
- 300 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Verde tierra calcinada
Descripción del libro
En Colombia vale más un pedazo de tierra que la vida de quienes lo habitan.Desde la ciudad el conflicto se ve ajeno.El humo no nos deja ver los cadáveres y la distancia nos aleja del dolor de las víctimas.Juan Miguel Álvarez ha viajado por toda Colombia con la misión de develar historias de profundo dolor y también de reconciliación. Federico Rios lo acompañó para registrar las imágenes de esta aventura que es a veces dura y a veces esperanzadora.
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Información
Categoría
HistoriaCAPÍTULO 07
Guaduas
5°53'54''N 76°08'35''O
1
No eran las cinco y media de la mañana cuando el alcalde Echavarría Agudelo pasó a recogernos en una camioneta a la casa posada de doña Lili. El Carmen de Atrato había madrugado: ya estaban encendidos los bombillos de las panaderías en unas calles sin niebla. A lo lejos, entre la cordillera, un primer destello solar alcanzaba a crear un corto skyline sobre los picos acolmillados.
Para resolver este encargo debía concentrar mi esfuerzo en escuchar suficientes testimonios que permitieran hacerme una idea de lo que había sido la existencia del erg y la relación que los desmovilizados mantenían con el grueso de la población y con las víctimas. Para ello, habría que visitar la vereda Guaduas porque allá había nacido esta guerrilla.
Desde que lo llamé para este nuevo viaje a su pueblo, Echavarría Agudelo se ofreció a acompañarnos a la vereda y a servirnos de puente con la comunidad. Todo hay que decirlo: si luego del viaje a La Puria el alcalde me había dejado una impresión ambigua —como expresé en el capítulo 1, entre oportunista y honestamente interesado—, en esta ocasión me estaba pareciendo realmente colaborador sin esperar mayor figuración a cambio. Federico me dijo que sentía algo parecido, que lo creía un tipo confiable.
Arrancamos no sin antes recoger a Virgelina Tobón y a Wilfredi Bolívar, dos lugareños de 30 años. Virgelina se desempeñaba como enlace entre el Gobierno y las víctimas —lo mismo que Claudia Munard en Génova—, y nos podía facilitar el acceso a algunas personas. Wilfredi podía ayudarnos a interpretar el territorio porque era oriundo de Guaduas, además de que en ese momento tenía asiento en el Concejo Municipal. Incluirlos en el viaje había sido idea del alcalde.
Minutos antes de las seis de la mañana, el sol se abrió paso hasta alumbrar el destino de la carretera. Luego de una hora por una trocha angosta de curvas infinitas en piedra rayada, llegamos a un alto desde donde la vía empezaba a descender. El alcalde detuvo la camioneta y nos dijo que nos bajáramos para apreciar la panorámica del valle del río Guaduas. Un cuadro esplendoroso.
Este valle es una planicie diminuta en comparación con los colosales farallones del Citará que le rodean. Como era la primera luz del alba, los colores palpitaban de intensidad. Los farallones, de un gris azul que se degradaba mientras la cuesta alcanzaba el suelo. Y el valle, de un verde frondoso con leve acento amarillo. El río, un lecho esquivo, allanaba la planicie con dificultad. Después del valle, las montañas parecían cerrar el cauce del río y crear una frontera natural. La región que seguía de ahí en adelante se llamaba bajo Guaduas y al valle le decían alto Guaduas. El alcalde explicó que la carretera llegaba hasta esa frontera; una hora más de viaje desde donde estábamos. A partir de allí, debíamos continuar a pie media hora hasta un paraje conocido como «Casa bomba».
Las primeras viviendas aparecieron apenas la camioneta tocó la planicie. No lucían un diseño particular. Eran una mezcla empírica de guadua, esterilla, cemento y ladrillo. Unas pocas, con segunda planta. Los techos eran de materiales sintéticos y en casi todas abundaban las flores: unas rojas redondas —desconocidas para mí, semejantes a la amapola—, besitos blancos en los bordes de los patios, rosales crecidos y unas amarillas silvestres como chispas titilantes entre la hierba.
En una de estas casas hicimos la primera estación. Los campesinos reconocieron al alcalde y se acercaron a saludarlo con amabilidad y sorpresa. «¡Madrugó, alcalde!», le decían, complacidos con la visita. La dueña de la casa ya nos estaba esperando para darnos el desayuno. El alcalde la había llamado el día anterior. Arepas de maíz amarillo recién molido, gallina sudada, queso y una ollada de chocolate. Alimentos cultivados en esa parcela.
Entre lo que tardamos en bajarnos la comida, charlé con Wilfredi. Sus padres, tíos y abuelos eran raizales de Guaduas y vivieron en la vereda hasta que la guerra se los permitió. A finales de 1998, cundió el rumor de que los paramilitares venían subiendo por la trocha desde Quibdó e iban a penetrar en el bajo Guaduas para acabar con el erg. En su trayecto, estaban matando lo que se moviera. Noventa familias huyeron despavoridas. Entre esas, la de Wilfredi. La vereda quedó despoblada casi por completo.
Una semana más tarde, apareció un comando paramilitar guiado por un hombre que conocía el terreno palmo a palmo y había sido parte del erg. Supuestamente, estaba en capacidad de señalar quién colaboraba o era parte de esa guerrilla. El primero al que le colgó la lápida fue a Rolando Bolívar, un joven que se ganaba la vida transportando campesinos y encomiendas en una moto. Durante sus días como guerrillero, el guía de los paras había empleado a Rolando para que lo llevara de un lado a otro, así que no tuvo empacho en señalarlo como colaborador del erg.
—Rolando sí le hizo favores a esa guerrilla —dijo Wilfredi—, pero porque se sentía obligado. No porque fuera parte de ellos.
La Casa Castaño consideraba que esta era la manera más efectiva para inclinar la guerra a su favor y la implementó en las regiones que quiso colonizar. Para entrar a una zona, cautivaban a un miliciano de la guerrilla o lo obligaban a traicionar a sus compañeros, luego de haberlo torturado y de tenerle amenazada a la familia. Para salvar su vida, ese nuevo integrante terminaba incriminando a cualquiera o diciendo lo que los paras querían oír.
Luego de Rolando Bolívar, mataron a una abuela de 80 años, a un adolescente que padecía retardo mental y a un vecino de Wilfredi. Los paras aniquilaron cuanto animal se les atravesó en el camino: perros que no se fueron detrás de sus dueños, vacas abandonadas, gallinas sin corral, loros enjaulados, cerdos con sus crías. Incineraron cada vivienda para dejar un escenario en el cual nadie pudiera quedarse y al que nadie pudiera regresar.
El retorno de Wilfredi a Guaduas fue diez años después. Él de 24 años. Le pregunté si la situación ya estaba mejor que en el tiempo en que fueron desplazados. Para mí era obvio que sí. Bastaba saber que ya no había paramilitares ni guerrilleros del erg por ahí. Pero pregunté aquello porque quería escuchar cómo lo comprendía Wilfredi.
—Ahora todo está mejor —dijo—, pero necesitamos más colaboración del Gobierno. Lo que puede hacer la Alcaldía no es suficiente. Poner a producir las fincas cuesta mucho dinero y la gente no lo tiene.
Las últimas líneas de la carretera se esfumaron en un potrero cercado con alambre de púas. Detrás de la cerca, el valle se convertía en un terreno lobulado y rocoso. Nos bajamos de la camioneta. Era la segunda estación.
El alcalde y Wilfredi venían de yines, camiseta y botas pantaneras. Virgelina igual, pero andaba en tenis. Wilfredi y Virgelina eran de piel mestiza, estatura promedio y un poco pasados de peso. Wilfredi, además, tenía los ojos aprisionados por unos pómulos inflados, pelo castaño claro y unas entradas que maximizaban su frente. El alcalde, diez años mayor, conservaba talla delgada y un aspecto más saludable.
—Yo vine a conocer Guaduas apenas hace año y medio —dijo Virgelina calzándose las botas pantaneras—. Antes de eso, uno nunca venía por acá. Uno no salía del casco urbano, no se metía en las veredas y menos en esta. Era el miedo a que lo reclutaran a uno.
Sobre el descampado, a unos diez metros de la camioneta, yacía el esqueleto oxidado de un furgón. Federico le hizo varias imágenes mientras el alcalde nos explicaba que eran los restos de uno de los tantos camiones asaltados por el erg. Esta guerrilla tuvo por costumbre armar retenes periódicos en la trocha Medellín-Quibdó, para detener vehículos de carga. Bajaban a los conductores y se llevaban el camión montaña adentro hasta dejarlo en este punto donde estábamos. Los guerrilleros subían la carga al hombro hasta los campamentos y enterraban la que no les servía o la que podían usar más adelante. A lo último, desvalijaban el vehículo.
—Hace unos meses que vine por aquí, encontramos una caneca con computadores —observó el alcalde.
A unos veinte metros, a mano izquierda del esqueleto oxidado, se notaba una edificación destechada con las paredes cubiertas de musgo. Eran las ruinas de un templo pentecostal. El dato me sorprendió. Eso significaba que este lugar, por distante que fuera, había sido muy poblado.
—Sí —corroboró el alcalde—. Aquí había casi cien familias, más o menos 370 personas. Mire que entre las escuelas del alto y bajo Guaduas sumaban 287 niños.
Nos acercamos a las ruinas. A primera impresión, parecían inservibles. En el interior bullía la hierba feroz. Pero si uno aguzaba la mirada notaba que las paredes eran gruesas, de ladrillo bien pegado y columnas sin grietas. Poco dinero bastaba para darle nuevo uso a esta estructura. Pero nadie se iba a meter la mano al bolsillo. La realidad es que este paraje se encontraba perdido a la suerte.
—El erg usaba esta capilla como bodega —dijo el alcalde—. Cuando entraron los paramilitares, la volaron con dinamita y le prendieron fuego.
Las cosas que me estaban contando más los vestigios de la guerra que tenía en frente me despertaron una sensación difícil de concretar, como si todos los viajes y los testimonios de este trabajo me hubieran ensordecido a una misma voz. Primero, mi cerebro escenificaba las acciones que la gente me narraba. La película corría ante mis ojos y me llenaba de pavor. Al segundo, mi mente escapaba hacia ese instante de realidad en el que me encontraba. Me tranquilizaba saber que ya el horror había terminado. Que solo estaba escuchando testimonios sobre la guerra. No, atestiguándola. En seguida, me embargada el agobio y la desazón. Sentía que iba a reventar en lágrimas y me forzaba a calmarme. Tomaba aire por la nariz y lo botaba por la boca. Me desahogaba vaciando notas de letra nerviosa en mi libreta. «¿Después de cuántos viajes por este país despedazado, por esta verde tierra calcinada, puedo acostumbrarme a la idea de la guerra? ¿Después de cuántas historias de sangre mi sensibilidad se endurecerá lo suficiente para alejar cualquier depresión? Y si se endurece mi sensibilidad, ¿podré resolver mejor este periodismo? ¿Con más distancia? ¿O toda esta implicación emocional es lo que me permite sostener una mirada humana y reveladora? De ser así, ¿cuánta más carne mía tendré que dejar en este trabajo?».
La hierba sudaba por el rocío de la aurora. Un frío pequeñito erizaba la piel. Eran las ocho y media de la mañana y llevábamos unos treinta minutos a paso de bota firme, tras haber dejado las ruinas del templo pentecostal, por un camino de herradura que algunas veces bordeaba el río y otras veces se alejaba unos cuan...
Índice
- Inicio
- Capítulo 01 · La Puria
- Capítulo 02 · Las Hermosas
- Primer retorno a la burbuja
- Capítulo 03 · El Arenillo
- Capítulo 04 · La Balsa
- Segundo retorno a la burbuja
- Capítulo 05 · Calamar
- Tercer retorno a la burbuja
- Capítulo 06 · La Coca
- Cuarto retorno a la burbuja
- Capítulo 07 · Guaduas
- Para comparar
- Agradecimientos
- Juan Miguel Álvarez
- Federico Ríos
- Créditos