se han investigado –con alumnos, profesores y escuelas diversos–, en tres o cuatro años se logra el cambio –y, si la mayoría del profesorado es coherente, incluso antes–.

Aprender requiere evaluarse

Los docentes venimos de una tradición según la cual nosotros «enseñamos» y los alumnos aprenden solo si están atentos, estudian y son inteligentes. Al final, lo que se evalúa es si saben repetir lo dicho, leído o hecho, en ejercicios similares a los mostrados en el aula. Es decir, la evaluación es una actividad que se incluye en la última parte del proceso de enseñanza, y es prototípico que también en los cursos de formación del profesorado el último tema del programa sea el de la evaluación –¡cuando debería de ser el primero!–.
Esta es una práctica tradicional que debe cambiar si se quiere aplicar una evaluación vista como aprendizaje. Hoy sabemos que todos los aprendices, de cualquier edad, siempre tienen ideas y sentimientos previos, además de maneras de hacer y de hablar, y que aprender significa cambiarlas. Su cabeza no está vacía y nuestra labor como docentes es ayudarlos a cambiar, reformular o ampliar lo que ya piensan, hacen o sienten. Un niño o una niña de 4 años, cuando observa cambios de colores al mezclar líquidos, dice que «es magia». Ayudarlo a pensar que lo que llamamos magia tiene una explicación y que hay personas científicas que buscan entender por qué pasa comporta ayudarlo a regular su punto de partida. O podemos pensar en un alumno que nunca ha estudiado nada sobre la electricidad: no tendrá ningún problema para explicar por qué una bombilla emite luz o para justificar por qué la intensidad es en algunos circuitos eléctricos mayor que en otros, aunque su explicación pueda ser alternativa a la que ofrece el conocimiento científico actual, y, por tanto, será necesario que revise con nuestra ayuda. Y aun otro ejemplo: aprender gramática de manera significativa es ser capaz de utilizar los conocimientos de este campo en la revisión de un texto –seguramente no idóneo al inicio– que ha sido escrito para comunicar algún pensamiento, sentimiento, actuación…, y no repetir sus reglas. Por lo tanto, aprender implica ser capaz de reconocer cuáles son nuestras ideas y maneras de hacer y de hablar, comprender las razones que las explican y, muy especialmente, tomar decisiones orientadas a cambiarlas, si es necesario. Esto es evaluar. Por este motivo, se puede afirmar que aprender es evaluar, y sin esta evaluación no puede haber aprendizaje significativo. Hay alumnos que reconocen que una cosa es repetir lo que el profesor dice y otra cambiar las propias ideas. Uno de ellos, buen alumno de Bachillerato, durante una entrevista sobre sus ideas en torno a la caída de los cuerpos, preguntó a la entrevistadora: «¿Quieres que te diga lo que pienso o lo que el profesor quiere que responda en un examen?».
Como decía Jean Pierre Astolfi (1999), «el error es el medio para enseñar». Por su parte, Francisco Lorenzo (2014) recoge en la web Evaluacción1 el lema «Equivócate mucho, equivócate pronto»,2 para explicar cómo en algunas escuelas los alumnos discuten, reconstruyen y corrigen textos siguiendo orientaciones que se centran en encontrar mecanismos de mejora, y no en localizar los errores.
Si un aprendiz hace bien una actividad a la primera, significa que no ha aprendido nada, porque ya lo sabía –o también puede ser un indicador de que ha copiado–. Por consiguiente, tenemos que cambiar radicalmente la concepción del error como algo que se debe evitar y ocultar: lo debemos entender como el punto de partida que nos posibilita aprender. Si hemos llevado a cabo una actividad de aprendizaje que nos ha ocupado una hora de trabajo (resolver un problema, hacer un experimento, escribir un texto…), como mínimo tenemos que dedicar otra hora a reconocer las dificultades o los obstáculos que hemos hallado, a entender las posibles razones que los explican y encontrar caminos para superarlos. Esta es una condición básica para lograr que la evaluación sea gratificante, ya que el objetivo es hacerlo mejor que al principio. En consecuencia, todo proceso de evaluación debe terminar siempre con: «Qué te recomendaría para mejorar», cuando el retorno lo hace un compañero o el maestro, o bien con: «Cómo me propongo avanzar», si se autoevalúa uno mismo.

El aprendiz debe ser el protagonista de la evaluación

Actualmente, se habla mucho de los siete principios del aprendizaje (OCDE, 2010), y todo el mundo cita sobre todo el primero, que dice que el alumno es el centro. Pero la evaluación sigue estando centrada en el profesorado. Es él quien elige y diseña las actividades para recoger datos, quien las analiza aplicando sus criterios y, aún más, quien toma decisiones, ya sea para proponer mejoras o para calificar. ¿Podemos imaginar una evaluación en la que todo este proceso lo realice el alumno y que la función del docente sea la de ayudarlo a hacerlo de manera útil y adecuada? Los profesores utilizamos a menudo la palabra corregir, pero deberíamos eliminarla de nuestro vocabulario. Decimos que «corregimos exámenes» o que «corregimos trabajos» cuando, de hecho, solo la persona que ha cometido el error lo puede corregir. Los docentes podemos ayudar en la corrección de los aprendices, pero son ellos los que tienen que comprender las razones de sus dificultades y decidir cómo vencerlas. Por otra parte, se ha investigado mucho sobre la utilidad de lo que llamamos «correcciones» (Black y Wiliam, 1998). Por ejemplo, se ha comprobado que los alumnos no mejoran solo porque se les devuelvan los trabajos con comentarios escritos. Si las correcciones van acompañadas de una calificación numérica, no sirven para ningún tipo de alumno, dado que todos miran el número y no leen los comentarios. Si solo se in...

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