Pedagogía (entre paréntesis)
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Pedagogía (entre paréntesis)

Daniel Brailovsky

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Pedagogía (entre paréntesis)

Daniel Brailovsky

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Este libro aborda la oposición entre lo nuevo y lo tradicional en educación, sin elogiar lo primero ni proponer un regreso nostálgico a lo segundo. Busca salir del espejismo dibujado sobre esa vieja oposición y pensar (desde la pausa de un paréntesis) en todo aquello que ese esquema binario no deja ver. Se pregunta qué discursos conservadores se disfrazan de novedad y qué sentidos de la vida escolar se atenúan cuando algo es rotulado como tradicional.Pedagogía (entre paréntesis) analiza las críticas dirigidas a la escuela y diferencia las formuladas por la Escuela Nueva y las pedagogías críticas de las que se plantean hoy desde una postura gerencialista y economicista. Distingue entre el alumno como oprimido o como cliente y entre el docente como un intelectual público o como un emprendedor; ya no se trata de distinguir entre lo nuevo y lo tradicional, sino entre las críticas de la vieja escuela nueva y las del (pseudo)escolanovismo de mercado. Esta obra propone un recorrido en clave pedagógica a través de algunas palabras potentes, como conversación, cuidado o confianza, que vale la pena volver a pronunciar en la escuela.

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Información

Editorial
Noveduc
Año
2019
ISBN
9789875386723
Edición
1
Categoría
Pedagogía
PARTE
I
La vieja escuela nueva y el (pseudo)escolanovismo de mercado
CAPÍTULO
01
De novedades y tradiciones
Lo nuevo y lo tradicional
Nadie, nunca, es ni puede ser plenamente fiel a su pasado, a su tradición, a su herencia, a su mundo. La coherencia, la congruencia, la fidelidad al mundo, no son atributos humanos.
Joan-Carles Mélich
Los conceptos de “nuevo” y “tradicional” son empleados en los debates pedagógicos y didácticos para hacer referencia a dos conjuntos de ideas –más o menos enfrentadas, más o menos opuestas entre sí– que, con mucha frecuencia, se representan bajo la forma de un esquema binario: las ideas propias de cada concepción se oponen a sus correlativas al otro lado de la línea. Es probable que, en la mayor parte de los cursos iniciales de pedagogía, en algún momento el profesor a cargo divida el pizarrón en dos y esboce alguna versión de este esquema. Por un lado, se exponen los principios del dispositivo escolar, el mecanismo de la escolarización que nos remonta al surgimiento de los sistemas educativos modernos. Por otro lado, se proponen principios superadores de aquel dispositivo, con ideas “nuevas” identificadas con distintas corrientes pedagógicas del siglo XX. Se trata de un ejercicio que en general resulta interesante y fructífero, ya que invita a recorrer hitos históricos, didácticos, pedagógicos y políticos. Y en especial cuando se trata de comenzar a desnaturalizar los dispositivos escolares para poder verlos como un campo en disputa, como un terreno de debates.
El que sigue es un ejemplo de ese clásico cuadro:
PEDAGOGÍA “TRADICIONAL”
PEDAGOGÍA “NUEVA”
Centrada en el programa y en las explicaciones del docente.
Centrada en los intereses de los alumnos.
Piensa en un alumno pasivo, receptor.
Piensa en un alumno activo, constructor del conocimiento.
Verbalista, libresca.
Dedicada a explorar distintos lenguajes y modos de conocer.
Jerarquiza lo conceptual, lo intelectual.
Jerarquiza lo afectivo, la imaginación.
Apunta al registro, la memoria, el acopio, lo reproductivo.
Apunta a la comprensión y a una relación creativa, productiva, abierta con el saber.
La disciplina es impuesta, como una condición necesaria para la enseñanza.
La disciplina es una construcción de los alumnos, es una “autodisciplina” o es un pacto de convivencia.
Hay un interés en el logro de resultados medibles.
Hay un compromiso con los procesos.
La enseñanza responde a métodos que dictan una serie de pasos preestablecidos a seguir.
La enseñanza se concibe en forma estratégica, donde las acciones se amoldan a lo imprevisible de las situaciones.
La planificación es una tarea técnica.
La planificación es un ejercicio creativo.
La evaluación se materializa en exámenes y otros dispositivos experimentales destinados a la medición.
La evaluación se materializa en propuestas dinámicas, de producción abierta, destinadas a la reflexión sobre los procesos de aprendizaje.
El grupo de alumnos es considerado en forma homogénea, sin tomar en cuenta las diferencias.
Los estudiantes son vistos atendiendo a sus particularidades.
El esquema, así planteado, propone un universo dividido muy nítidamente entre dos conjuntos de argumentos. Unos conservadores, otros progresistas. Unos apegados al hábito y lo consolidado, otros a la innovación y la creatividad. Unos aburridos, descomprometidos, mecánicos. Otros entusiastas, vocacionales y disruptivos. Unos “conductistas” y otros “constructivistas”. Y, así presentado, el mundo de la pedagogía se divide en “buenos” y “malos” muy claros y establecidos. El desafío del buen docente se limita a apegarse lo mejor posible a los principios del lado correcto del gráfico. Deberá sortear, claro, la “resistencia al cambio”, los “hábitos profesionales” y otros demonios que impiden a la nueva pedagogía manifestarse en todo su esplendor, pero finalmente todo se trata de elegir el bando indicado, el lado correcto, y de tener el coraje de ocuparlo. Al situarse en el territorio de lo nuevo, además, será conceptuado como un docente moderno, actualizado y hasta innovador.
Este esquema, sin embargo, no es transparente. No necesariamente representa la complejidad de las ideas educativas que pone enfrentadas, ni considera otros dilemas pedagógicos y políticos que las atraviesan. Como afirma Cucuzza, “Así como ‘escuela nueva’ no es un bloque homogéneo, tampoco lo es ‘escuela tradicional’; los términos de algunos cuadros de doble entrada suelen reducir la complejidad” (Cucuzza, 2017, p. 313). Para algunos, incluso, el mismísimo planteo del cuadro comparativo es una operación antipedagógica. Gil Cantero observa:
Como dicotomía está mal planteada. A la pedagogía tradicional se le atribuyen, por parte de algunos, todos los males de la educación y, por parte de otros, todas las bondades. Lo mismo ocurre con la pedagogía progresista. Estamos, pues, ante una clara perspectiva maniquea, típica del antipedagogismo (Gil Cantero, 2018, p. 35).
En estas páginas se propondrán una serie de interrogantes para adentrarnos en algunas de las cuestiones que, desde esta formulación, no logran terminar de pensarse. La hiperpresencia de esta dicotomía entre lo nuevo y lo tradicional en los discursos pedagógicos –se sostendrá aquí– no contribuye al planteo de problemas centrales ligados a los modos en que los educadores asumimos un compromiso con nuestro oficio y nuestra tarea. Y obstruye el tratamiento profundo de problemas emergentes, como la cuestión de las diferencias o el lugar de las tecnologías en el aula. Intentaremos entonces apuntar algunas observaciones alrededor de la cuestión y plantear una serie de hipótesis que podrían ayudar a entender qué decimos actualmente cuando empleamos las palabras “nuevo” y “tradicional” para hablar de educación.
Ese (viejo) amor por lo nuevo
La referencia teórica e histórica más evidente detrás de la dicotomía nuevo/tradicional es, por supuesto, el movimiento de la Escuela Nueva, aquel conjunto de debates y propuestas sobre la forma escolar, la ética de las relaciones educativas y los dispositivos didácticos, que tuvo lugar entre fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX. Formaron parte de este movimiento autores de distintas geografías –muchos de ellos, latinoamericanos– reunidos en un enorme y potente espíritu de renovación de lo escolar. Se trató, como afirma Jafella, de:
(…) una filosofía educacional que expandió nuevas consignas pedagógicas basadas en la experimentación en el plano de la enseñanza, la puesta en obra de metodologías renovadoras y la impronta de corrientes psicológicas (…), que pretendió superar el disciplinamiento de la clase y el enciclopedismo en la transmisión de conocimientos, característicos de la denominada “educación tradicional”, y se hizo sentir, con diversos grados de intensidad, en la mayor parte de los países de América Latina (Jafella, 2002, p. 334).
La Escuela Nueva, por otro lado, no es un método ni un sistema didáctico determinado, sino “un conjunto de principios tendiente a rever las formas tradicionales de la enseñanza” (Arrondo, 2004, p. 8). A lo largo del siglo XX, además, las ideas escolanovistas se entrelazaron con otros discursos (las pedagogías críticas, el constructivismo, el reproductivismo, entre otros) y fueron dando forma a un discurso progresista que, sin dejar de identificarse con el escolanovismo, trasciende ampliamente sus postulados originales.
La lista de referentes es larga. Solo su enunciado demandaría una tarea inmensa de recopilación, a la que no nos dedicaremos aquí. Pero baste decir que, si esta compilación de autores escolanovistas debiera mostrarse (o apenas sugerirse) apretadísima en un solo párrafo, no dejaría de mencionar las críticas ácidas de Ferrière a la inmovilidad del aula; los cien lenguajes del niño a los que procuraba dar lugar Malaguzzi; la idea de una sociedad educadora pero desescolarizada de Illich; la búsqueda de formas de educar basadas en la autonomía y la confianza en el niño de Montessori; la búsqueda de una enseñanza sensible a la plasticidad y las necesidades del niño de Claparede; el experimento escolar libertario de Neill en Summerhill, donde las asambleas reemplazan a la disciplina y se educa para la autodeterminación; la convicción de las hermanas Agazzi de preparar para la vida haciendo vivir; el credo pedagógico de Dewey, crítico de las materias escolares y pensador de la escuela como espacio democratizador; la escuela sin timbres de las hermanas Cossettini, donde se buscó recuperar el lenguaje espontáneo de la infancia; las experiencias de periódicos escolares y de métodos alternativos de convivencia desarrolladas por Janusz Korczak en pleno gueto de Varsovia; la pedagogía cooperativa y popular de Freinet; la pedagogía de la individualidad de Pakhurst; las experiencias de educación y trabajo de Jesualdo Sosa; las críticas a la enseñanza memorística y la reforma educativa científica, tecnológica y democrática de Anisio Teixeira; las pedagogías antiautoritarias de Tolstoi y de Makarenko y una extensa lista de otros nombres entre los que no faltarían Kilpatrick, Cousinet, Rezzano, Fossati, Aguayo o el propio Paulo Freire, entre muchos otros. (1)
Ahora bien, repasando las biografías de estos autores, si algo puede decirse de inmediato con respecto a la Escuela Nueva es que sus ideas están cumpliendo ya un siglo de vida. Si se consideran, además, varios antecedentes de los planteos escolanovistas en autores de los siglos anteriores –como Fröebel, Rousseau o Pestalozzi– la edad del escolanovismo es aún mayor. (2) Y quienes han tomado la iniciativa de historizar y periodizar el movimiento le adjudican usualmente una extensa lista de precursores (por ejemplo, García Solana, 2009). Es cierto, como escribía Lourenço Filho en 1933, que, si acaso “no existe institución más antigua que la de educar, puede asegurarse también que no hay novedad más vieja que la de la Escuela Nueva” (en Marín Ibáñez, 1976, p. 23). Y, por eso mismo, es imprescindible señalar el falso carácter de nuevas –en un sentido estricto– referido a las voces que proponen revisar el mundo de la educación tradicional.
Llevando al extremo esta idea de lo viejo en lo nuevo, puede incluso reconocerse un esbozo de la dicotomía nuevo/tradicional en la propia obra de Comenius. Aunque solemos hablar de la escuela tradicional como una escuela “de raíz comeniana”, en los propios textos del padre de la pedagogía están presentes ideas que cobijan ya una valoración de principios escolanovistas, como el empleo educativo del juego. En la Pampaedia, una de sus obras, se habla de “convertir todas las escuelas de lugares de trabajo, en lugares de juego (…) observando los momentos oportunos según las edades de modo que no se haga nada fuera del tiempo [de] la naturaleza” (Comenius, 1992). (3) Esta referencia, claro, no demuestra un “escolanovismo comeniano” ni nada por el estilo. En el mismo texto se proponen, con mayor entusiasmo, métodos librescos de lecciones memorísticas, a los que se dedica mayor atención y para los que se despliega un mayor instrumental didáctico. Pero la observación sí sugiere que la simpatía por los métodos de la escuela nueva existió desde mucho antes de fines del siglo XIX, y que la coexistencia de miradas tradicionales y nuevas, en constante disputa, claramente no es una marca de nuestra época, sino una constante en la historia de la pedagogía. (4)
Los planteamientos originales del escolanovismo, por otro lado, fueron revolucionarios en su tiempo, pero su formulación fue cambiando y se fueron ajustando en formas dispersas y caóticas, siendo funcionales a distintos debates y vocabularios, a lo largo de todo el siglo XX. Muchas de esas formulaciones originales, de hecho, nos parecerían hoy extrañas o incluso inapropiadas, dado que en algunos casos no pasarían el examen, por ejemplo, de las convicciones de nuestra época sobre las relaciones de género. Uno de los principios de la Escuela Nueva (enunciados por la Oficina Internacional de las Escuelas Nuevas, liderada por Adolfo Ferrière) tal como fue publicado tras el Congreso de Calais de 1921 (un evento muy frecuentemente mencionado como uno de los espacios fundantes del movimiento), afirma que:
Los muchachos y las muchachas viven como camaradas. Los elementos que no convienen a la coeducación [de ambos sexos] o a quienes la educación no conviene, son excluidos. Evitando los “rechazos” patológicos, la coeducación prepara matrimonios sanos y felices (en Marín Ibáñez, 1976, pp. 29-34).
La idea de “elementos” convenientes o no convenientes a la coeducación y el lugar de ideal a alcanzar otorgado al matrimonio “sano y feliz” son detalles que delatan los años que nos separan de esa cita. No obstante, en el marco de unas tradiciones en las que la educación mixta (o, en los términos de la cita, la coeducación) no era la regla, resultaba un principio progresista. Procurando no incurrir en anacronismos evidentes, entonces, la letra estricta de estos principios importa menos que su espíritu liberador, visto en contexto.
Otro de los principios centrales de la escuela nueva es la idea de partir de los intereses del niño. Si buscamos este concepto en su formulación original, leeremos que:
La escuela nueva establece su programa sobre los intereses espontáneos del niño. A) Primera infancia: de cuatro a seis años, edad de los intereses diseminados o del juego. B) Segunda infancia: de siete a nueve años, edad de los intereses referidos a objetos concretos inmediatos; diez a doce años: edad de intereses concretos especializados o edad de las monografías. C) Adolescencia: de trece a quince años: edad de los intereses abstractos empíricos; de dieciséis a dieciocho años: edad de los intereses abstractos complejos. Preparación del futuro padre, economista privado, ciudadano y profesional (en Marín Ibáñez, 1976, pp. 29-34).
Es decir: se plantea una concepción del interés infantil como una tipología clasificatoria según las edades de los niños, enfoque que contrastará fuertemente con las sucesivas y diversas formulaciones del mismo principio (partir de los intereses de los alumnos), repensando la idea de interés, haciéndola dialogar con otras (como motivación, deseo o incluso esfuerzo), pronunciando la idea desde distintos vocabularios e influencias teóricas. Pero la idea de que el punto de partida pueda no ser un programa rígido abre una puerta que permite que todo lo demás sea luego pensado, y es desde ese lugar que podemos valorar los aportes del escolanovismo original que, por otro lado, tampoco fue homogéneo ni unívoco. Como vemos, también en sus orígenes el movimiento de la escuela nueva contuvo debates y dio lugar a escrituras disímiles, desprolijas, ensayísticas y entre paréntesis.
En este marco, cabe preguntarse: si se trata de ideas antiguas que han sido vueltas a formular tantas veces, ¿por qué siguen siendo consideradas “nuevas”? ¿Por qué continúan ocupando caprichosamente una mitad de ese remanido esquema, reproducido hasta el hartazgo en manuales de pedagogía y congresos pedagógicos, pero también en memes y redes sociales? Y, sobre todo: ¿cómo es que, habiendo un consenso tan nítido respecto de la conveniencia de adoptar el espíritu escolanovista en la escuela, las prácticas escolares siguen siendo percibidas, en gran medida, como tradicionales? ¿Es que no nos hemos convencido todavía de las virtudes de lo nuevo frente a lo tradicional?
Existen, seguramente, muchas respuestas diferentes a esas peguntas. Una de ellas tiene que ver con las hipótesis que se proponen desde la historia de la educación para interpretar el escolanovismo como fenómeno social y cultural. Para Jafella, por ejemplo, el espíritu educativo implantado por la generación del 80 y el positivismo universitario hace fácil de entender que “los principios fundamentales de la escuela nueva no alcanzaron mayor relevancia frente al paradigma educativo tradicional y oficial que imperó en la Argentina de esa época” (Jafella, 2002, p. 17). La impronta de la educación pública, sostiene la autora, dio contextura hegemónica a una metodología de enseñanza enciclopedista y de carácter expositivo, en la que el alumno desempeña un rol pasivo, característico de la educación tradicional. En un sentido más general, es lógico que cada época histórica y cada grupo de interés dentro de las constantes pugnas por el sentido de lo escolar se apropien de “lo nuevo” de maneras diferentes. Como señala Varela al investigar las ideas escolanovistas en publicaciones pedagógicas de los años 30, “Las ideas escolanovistas fueron interpretadas y resignificadas a la luz de los posicionamientos políticos y/o ideológicos de los agentes partícipes del sistema educativo” (Varela, 2016, p. 88). Esas ideas, además, “distaban de ser un corpus perfectamente coherente: había multiplicidad de interpretaciones sobre las mismas” (p. 97). En este marco, si acaso puede hablarse de la poca permeabilidad a las ideas nuevas en los comienzos del siglo XX o de la recepción y difusión compleja, no unívoca, de los principios escolanovistas en Argentina y otros países de la región, es igualmente indiscutible que cien años después, en el marco de una comunidad intelectual que ya no depende de los viajes de ultramar para llevar nuevas ideas al otro continente (Cucuzza, 2017) la (supuesta) preeminencia de un ideario tradicional en las aulas debería explicarse de otros modos.
La novedad (como disfraz)
La oposición “nuevo/tradicional” no muestra en nuestros días un debate pedagógico transparente, sino el camuflaje de otros problemas que, ocultos tras esa simplificación brutal, no terminan de emerger. Por otra parte, como enseguida veremos, las críticas a la escuela tradicional no son siempre ni necesariamente revisiones progresistas que reivindican prácticas más libertarias.
Cabe entonces señalar una distinción respecto del sentido actual de este debate entre la educación tradicional y la educación nueva. El mismo puede reconocerse escindido en significados ambivalentes. Diremos entonces que existen al menos dos posiciones que se asumen como críticas de lo tradicional: por un lado, está la vieja escuela nueva (la de los escolanovistas de principios del siglo XX), con sus principios plasmados en aquellos antiguos documentos, que han ido dejando herederos notables en referentes más recientes de las pedagogías críticas y en el constructivismo. Y hay, por otro lado, un abanico de corrientes que se manifiestan como críticas a la escuela tradicional, pero que no necesariamente se inspiran en los mismos ideales. Puede así observarse cómo el tono de ciertas críticas a la escuela ...

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