Capítulo IV
Chile y el proceso de cambios: el desarrollismo y la revolución en los gobiernos de Eduardo Frei y Salvador Allende
La nueva conciencia histórica y el debate por los cambios
Si retomamos algunas de las ideas y acontecimientos que se dan en Chile a partir de la década de 1930, se percibe tanto en el ámbito sociopolítico —es decir, en el accionar de los partidos, en la organización de los trabajadores, en la acción sindical— como en los compromisos sociales y políticos de la Iglesia chilena una ampliación del horizonte histórico: se inserta en una dinámica internacional, particularmente en América Latina, que mostrará un esfuerzo mayor por entender los fenómenos concretos que ocurren en todos los campos de la vida del ser humano y en todas las transformaciones valóricas, que van a expresar de manera distinta un más claro sentido de lo universal y de lo que se entiende como nuevas realidades, dentro de esa nueva forma de ser humanidad.
Van a aparecer y se van a proyectar desde el momento histórico que señalamos nuevas acciones, nuevas formas de incorporar a los laicos, con la fuerza del magisterio, a la vorágine de los cambios sociales y políticos que están sucediendo en el mundo contemporáneo. La Acción Social Católica, que ha pasado a ser el motor del apostolado laico, va a expresar el contenido de la propuesta sociopolítica, y también de la visión eclesiológica de ese periodo de renovación de lo que había sido la cristiandad. Por Acción Social Católica
entendemos el esfuerzo organizado y constante para establecer y consolidar en el mundo un orden socialcristiano y, mediante él, resolver los problemas y remediar los males sociales que afligen a la humanidad [...]. Este esfuerzo debemos hacerlo los católicos bajo la guía infalible de la Iglesia, inspirados firme y profundamente en las doctrinas de justicia social y de caridad fraternal que ella nos enseña. [...]. Esta A. S. (Acción Social) como lo han proclamado los S.S. Pontífices, especialmente León XIII y Pío XI, deben llevarla a cabo, en primer lugar, los mismos hombres que están interesados en los problemas sociales y los más afectados por los males de la sociedad actual, los obreros y los patrones y en segundo lugar, el Estado con sus leyes e instituciones. [...]. En tercer lugar interviene la Iglesia, por derecho y deber propio no en la parte técnica y administrativa de las obras o relaciones sociales, sino en los intereses confiados por el Salvador a la promoción y tutela de su Iglesia.231
La Acción Social Católica es más amplia que la Acción Católica, pero monseñor Caro estima que debe recibir la directiva de sus enseñanzas, y estará por sobre los partidos políticos, concibiéndola de alguna manera por sobre estos, en la medida en que sus grandes fines articuladores deben ser la observancia mundial de la justicia social y de la fraternidad humana y evangélica, para todos los seres humanos y naciones, sin distinguir razas, pensamientos políticos o religiones. Es un instante o es una propuesta de mutua colaboración, en busca del mayor bienestar posible de acuerdo con la dignidad de la persona y su fin último232.
Estamos en la aspiración del orden social cristiano, y si bien la propuesta de la Iglesia pretende estar por sobre los partidos, es inevitable que los cristianos que buscan nuevas definiciones en nuevas organizaciones, como la Falange, tengan como ideal político la concreción de ese orden. Así el compromiso y la obligación como católico que emanan de las directivas de la Iglesia universal y nacional son el puente inevitable entre la Iglesia y políticos católicos, salvo para aquellos sectores más conservadores, como lo hemos advertido.
El orden social cristiano es una dimensión de la mayor universalidad, pero encierra elementos restrictivos. La idea es que la Iglesia lleva un mensaje a la historia, pero no se ve apertura para recoger lo diferente y potencialmente valioso de esta misma experiencia histórica; a pesar de ello, todo este compromiso con los más pobres y con los nuevos ideales de justicia —la aspiración del laico— se manifestará en un ideal democrático renovado, más pluralista y personalista para superar los errores y la deformación del individuo.
La Iglesia busca redefinir su rol en la construcción de una nueva sociedad, pero ella ya no es el orden. Lejos han quedado los intentos de la restauración. Busca construir un nuevo orden, pero inevitablemente en esos momentos es una construcción de pluralismo limitado. Hay un desplazamiento del mundo y, en consecuencia, de la Iglesia, desde un antropocentrismo dominantemente liberal, donde el hombre-centro es el individuo-centro. Es una situación histórica en la cual se está configurando una dimensión sociocéntrica donde, evidentemente, el centro de lo social —y dentro de lo social, la concepción de persona— engloba al individuo, con lo que se plantea una dimensión de controversia de distintas percepciones para un mismo objeto: el individualismo liberal, el materialismo socialista marxista y el personalismo socialcristiano.
En los años cincuenta es innegable la apertura al mundo, pero la conceptualización social y religiosa no es “ecuménica”. El cuerpo místico, cuyo concepto adquiere un nuevo significado, buscando recuperar su riqueza primitiva, se estrecha en esta dimensión eclesial e histórica. Así, ya muy avanzado en el tiempo se identifican a los “astutos enemigos, contra los cuales hay que combatir con diligencia y energía, como las insidias masónicas, la propaganda protestante, las múltiples formas de laicismo, superstición y espiritismo”233. Todavía quedan en la Iglesia jerárquica elementos de integrismo en el juicio a las doctrinas diferentes. En todo caso, tenemos que reconocer que no solo la Iglesia mantenía posiciones poco dialogantes, sino que muchos sectores políticos, principalmente los vinculados al marxismo, tampoco se abrían a un diálogo, salvo en cuestiones específicas. Ciertamente, estamos lejos todavía de la idea de una construcción pluralista de la historia.
En todo caso la fuerza de los acontecimientos poco a poco irá produciendo situaciones de encuentro entre los diversos actores de la realidad política y social. Paso a paso se irá reconociendo que la diversidad de opciones es también un crecimiento efectivo de la comunidad que para ser tal debe contener en forma legítima la heterogeneidad propia del ser humano. La Iglesia quiere ser constructora, pero todavía jerárquicamente centra en sí todo el poder, lo cual es su límite al diálogo en el interior, y el laico es más un ejecutor que un evangelizador. La jerarquía dice cuál debe ser el nuevo orden y cómo construirlo; todo esto marca, sin duda, a un partido político de inspiración cristiana en el contexto de nueva cristiandad.
Dentro del concepto enunciado y teniendo en su trasfondo a la doctrina social, el partido político es un instrumento para crear un orden ideal y, al mismo tiempo, un orden impuesto como ideal; toda proposición contraria a ese orden (marxismo, liberalismo o socialismo, por ejemplo) sufre descalificaciones globales. Al aparecer hasta ese momento la experiencia histórica socialista, con características definidas por un aparente ateísmo originario y muchas veces al desconocer los aportes reales que el socialismo puede hacer a la democracia, se producen ciertos apegos a formas capitalistas que se muestran supuestamente como “menos malas”, en la medida en que algunas libertades básicas parecen menos comprometidas.
Por otra parte, si miramos en el contexto de la época los efectos de la experiencia estalinista del socialismo soviético y la crisis del capitalismo en los años treinta, se reforzaban más claramente las aspiraciones de un nuevo orden que era más fácil de fundamentar desde una visión filosófica del mundo, que en la estructuración de un proyecto realmente alternativo. Es necesario entender que, por una parte, la inserción de la Iglesia en el mundo contemporáneo y el desarrollo con mayor autonomía de los laicos en sus compromisos políticos y sociales significan un reordenamiento no solo de los valores políticos, sino también nuevas formas de entender el mundo, nuevas perspectivas de diálogo y, en el fondo, nuevas expresiones de una realidad, que si bien es cierto crece en conflictividad, también lo hace en posibilidades nuevas de diálogos y de encuentros.
La Iglesia, tanto en el ámbito universal como en el nacional, quiere ser constructora de un nuevo orden; es decir, constructora de la historia. Así, avanza no solamente en una nueva inserción en el mundo, sino también en el descubrimiento de sí misma en cuanto a su rol en la realidad y, por lo tanto, en una mejor comprensión de las relaciones Iglesia-mundo. Su gran obstáculo es que todavía no percibe muy claramente, salvo en algunos de sus miembros, cómo se debe asumir la idea de que la construcción de esta historia es una construcción de toda la humanidad desde la diversidad de las culturas.
Las proposiciones del nuevo orden social hacen parte de la permanente dialéctica entre el ser y el conocer, lo que conoce la Iglesia de la historia como totalidad hace parte de su propia experiencia histórica, y de los juicios sobre su propia existencia. Por eso, históricamente la Iglesia no puede tener ritmos distintos o diferentes a los ritmos de la historia. Tiene, en todo caso, los límites de su tiempo y de sus propias capacidades de descubrimiento. También podemos decir que todo el magisterio de la Iglesia tiende necesariamente a ser superado desde la historia misma. Es decir, la historia superada por la historia.
Creemos que esta perspectiva, lejos de relativizar el valor de la enseñanza social de la Iglesia, le da toda la fuerza del valor histórico en cada tiempo o en cada momento. Se convierte en una exigencia para la jerarquía y para el laico insertarse cada vez con mayor “objetividad” en la historia, asumiendo los desafíos y perspectivas de cada época. La forma de asumir el mundo se hace desde una conciencia histórica del presente; conciencia que se orienta más correctamente cuando se percibe la dinámica de las transformaciones, reevaluando el pasado y percibiendo en cada descubrimiento del ser humano nuevas expresiones de liberación.
Pensamos que en este tiempo de transformaciones de la sociedad y de la Iglesia chilena se ha enfatizado mucho, por parte de los sectores conservadores, el quiebre histórico como algo negativo. Cierta eclesiología ya no es posible; ciertas formas de entender la política ya están obsoletas y, en consecuencia, superados los factores con que se lograban determinados consensos. Las aspiraciones políticas tradicionales han perdido vigencia.
Entendemos que muchos aspiran a la vigencia de una nueva cristiandad como una proyección concreta de la utopía cristiana. Para algunos, como Possenti “la Nueva Cristiandad es una sociedad abierta, guiada por la religión abierta que es el cristianismo, por la moral abierta, que es la ética evangélica, y por la filosofía abierta y progresiva, que es la filosofía del ser”234.
La clave de la visión de Possenti, en la línea de Maritain, está en su forma de entender la función de lo religioso de la Iglesia en la definición de una nueva sociedad. Pensamos que la base de la discrepancia está, tal vez, en concebir que la religión guía al mundo, lo que de alguna manera significa reclamar una autoridad, mientras que otra tesis sería que ilumina al mundo. La diferencia no es intrascendente, pues la Iglesia —o los cristianos— no puede pretender ser guía de otras cosmovisiones, de otras religiones, de otras espiritualidades o, en definitiva, de otros proyectos de mundo derivados de otras utopías. Esto no les niega ni a la religión ni a las “filosofías” de diverso origen o fundamentación que puedan pretender influir y dialogar en una sociedad natural y legítimamente diversa. Más todavía cuando el diálogo es posible con los consensos que se han producido, en especial el reconocimiento de los derechos humanos, como individuos y como pueblos. Esta base de sustentación es la que permite el diálogo, pero el fin del diálogo, más aún en torno a los derechos humanos, no puede ser la imposición de un criterio único. Estamos hablando de la posibilidad de los encuentros básicos que permitan la existencia de una pluralidad convergente para la construcción de la historia.
Consideramos, de acuerdo con lo afirmado, la nueva cristiandad como una etapa histórica que, al aportar al diálogo para construir una sociedad más justa, una democracia más integral, pareció que iba a encontrar un punto de inflexión en el Concilio Vaticano II. La superación de algunas categorías de esta nueva cristiandad y de la derivación de sus modelos políticos y sociales no significa que esté destinada en ese momento a desaparecer. En la historia hay una continuidad que permite el paso de valores de una época a otra, dándoles sentido y coherencia a los procesos, lo que también permite una proyección de valores y categorías que, al adquirir nuevas dimensiones les da sentido y coherencia a los procesos históricos. Pero también existe lo discontinuo, que es lo propio de cada época, aquello que la caracteriza como tal. La Iglesia y los partidos políticos —al menos de los de vocación democrática— son traspasados por este fenómeno de la continuidad y la discontinuidad. Ello nos permite entender la coexistencia de elementos que enriquecen la historia con sus tensiones y la dinamizan; coexistencia de visiones y prácticas de Iglesia, así como “modelos” que, dirán algunos, se expresan a través de los laicos en los diversos proyectos sociales y políticos. Coexistencia también con partidos, ideologías y fenómenos que, aparentemente antagónicos, hacen parte de la construcción plural de la historia.
En todo este periodo vemos un reforzamiento de la jerarquía de la Iglesia que se refleja muy bien en las expresiones de colegialidad que va adquiriendo, lo que le permite mayor coherencia con su magisterio a escala nacional, pues llega a grados de consenso muy alto en determinados momentos y materias. En un comienzo, hay verdaderas dificultades en asumir el pensamiento de las encíclicas sociales, lo que explica las cartas de Pacceli y Tardini. Sin embargo, cada vez hay una mejor recepción y comprensión de dicha encíclicas.
La Iglesia chilena, en líneas generales, sigue la evolución de la Iglesia universal, y hacia los años sesenta tiene verdaderos elementos precursores del Concilio Vaticano II. En las encíclicas sociales se van marcando m...