III
¿Todas las cartas de amor son ridículas?
(1970-1978)
Monterroso maestro
Augusto Monterroso conoció a Bárbara Jacobs el siete de octubre de 1970 en el piso diez la Torre de Rectoría de la UNAM. Ella era veintiséis años menor que él, cabello negro ondulado, ojos aureolados y grandes color azul, delgada, piel blanca. Asistió al taller de creación literaria que él impartió durante varios años, primero en la UNAM, después en la capilla Alfonsina. Monterroso se convirtió en su mentor, quien le enseñó la literatura en libros, su historia y sus clásicos, pero también la literatura viva, palpable, actual.
Para ser un tímido, Monterroso solía improvisar bastante en sus clases. De acuerdo con los apuntes de su curso sobre cuento, de las veinte clases, las cuatro primeras las usaba para estudiar “cuento antiguo y premoderno”: ejemplos de cuentos orales –como los de su amigo Andrés Henestrosa–, cuentos morales filosóficos y fábulas. Después en otro bloque de siete clases pretendía responder a la pregunta, ¿qué es lo moderno?, y por ende, ¿qué es un cuento moderno? Aquí empezaba con Poe y Quiroga; definía la modernidad desde Baudelaire: “El hombre dividido. El escritor ya no domina la situación. Él mismo es el tema de su cuento. Como Kafka, Chejov”. Al abordar la segunda etapa de la modernidad disertaba sobre Freud y el desarrollo de los medios masivos de comunicación: la complejidad psicológica del personaje profundo y la manera en la que los medios modificaron la forma literaria haciéndola más breve, concisa. Y en una tercera etapa se centraba a resolver una pregunta central: “¿Qué hace Joyce?”, cuya respuesta improvisaba en clase, apoyándose en los ejemplos de “Hemingway, Scott Fitzgerald, Mansfield, Salinger”. Su argumentación funcionaba a partir de los ejemplos y referencias; explicaba a un autor con otros autores, una forma o tema literario con el que hubiera estado en diálogo. Si a los estudiantes no les quedaba clara la idea, salían al menos de su curso con un bagaje literario inmenso.
En la discusión entre forma y contenido, no tomó una posición categórica. En ocasiones como en “Míster Taylor” el tema fue primero, y la forma le sirvió para controlar su enojo; con las fábulas, el formato breve le ayudó para contar varias historias con personajes y situaciones diversas. Con Movimiento perpetuo logró atrapar la forma literaria un instante por medio de dos temáticas en apariencia desligadas: la literatura y la burocracia. La separación, forma y contenido, no era, en realidad, más que una convención analítica, una manera de discutir lo que en la creación surgía de manera natural.
Otra clase se titula “El cuentista y la sociedad”. Aquí aprovechaba para darles un solo consejo escrito en sus notas. Los cuentistas más jóvenes tienen la tendencia “a eludir la realidad inmediata: de ellos, de su clase, del país”. Les recomendaba, en consecuencia, observar su entorno, conscientes del nivel político y económico; escribir una obra relevante a sus contemporáneos sin pretender que eso que escribían era un mensaje para la eternidad. Acababa de reforzar esta idea con su interés por los acontecimientos en Cuba y Nicaragua, y era lo que él vivía y creía en ese momento.
Después se preguntaba si los hechos auténticos servían para cuentos: ¿escribe sobre lo que conoces o escribe lo que imaginas?, ¿hasta dónde es necesario conocer sobre lo que escribimos?, ¿nuestro personaje como un misterio o un títere que tiembla ante nuestras intenciones? Por último, oponía al estilo clásico –“la emoción de la forma, justeza, verdad”– el estilo de los románticos que “lloraban mucho al escribir”. Aquí la balanza se inclinaba a la primera opción, pero esa era, finalmente, su decisión; si los alumnos optaban por la segunda, les deseaba mucha suerte y muchos lectores, entre los cuales no estaría él.
Destaca en sus apuntes una lista que hizo de las obligaciones del maestro, donde se dice que éste debe ser: “1. Responsable: asistir, puntual, etc. 2. Conocer a fondo su materia. 3. Interesarse en los alumnos: exigir, dirigir lecturas, etc.: esperar algo de ellos. 4. Apegarse a las ‘reglas del juego’ que se establezcan: ser consistente”. Él, que había rehuido a la obligación de las aulas, por pánico escénico y desidia, ahora se comprometía a hacer el trabajo y cumplirlo con eficacia. Poco a poco dejó atrás la vida bohemia y, a sus cincuenta años, redactaba los planes y temarios de sus clases.
Este curso de cuento que dio Monterroso, desde un acercamiento teórico y de creación literaria, fue clave en la formación de una nueva generación de escritores. A él asistieron, durante los años en la UNAM, Bárbara Jacobs, Adolfo Castañón, Elena Urrutia, Luz Fernández de Alba, Martín Casillas, Paulino Sabogal, Francisco Valdés, Bernardo Ruiz; y en la capilla Alfonsina, Juan Villoro y Guillermo Samperio, entre otros. Castañón recuerda que Monterroso les pedía que llevaran al taller citas literarias donde hubiese moscas; él contribuyó con una de Marcel Schowb que luego vio impresa en el libro de Movimiento perpetuo. Después de clase, solían en ocasiones ir a casa de uno de los talleristas a conversar y ver películas como la de Jules et Jim. Villoro se vio impresionado por la erudición de Monterroso, sobre todo de los clásicos latinos. Los trataba como amigos, familiares. A los modernos, en cambio, los usaba para dar ejemplos de una descripción perfecta o un diálogo preciso: “Regresaba con una novela de Saul Bellow o los cuentos de Carson McCullers, y leía una página... Aquel método sin tesis ni doctrinas convertía a todos los escritores en compañeros de trabajo, participantes simultáneos en la misma mesa de escritura”. Samperio recordó que, en su primera clase, Monterroso les preguntó si ya habían desayunado; respondieron que no, y los llevó a una cantina cerca de la Capilla Alfonsina. “Nos insistió mucho en que no siguiéramos escribiendo porque ya había demasiados libros”.
Castañón se dedicó a la crítica literaria, en especial a la historia intelectual. Samperio intentó con éxito la mini ficción y Jacobs escribió un diario en la línea erudita y libresca de Monterroso. Villoro, además de desarrollar una obra diversa de gran calidad, escribió textos críticos esclarecedores sobre su maestro. Esta es una de las mejores descripciones de sus espacios, estilo e interés literario:
La sencillez sólo es aparente. Los escenarios, como quería Eliot, no son descritos; se intuyen por lo que ahí sucede. La idea que mejor define estos territorios es la de jardín razonado, donde las hojas brotan al modo de una esmerada enciclopedia; el orden –del que el autor es devoto– pacta con la fertilidad en espacio corto; hay un curioso afán de totalidad en estas miniaturas.
Tercer matrimonio
Bárbara, su alumna, y él siguieron viéndose después del curso. Ella lo acompañaba a las reuniones con los amigos. Salían a comer con los García Márquez, con Álvaro Mutis, y Cardoza y Aragón. Monterroso, como siempre, se encontraba con las grandes figuras de la cultura nacional e internacional.
Intuyó que ella lo quería, pero dudó si era correcto empezar una relación más formal. Bárbara era guapa, inteligente y lo admiraba como escritor. Imposible no amar a esa mujer. Pero estaba la diferencia de edad, y una relación previa de maestro y alumna. Esto podría ser un problema, no ahora, en unos años: él llegaría a los sesenta y ella apenas habría cumplido treinta y cuatro.
Le habría bastado con decirle una frase o acercarse a ella con deseo. Al final, como un adolescente, le escribió una carta de amor. Existen tres borradores de esta carta. En la primera se lee al principio: “Por fin me he decidido a escribirte una carta. Lo hago venciendo mis temores. Nunca me he atrevido antes”. En la segunda elimina el preámbulo y va directo: “Te amo y cuando estoy contigo me es imposible declararte mi amor, decírtelo, y me refugio en el simple acto de hacerlo. Estar contigo me es –...