Ese ente distinto
Hace unas semanas, un famoso presentador de televisión se refirió en su programa11 al niño o niña con autismo como «un ente distinto» (mientras su mano hacía el gesto de apartar), vacío de sentimientos y empatía, e incapaz, por tanto, de expresarlos, lo que los convierte en provocadores de la desdicha de sus padres. Mientras hablaba, el personaje entrevistado asentía con la cabeza y repetía la palabra «terrible» para acompañar el discurso de la persona que conducía el programa. Ambos hicieron gala de sus supuestos conocimientos sobre la realidad de la que hablaban, el uno por ser el presidente de una fundación dedicada a «orientar» a familias de personas con discapacidad y a señalar «el camino a seguir»; el otro, como actor que había representado a personas con «discapacidad intelectual» y autismo, y como pareja –según sus palabras– de la mayor o una de las mayores eminencias de su país en el síndrome de Down y el autismo.
Los dos pidieron disculpas tras toparse con una avalancha de críticas de madres y padres en las redes sociales. Evidentemente, y aunque bienvenidas, las disculpas no arreglan el daño hecho, y mucho menos cuando se piden en las redes sociales y no en el propio programa, con su tremenda audiencia. Sin embargo, lo acontecido nos brinda la oportunidad de entender algo de lo que ahí ocurrió y que de ningún modo es extraño. Quizás ahí está lo que lo hace preocupante: que no es una realidad lejana, sino algo que asedia insistentemente a las niñas y los niños.
Yo, me perdonan, no voy a enfrascarme en tratar de hacer ver lo que tantas madres han defendido tan bien en las redes sociales: que lo que dijeron en aquella conversación obscena no es verdad. Me limitaré a tratar de mostrar, humildemente, lo contrario: que lo que se dijo era verdad. Muy de verdad. Tan verdad era lo que expresó que ese hombre, en sus disculpas, no se explicaba cómo había llegado a decirlo. Yo me atrevo a adivinarlo: porque lo piensa. El lenguaje no le jugó una mala pasada; más bien fue certero. Políticamente incorrecto. Verdadero hasta el tuétano de lo que piensa él, y su interlocutor interpelado, y tú cuando estabas escuchándolo, y yo cuando lo he escuchado, y los profesionales que no lo escuchaban, y los que sí… Y nuestras asociaciones que día a día se hacen cómplices de perspectivas que roban la humanidad a las personas que hemos decidido llamar discapacitadas, y que van por ahí como entes, sí, como fantasmas: con una sábana por fuera y nada por dentro. Al hablar de discapacitados estamos hablando, en realidad, de una cáscara hueca, sin un interior.
Y las entendemos sin interior por desconocimiento y por miedo, lo cual desemboca en manipulación. Manipulamos la realidad para salir de ese miedo a lo que no soy yo, pero que a la vez entendemos que puedo ser yo. Porque asusta la muerte en la medida en que sé que afecta a mi vida; la fealdad, porque puede eclipsar mi belleza; la maldad, pues puedo ser yo quien actúe de acuerdo a ella. Por eso necesitamos alejar todo aquello que, no siendo yo, puede formar parte de mí.
Ahí radica el principal miedo que nos tienta a desvirtuar la realidad hasta el punto de que llegamos a construir lo que Abberley12 llamó «teorías opresivas de la discapacidad», que imponen estereotipos que distorsionan y restringen la integridad de la humanidad de las personas que llamamos discapacitadas. Pensamos que no reúnen los requisitos para ser consideradas completamente humanas, según Swartz y Watermeyer13 o Goffman.14 Más recientemente, Goodley, Runswick-Cole y Liddiard,15 en un trabajo que titularon El niño DisHumano, consideraron que el contexto social y cultural les ha negado históricamente su humanidad y los ha arrojado como otros monstruosos.
Aunque nos neguemos a decirlo (e incluso a pensarlo), interpretamos a estas personas como no humanas. Las convertimos en cosas, por el miedo a que nos afecten, y en este proceso de cosificarlas desactivamos su poder transformador: ya no podemos ser ellas. Como cuando hablamos de monstruos, cuya imagen ha encontrado su nicho en el terreno de la diversidad funcional. La discapacidad se ha considerado la antítesis de lo humano. Algo que se muestra de manera magistral en la secuencia de una película que me sobrecogió hace muchos años y que, sin yo ser consciente, me ha acompañado a lo largo de mis investigaciones: Joseph Merrick, representado en el film El hombre elefante (David Lynch, 1980), es perseguido por una muchedumbre en una estación de ferrocarril, le acorralan y, ya despojado de la capucha que oculta su cabeza, alguien grita: «¡Es un monstruo!».
Joseph responde:
¡No! Yo… ¡Yo no soy ningún monstruo! Yo no soy un animal.
¡Soy un ser humano! Soy un hombre…
Esta escena taladró mi cabeza: ¿cómo es posible que una persona tenga que defender que es humana? ¿Cuánto de esto continúa presente en nuestras sociedades actuales? Hoy sigo escuchando a muchas familias que en las escuelas repiten casi compulsivamente que sus hijos incomprendidos son personas. Algo en el entorno las empuja a hacerlo.
Tampoco en el caso de Joseph Merrick el problema estaba en su cuerpo. No fue su enfermedad, ni su fisionomía tan atípica ni sus impedimentos físicos lo que hizo que llorase de emoción al no sentirse rechazado cuando una mujer le dio la mano al final de su vida. Somos nosotros quienes expulsamos a las tinieblas a personas para defendernos de nuestra naturaleza precaria, manipulando la realidad para crear límites y fronteras que nos separan sobre la base del miedo y del desconocimiento. Por eso, para el presentador de ese programa su hijo no era un «ente distinto»: porque lo conoce y, al conocer, desaparece el miedo y podemos eliminar al fantasma vacío con su sábana, dejar de confundir el mundo real con las sombras y transformar la cosificación (eso de convertir a la persona en el autismo que porta, por ejemplo) en participación. Cuando ella puede expresarse, sea cual fuera su lenguaje, todo se cuestiona y todo puede transformarse. Como cuando un hombre al que se exhibe en un circo como elefante hace gala de esta sensibilidad exquisita:
Es cierto que mi forma es muy extraña, pero culparme por ello es culpar a Dios; si yo pudiese crearme a mí mismo de nuevo, procuraría no fallar en complacerte. (Joseph Merrick, Falsa Grandeza)
Nadie debería tener que complacerme para ser. Yo no debería tener la necesidad de nombrar y controlar al otro. Porque, a pesar de que nos defendamos de las diferencias, somos justamente eso: diferencias. Son ellas las que, precisamente, nos unen como especie. Ninguna otra tiene nuestra variabilidad.
Por supuesto que los seres humanos […] tenemos ciertos rasgos biológicos en común y no puede haber ninguna duda de que compartimos la naturaleza de otros animales. Pero cuando llegas a sus rasgos de comportamiento distintivos, qué diferente es una población humana de otra. No solo se diferencian en los idiomas que hablan […]. Difieren en su forma de vestir, en sus adornos, en su forma de cocinar, en sus usos y costumbres, en la organización de sus familias, en sus instituciones sociales, en sus creencias, en sus normas de conducta, en su mentalidad, en casi todo lo que entra dentro de los modos de vida que siguen. Estas diferencias serán tantas y tan variadas que podrías, a menos que estés advertido de lo contrario, tender a ser persuadido de que no todos eran miembros de la misma especie.16
El otro día llamaron «ente» a una persona. Y, en realidad, no difiere tanto del proceso emprendido al llamarla «discapacitada», o «diferente», o incluso «diversa», porque en todos estos términos hemos desterrado las diferencias, por el miedo que nos produce encontrarnos inmersos en ellas con todas sus consecuencias. Y de todas esas consecuencias, la peor es la de reconocer cómo tratamos, infravaloramos y deshumanizamos a algunas personas a fin de protegernos, a sabiendas de su situación vulnerable. Lo peor es saber que son nuestras actitudes segregadoras las que las dañan, y no sus cuerpos. Ser conscientes de que podríamos llegar a ser víctimas de la opresión que hoy ejercemos.
Tenemos que volver a situar el debate –actualmente enterrado en el pozo de las patologías– en el terreno moral y político, permitiendo el desorden que pueden originar esas personas silenciadas y arrojadas a la monstruosidad. Porque lo que se dijo en aquella entrevista es un claro reflejo de lo que vivimos cotidianamente: niños y niñas aislados en aulas específicas, exiliados en centros de educación especial, condenados a no titularse, así como al desempleo y la pobreza en la edad adulta. Necesitamos constituir de otra forma nuestra humanidad. Solo así podremos conseguir que los colectivos excluidos dejen de ser fagocitados.
El miedo como motor
Nuestra sociedad y sus instituciones –la escuela es paradigmática en esto– giran en torno a la normalidad. Hay, a su vez, normas que la blindan y que desvían nuestra atención de lo importante, porque nos enfocamos hacia la necesidad de cumplirlas. La norma y la normalidad quedan incuestionadas. Nos plegamos a ellas y ponemos bajo sospecha a las personas. El miedo nos invade, y eso hace que nos obsesionemos por controlar y ejercer el poder. Nos asusta ...