No confundas
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No confundas

Principios esenciales para arder sin quemarnos y alumbrar sin gastarnos

  1. 192 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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No confundas

Principios esenciales para arder sin quemarnos y alumbrar sin gastarnos

Descripción del libro

Estamos tan habituados a la claridad del sol que desconocemos la riqueza de una noche estrellada. Hace falta, entonces, una de esas noches que se prolongan más de lo normal, que nos sorprenden a destiempo o que se ciernen sobre nosotros en momentos inesperados, para que podamos ser abrazados por un anochecer que en inicio parece amenazante y al final resulta admirable. A veces es necesario que el radiante y amigable sol se haga a un lado, entonces descubrimos que la noche está inundada de luz.NO CONFUNDAS no persigue más –ni tampoco menos– que dos cosas necesarias: recordar que la adversidad puede ser el envoltorio de la gran oportunidad y transmitir claves esenciales que nos permitan ser útiles sin ser utilizados, servir sin ser serviles, alumbrar sin quemarnos y brillar sin gastarnos.

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Información

Año
2017
ISBN del libro electrónico
9788416845736
Categoría
Religion
SEGUNDA PARTE
EL VIEJO CUENTACUENTOS
CONOCIENDO AL VIEJO CUENTACUENTOS
A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.
Oscar Wilde
Escuché que hay personas a las que conoces en un instante y ya se instalan para siempre en el centro de tu vida.
He encontrado a alguien así.
Anteayer llegué a mi destino veraniego. Arribé al lugar desanimado, pues a medida que me alejaba de la ciudad se recrudecía el recuerdo de las disputas que en el último tiempo fueron habituales en casa. Las rememoré con tal realismo que un incómodo escozor se instaló en algún punto localizado entre mi estómago y mis pulmones, y al calor del recuerdo la cera de mi ánimo se deshizo por momentos.
Ya cerca de mi destino, el primer vistazo al enclave donde pasaría mis vacaciones logró inyectarme cierta dosis de optimismo pues me pareció un lugar realmente hermoso. Un cartel en la carretera me invitaba a tomar la siguiente salida, mientras, a cierta distancia y a la izquierda, la aldea saludaba desde su ubicación en la altura. Se trata de un pequeño pueblo situado en la montaña pero muy cercano al mar. Un pueblo blanco… blanquísimo. En la primera ojeada me pareció una inmensa mancha de cal en la cresta de la montaña, o como si un gigantesco bote de pintura se hubiera derramado en la cumbre y el río de tinta blanca descendiese por la ladera, haciéndose más estrecho a medida que buscaba el valle.
Llegué al apartamento que sería mi solitario reducto durante los próximos diez días y tras colocar los pocos enseres que traje salí a recorrer la villa. Pude apreciar que la mayoría de las casas se asoman al mediterráneo y las que se levantan en la parte más baja de la montaña, muy cerca de la orilla, pertenecen a los pescadores. Sobre el gran azul se mecen mansamente las barcas en las que cada tarde salen a pescar la buena gente de esta aldea. Aquí la urgencia se disuelve en vapores de quietud y una brisa húmeda con olor a sal parece susurrar en su caricia que las prisas son un invento moderno, nocivo e innecesario.
Viendo a los aldeanos caminar despacio, detenerse a charlar a cada rato y sentarse luego a contemplar la inmensidad de agua que casi nunca se agita, uno descubre que es posible vencer a la ansiedad.
Este lugar es justo lo que necesitaba.
En ese primer paseo me acerqué a una de las tres tiendas de comestibles con que cuenta el pueblecito, y pregunté al hombre que la atendía:
—¿Qué me recomienda que vea en esta aldea?
El chico, joven, moreno y repeinado, se apoyó con ambas manos en el precario mostrador de madera y, señalando a los amplios ventanales desde los que el mar saludaba, me dijo con una sonrisa:
—Le recomiendo que mire usted el cielo, mire también el mar –se acodó entonces en la tarima, de forma que su rostro quedó muy cerca del mío y con tono perentorio recalcó–: ¡Y sobre todo no deje de escuchar al viejo cuentacuentos! Sólo con eso este verano será uno de los mejores de su vida.
Fue esa la primera vez que oí hablar de él, hasta que al inicio de la tarde un par de aldeanos que me vieron sentado al sol, me dijeron:
—¿Qué hace usted ahí, tan solo, buen hombre? ¿Por qué no viene con nosotros a la plaza?
El más anciano de los dos se aproximó lo suficiente como para poner su mano sobre mi hombro y animarme:
—La plaza es un lugar muy bonito y los vecinos nos reunimos allí cada tarde para escuchar al viejo cuentacuentos.
Comenzaron a alejarse, pero aún desde la distancia insistieron:
—¡No deje de pasarse por allí, buen hombre!
Decidí complacerles –tampoco tenía otra opción para matar las horas– y esa misma tarde acudí al lugar. Enseguida comprobé que ambas cosas eran ciertas: la plaza, sin ser grande es agradable, y, efectivamente, la buena gente de este pueblo ha elegido ese lugar como punto de encuentro.
Se trata de un pequeño espacio rectangular y con suelo embaldosado, en el centro del cual se alza un gigantesco abeto que, según me han dicho, decoran de forma exquisita cada Navidad. Alrededor crecen diez frondosos robles cuyas copas se tocan formando un tupido techado y sumiendo a la glorieta en una deliciosa sombra. En las ramas de esos robles anidan mil pájaros que, felices y enloquecidos, llenan el aire con su trino, obligando, incluso, a las personas a alzar su voz para hacerse oír.
Resguardados a la sombra hay ocho bancos de piedra y unos pocos columpios para los niños.
Paseé durante un rato en la quieta tarde respirando el aire que olía a mar y campo, y cuando me debatía sobre qué banco ocupar, el anciano hizo su aparición. Reparé en su presencia por el enorme alboroto que formaron los niños cuando el viejo, apoyado en su nudoso bastón de madera, irrumpió en la glorieta. Los críos lo jaleaban como si fuese un héroe. Corrían luego hacia él y lo abrazaban a la altura de la cintura.
En cuanto le vi me di cuenta de que se trata de un viejo diferente. Hay algo en él que le hace distinto al resto. Lo primero que me atrajo fue su sonrisa, porque el bondadoso abuelo sonríe siempre, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida y ahora le fuese imposible dejar de hacerlo. Usa para ello cada músculo de su cara, entonces sus ojos se achinan, aunque siguen pareciendo grandes tras las gafas de varilla de metal dorado. Al sonreír, en la comisura de sus ojos nacen unas marcadas arrugas que se extienden hacia las sienes denunciando el paso de los años pero incapaces de atenuar el toque de bondad que le distingue. También sus labios se curvan hacia arriba, y entonces gotean néctar de alegría sobre su poblada barba, gris, abundante y espesa.
En la cabeza lleva calada una gorra negra que oculta en parte su cabello también grisáceo y muy limpio, aunque excesivamente largo. Protege su cuerpo con una leve camisa de color blanco cuyo cuello luce muy gastado y sobre ella una chaqueta de fondo marrón y rayas de color beige que la cruzan de derecha a izquierda y de arriba abajo, formando cuadros. Se cierra con una cremallera que el viejo lleva subida, como si tuviese frío pese a que estamos en el mismo corazón del verano.
Me pareció que bajo el toque mágico de su sonrisa la plaza fue visitada por un rayo de luz.
—¡Hola abuelito! –gritaron todos los niños rodeándole en cuanto pisó la plazuela.
—¿Hoy también contarás un cuento? –preguntaron varios al unísono.
Y el anciano asintió con la cabeza mientras alborotaba el cabello de los pequeños con su enorme mano.
Ante aquella escena me afirmé en la idea que siempre defendí: los niños son expertos en detectar las genuinas fuentes de cariño y ese hombre era, sin duda, una de ellas.
—¿Le conocen ustedes? –pregunté a una pareja que miraba la escena con gesto complacido.
—¿Y quién no conoce al bueno del cuentacuentos? –comentó el hombre.
—Especialmente nuestros hijos –afirmó ella señalando a dos pequeños que miraban como hipnotizados al venerable anciano–. Narra historias bellísimas.
—Así que se trata de una de esas personas que relata cuentos infantiles.
—¿Infantiles? –la mujer negó con la cabeza–. No, él no cuenta historias a los niños.
—¿Entonces…?
—Es a nosotros a quienes las cuenta.
—¿Un cuentacuentos para adultos? –repliqué sorprendido.
—En efecto –afirmó la mujer–, aunque, en rigor, no son cuentos lo que relata, sino narraciones tan... –se detuvo, como buscando la expresión que mejor definiera lo que pretendía decir–. Finalmente apuntilló: Son relatos tan especiales, que resulta difícil olvidarlos.
—¿Y por qué se ponen tan contentos los niños cuando el anciano entra en la plaza?
—Creo que le reciben así porque están agradecidos –explicó el hombre.
—Y lo están –matizó ella– porque sus historias nos hacen mejores a nosotros. Por eso le aman, porque tienen mejores padres y abuelos gracias a él.
—¡Vaya con el anciano! –exclamé admirado.
—Tiene algo especial –advirtió el hombre–. He visto envejecer a muchas personas, pero a nadie como él. La mayoría de la gente logra una vida cargada de años, pero este hombre tiene años cargados de vida.
—Le llamamos el viejo que no se resigna a serlo –rió la mujer–. Da la impresión de que, por cada paso que su cuerpo avanza hacia la muerte, él da dos hacia la vida. Es un ángel y nos demuestra cada día que acumular años no resta vida, sino que suma sabiduría.
—Cuando usted lo escuche –me advirtió– comprobará que ancianidad no tiene nada que ver con debilidad. Este hombre es como el roble, los años lo hacen más fuerte.
NO CONFUNDAS UNA VIDA CARGADA DE AÑOS CON AÑOS CARGADOS DE VIDA
Los árboles más viejos dan los frutos más dulces.
Proverbio alemán
Ya se había sentado el anciano y frente a él, alegres y diría que impacientes, ocuparon el espacio los adultos. La imagen era llamativa. En diversas ocasiones he visto a niños reunidos frente a un cuentacuentos, pero nunca antes había asistido a una escena como aquella: un montón de adultos ávidos de escuchar. No quedaba un hueco en los bancos y muchos estaban recostados en el suelo o apoyados en los árboles. Todos atentos, muy atentos.
De pronto la plaza entera se aquietó, incluso el trino de los pájaros pareció atenuarse en el momento en que el anciano dio comienzo al primero de los relatos.
Por espacio de muchos minutos encadenó frases, a cual más persuasiva. Cada palabra pronunciada era munición que el abuelo orientaba a la conciencia, dando siempre en la diana.
Hago ahora un esfuerzo de memoria por intentar ser fiel al relato de esa tarde:
—Dejadme que os cuente algo que me ocurrió el primer día que acudí a la Universidad –dijo el anciano–: el profesor nos saludó, hizo la oportuna presentación para que lo conociéramos y nos pidió que buscáramos en la clase a alguien a quien no hubiéramos visto nunca antes y nos presentáramos.
Yo estaba buscando entre mis compañeros, cuando sentí una mano que tocó mi hombro. Me di vuelta, y pude ver a una viejecita brindándome una hermosísima sonrisa. Ella me dijo:
—¡Hola! Mi nombre es Rosa. Tengo ochenta y siete años. ¿Puedo darte un abrazo?
Mi carcajada fue inmediata... Me pareció una abuelita entrañable, por lo que le contesté:
—¡Por supuesto que puede!
La anciana me abrazó con limpio cariño.
—¿Por qué estás en la universidad a una edad tan joven e inocente? –le pregunté, ironizando.
Ella, sin dejar de sonreír y devolviéndome la ironía, respondió:
—Vine aquí para encontrar a un joven millonario, casarme, tener cuatro o cinco hijos, y luego retirarme a viajar por el mundo.
—No, en serio –le dije con verdadera curiosidad por conocer qué había motivado a una mujer de ochenta y siete años a asumir un reto tan grande como ese.
—Siempre soñé con tener educación universitaria –explicó–, y ahora estoy cumpliendo mi sueño.
Después de clase fuimos a la cafetería del centro educativo y compartimos un batido de chocolate. En ese mismo momento nos hicimos amigos, y todos los días en los siguientes tres meses, salimos juntos de clase y no parábamos de charlar. Yo me quedaba atónito escuchando a esa «Máquina del tiempo» que compartía sabiduría y conocimiento conmigo.
A lo largo de ese año Rosa se convirtió en la atracción de la escuela, haciendo amigos fácilmente en cualquier lugar. Amaba vestirse bien y disfrutaba de la atención incondicional de los estudiantes que la respetaban como si de una líder se tratara.
Al final del semestre la invitamos a dar un discurso en el banquete del equipo de fútbol y nunca olvidaré lo que nos enseñó. Fue presentada, y subió al podio. Mientras acomodaba las tarjetas del discurso que tenía previsto darnos, algunas se le cayeron, esparciéndose por el suelo.
Desconcertada y un poco avergonzada, tomó el micrófono para disculparse:
—Lo siento, estoy un poco nerviosa –y mirando a las tarjetas desperdigadas por el suelo, confesó–: temo que no seré capaz de ordenar mi discurso nuevamente, así que simplemente os hablaré acerca de lo que he aprendido mientras vivía.
Recibimos su propuesta con un sonoro aplauso; ella aclaró su garganta y comenzó:
—De la vida he aprendido que el ser humano no deja de jugar porque se haga viejo; se hace viejo porque deja de jugar. No muere cuando su corazón deja de latir, sino cuando deja de soñar –hablaba pausadamente, no era una ametralladora lanzando ráfagas de verbos y adjetivos; sus palabras eran más bien disparos certeros, que llegaban al corazón inundándolo de vida–. Conozco cuatro claves para permanecer joven y ser feliz –llevando la cuenta con los dedos enumeró esas claves–: Reíd todo lo posible, intentad hacerlo todos los días. Segundo, buscad impregnar de alegría y humor todo lo que hagáis. Es importante ser responsables en los cometidos que nos corresponda ejecutar, pero no nos tomemos la vida excesivamente en serio, al fin y al cabo nadie sale vivo de ella. A decir verdad, la mejor forma de tomarnos en serio la vida, es tiñéndola de humor –rió la anciana en este punto y todos reímos con ella–. En tercer lugar, tened un sueño. Demasiadas personas tienen sueño, por eso viven dormida...

Índice

  1. Cubierta
  2. Página del título
  3. Derechos de autor
  4. Índice
  5. Por favor, lee esto antes de continuar
  6. Carta al protagonista de esta historia
  7. PRIMERA PARTE: Amanece el primer día del verano
  8. SEGUNDA PARTE: El viejo cuentacuentos
  9. TERCERA PARTE: La ruta del águila
  10. EPÍLOGO