Dios, ciencia y conciencia
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Dios, ciencia y conciencia

¿Quién tiene razón, Dawkins o Pablo?  

Antonio Cruz

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¿Quién tiene razón, Dawkins o Pablo?  

Antonio Cruz

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Partiendo de las palabras de Pablo Romanos 1: 20: "Porque las cosas invisibles de él, (Dios) su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa", el autor se centra en cinco de estas "cosas hechas" o características humanas y naturales a las que la ciencia trata de dar una explicación desde la pura materialidad, pero no logra aportar una solución satisfactoria y concluyente, porque que sólo pueden ser explicadas si Dios existe: (1) la racionalidad del mundo, (2) la vida, (3) la conciencia humana, (4) el pensamiento simbólico y (5) nuestro propio "yo".A cada una de las dos primeras dedica un capítulo: DIOS Y EL COSMOS, responde a la cuestión de la racionalidad del universo, respondiendo a la falacia del azar como causa creadora de toda la realidad, de las misteriosas leyes de auto-organización desde la materia inorgánica a la vida. La existencia de tal racionalidad no puede ser explicada si no existe una mente infinita racional que sea el origen de la realidad. El universo es racional y refleja el orden de la mente suprema que lo gobierna.DIOS Y LA VIDA, responde a la pretensión de Richard Dawkins y otros paladines del nuevo ateísmo, de que "la vida surgió por azar en el universo, en un planeta de cada mil millones, de los que la Tierra sólo sería uno más", demostrando que tal afirmación se asemeja más a un ejercicio de superstición que a un razonamiento científico. Si una cosa es imposible (como la aparición de la vida por azar), seguirá siendo imposible por muchos miles de años o de planetas que se le añadan.Las tres restantes: la conciencia humana, el pensamiento simbólico y nuestro propio "yo", las trata en el capítulo final: DIOS Y LA CONCIENCIA. La explicación en boga para explicar el pensamiento humano es que las computadoras llegarán también algún día a ser conscientes porque nosotros mismos no somos más que computadoras hechas con neuronas. Pero solo una fe ciega e infundada en la materia permite creer que ciertos trozos de ella hayan podido "crear" la conciencia, que no tiene el menor parecido con la materia. Y más allá de la conciencia, se encuentra el fenómeno del pensamiento, de la comprensión, de la captación de significado; y más allá todavía de la conciencia y el pensamiento, está el mayor de los misterios, la realidad del "yo" personal. ¿Quién es este yo? ¿Dónde está? ¿Cómo llegó a existir?La única forma coherente de explicar todos estos fenómenos es reconocer que están por encima de las realidades físicas a las que la ciencia humana tiene acceso. Es inconcebible que la materia, por sí sola, sea capaz de generar seres que piensan y actúan. La vida, la conciencia, la mente y el yo, sólo pueden tener su origen en lo divino.El libro se cierra con una CONCLUSIÓN de carácter evangelístico, y se completa con un INDICE ANALÍTICO y ONOMÁSTICO.

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Información

Año
2018
ISBN
9788417131258
CAPÍTULO 1
Dios y el Cosmos
¿Es posible para la ciencia actual proporcionar una descripción adecuada del universo sin necesidad de recurrir a la idea de creación a partir de la nada? ¿Existen hipótesis cosmológicas que hagan innecesario el planteamiento teísta de la creación o, por el contrario, hay indicios en los modelos actuales de la necesidad de un Dios creador? Para muchas personas estas cuestiones carecerían de interés ya que suponen que las ciencias naturales y la teología están tan alejadas entre sí que todo diálogo entre ellas sería poco menos que imposible o absurdo. Desde semejante perspectiva, no suele aceptarse que conceptos como el diseño divino, la creación, la providencia o la propia divinidad sean compatibles o tengan algo que ver con esa otra disciplina científica de la física, conocida como cosmología moderna.
Según tal planteamiento, los teólogos deberían dedicarse exclusivamente a comentar el contenido de la revelación bíblica, mientras que los hombres y mujeres de ciencia tendrían que limitarse a formular teorías sobre el mundo material para contrastarlas experimentalmente. Y así, ciencia y teología serían como líneas paralelas que, como todo el mundo sabe, por mucho que se prolonguen jamás interfieren entre sí. ¿Es este planteamiento segregador adecuado para regular las relaciones entre ciencia y teología? En mi opinión, no solo no lo es sino que -como veremos- tampoco resulta posible desde una lógica equilibrada.
Es fácil constatar, en algunos cosmólogos contemporáneos, cierta tendencia a buscar modelos físicos de la creación a partir de la nada que no requieran de ningún agente sobrenatural. Es decir, una creación sin creador que dependa exclusivamente de procesos físicos naturales. Un universo sin principio, a pesar de la teoría del Big Bang, que se hubiera creado a sí mismo. En este sentido, el famoso físico Stephen Hawking se muestra muy osado al proponer una solución teológica para sus hipótesis cosmológicas. En su obra Una historia del tiempo escribe: “En tanto en cuanto el universo tuviera un principio, podríamos suponer que tuvo un creador. Pero si el universo es realmente autocontenido, si no tiene ninguna frontera o borde, no tendría ni principio ni final: simplemente sería. ¿Qué lugar queda, entonces, para un creador?”.1 La verdad es que, si Hawking estuviera en la cierto, a Dios le quedaría poco que hacer en un universo formado por las solas leyes físicas. A excepción quizás de las propias leyes físicas.
En la misma línea, otro cosmólogo de la Universidad de Stanford (California), Andréi Linde, sugiere su “teoría de la inflación eterna”, en la que la Gran Explosión no sería más que un episodio de una cadena infinita de grandes explosiones en la que el cosmos se crea y destruye a sí mismo de manera periódica e interminable.2
Por su parte, Alexander Vilenkin, de la Universidad Tufts, también en Estados Unidos, propone que el universo pudo nacer mediante un “efecto túnel cuántico desde la nada”. Dicha “nada” sería un estado sin el espacio-tiempo clásico en el que todas las nociones básicas de espacio, tiempo, energía, entropía y demás, perderían su sentido actual.3
Lee Smolin, otro físico teórico estadounidense dedicado al estudio de la gravedad cuántica, se imagina toda una cadena de universos que evolucionan según una especie de selección natural cosmológica. Nuestro universo sería -en su opinión- como una ciudad que se crea a sí misma pero sin un creador concreto. Solo dependiendo de leyes eternas e impersonales.4
Neil Turok, de la Universidad de Cambridge, desarrollando la teoría de cuerdas ofrece un modelo en el que el universo sería el resultado de una majestuosa colisión entre enormes membranas de cuatro dimensiones. Tampoco habría principio ni fin sino solo un infinito ciclo de universos en colisión con otros universos.5
Y, en fin, Sir Martin Rees, aboga por la teoría del multiverso en la que el cosmos sería como un átomo seleccionado de entre un conjunto infinito de universos.6
A la vista de todas estas hipótesis contemporáneas, ¿está realmente la ciencia a un paso de demostrar que el universo empezó a existir sin causa? ¿Podrán los cosmólogos evidenciar que Dios no existe o, por lo menos, que resulta innecesario para la creación del mundo? Yo creo que estamos ante una importante confusión de términos entre la ciencia y la teología. Tal como señala el teólogo e historiador de la ciencia de la universidad de Oxford, William E. Carroll, la investigación científica solo puede ocuparse del estudio del cambio en los seres naturales, mientras que la creación original no es ningún cambio material y, por tanto, la ciencia no puede decir nada de esta cuestión que es eminentemente teológica.7
A pesar de tales especulaciones cosmológicas revestidas de ropaje matemático, es absolutamente imposible para la ciencia física, explicar el acto mismo de la creación, ya que todo lo que dicha disciplina puede describir es la transformación de unos estados materiales o físicos en otros diferentes también físicos, pero no la existencia absoluta del ser a partir del no ser, o de la nada absoluta. Esto es precisamente lo que significa el concepto teológico de creación a partir de la nada (creatio ex nihilo).
De manera que ni la física ni la cosmología han logrado, o podrán lograr nunca, un modelo científico capaz de explicar la creación original a partir de la nada o de eliminar la necesidad del creador. No puede haber verdadera creación a partir de la nada, sin Dios. En mi opinión, lo que sí puede aportar la actual cosmología a la teología es una mejor comprensión y defensa de la doctrina bíblica de la creatio ex nihilo aunque, desde luego, jamás pueda llegar a demostrarla. Si aceptamos un Dios que está más allá del espacio y el tiempo, no podemos ignorar todo lo que la física contemporánea dice sobre la naturaleza del espacio y el tiempo.
Las ciencias naturales estudian la materia, las leyes del universo, así como las relaciones existentes entre los seres materiales, con el fin de ofrecer “explicaciones”. Lo que pasa es que para la auténtica “creación a partir de la nada” no puede haber explicación alguna porque “de la nada no sale nada”, según nuestra experiencia habitual. En el mismo instante en que un científico afirma tener una teoría acerca de cómo podría el cosmos haberse originado de la nada, cae inmediatamente en una contradicción lógica inevitable. Decir que “todo” surgió sin causa de la “nada” es una creencia teológica y nunca una verdadera teoría científica. Por tanto, vuelvo a insistir, sin un creador sobrenatural no puede haber creatio ex nihilo.
El filósofo y teólogo cristiano, William Lane Craig, sostiene que la cosmología moderna ha intentando por todos los medios elaborar hipótesis que favorezcan la idea de un universo sin principio en el tiempo. No obstante, el fracaso reiterado de tales intentos refuerza más bien todo lo contrario. A saber, que el cosmos material tuvo un origen temporal. Y como todo aquello que comienza a existir tiene una causa, luego también el universo requiere una causa original.8 En efecto, de la segunda ley física de la termodinámica se desprende que el cosmos se está quedando sin energía utilizable. De manera que, en el supuesto de que fuera eterno, ya habría perdido toda su energía. Luego esta ley apunta claramente hacia un principio temporal.
Por su parte, el matemático, Alexander Friedmann, y el astrónomo, George Lemaitre, trabajando con las ecuaciones de la teoría general de la relatividad de Albert Einstein, predijeron que el universo debería estar expandiéndose en la actualidad. Esto se pudo comprobar experimentalmente en 1929, cuando el astrónomo estadounidense, Edwin Hubble, observó el desplazamiento al rojo de la luz procedente de las galaxias más alejadas. Tales evidencias confirmaron no solo que el universo se estaba expandiendo sino que, si se retrocedía lo suficiente en el tiempo, el cosmos se habría originado a partir de un solo punto en un pasado finito. La idea de creación volvió a introducirse en la ciencia desplazando a la antigua creencia de que el universo había estado siempre ahí.
Recientemente muchos cosmólogos, como Arvin Borde, Alan Guth y Alexander Vilenkin entre otros, han manifestado su opinión de que cualquier universo que se haya estado expandiendo no puede ser eterno en el pasado sino que debe tener un comienzo absoluto.9 Tal conclusión se aplicaría incluso al multiverso, en el supuesto de que semejante concepción existiera en la realidad. Todo esto viene a corroborar que los físicos teóricos ya no pueden ocultarse detrás de la idea de un cosmos eterno en el pasado sino que deben enfrentarse al problema del un origen en el tiempo.
A mi modo de ver, como el universo no se puede causar a sí mismo -por mucho que deseen demostrar lo contrario los amantes de las matemáticas imposibles-, su causa original debe estar más allá del espacio y del tiempo. Tiene que ser una razón trascendente, ilimitada en el espacio, atemporal, inmaterial, incausada y tremendamente poderosa. Es decir, una causa notablemente parecida al Dios de que nos habla la Biblia. De manera que es bastante razonable creer que tal Dios existe y que solo Él pudo crear el cosmos.
Dios o la Ciencia: un falso dilema
Era una mañana soleada como casi todas las demás de aquel mes de abril de 1967. Los jóvenes estudiantes de bachillerato acabábamos de tomar asiento en nuestros correspondientes pupitres, después del habitual barullo que se formaba entre clase y clase. El profesor de literatura de aquel desaparecido instituto Arrahona -situado entre las ciudades barcelonesas de Terrassa y Sabadell- caminaba pausadamente por el pasillo, en dirección al aula en la que le esperábamos una treintena de alumnos adolescentes. Con la misma parsimonia de cada día, se sentó en el sillón negro que había sobre la tarima de madera. Dejó sus libros en la mesa y nos miró a todos fijamente hasta que el silencio se apoderó de la estancia. Un suave olor a retama se colaba por las ventanas abiertas de par en par inundándonos los pulmones. Abrió la boca para anunciarnos el tema que explicaría. Según el programa previsto, aquel día tocaba estudiar una obra singular de la literatura universal. Ni más ni menos que la Biblia.
Al oír el título, me dio un vuelco el corazón. A mis quince años, ya estaba bastante familiarizado con dicho libro. Había escudriñado y comentado muchos de sus pasajes en numerosas ocasiones a los jóvenes de la iglesia evangélica Bethel de Terrassa y también en las reuniones de oración. De manera que mis oídos escuchaban, quizás con más atención que nunca, las palabras pronunciadas por el profesor. Todo iba bien hasta que el docente nos dio su opinión personal. Dijo que él pensaba que se trataba de una gran obra de la literatura religiosa antigua pero que no había que entenderla necesariamente como inspirada por Dios ya que contenía numerosos errores. Al escuchar esta frase, noté como si se me encogiera el estómago y aumentara la presión sanguínea. Sensación que fue creciendo a medida que evolucionaba su discurso.
Por fin llegó ese tiempo en el que se nos permitía a los alumnos formular cuestiones. Levanté rápidamente la mano derecha, a la vez que notaba con intensidad los fuertes latidos de mi corazón. Y, después de tragar saliva, solo le hice una breve pregunta: “Profesor, ¿ha leído usted la Biblia?…” No recuerdo que el silencio y la expectación en aquella clase hubieran sido antes tan profundos, como durante los breves segundos que siguieron a mi pregunta. Sentía todos los ojos de mis compañeros clavados en mí. Pero pronto empezaron a dirigirse también hacia el profesor, quien comenzó a enrojecer poco a poco ante aquella inesperada y comprometida situación.
Después de una expectante pausa, seguida por una leve tos nerviosa, dio una respuesta que estoy seguro que nadie se esperaba: “Yo no he leído la Biblia -dijo- pero he leído otros libros que hablan de ella y también tengo amigos que sí la han leído y me la han comentado”. Aquellas palabras sembraron un cierto aire de decepción en el ambiente estudiantil. Era la confesión pública de que nuestro profesor de literatura no conocía de primera mano el texto bíblico sino solo a través de la opinión de otros. Por tanto, su concepción de la misma no era personal. Por desgracia, años después he podido comprobar que aquella misma actitud se repite con frecuencia en muchas otras personas. La Biblia ha sido objeto de numerosos prejuicios, críticas y tópicos por parte de quienes, en demasiadas ocasiones, ni siquiera la leyeron.
Han transcurrido casi cincuenta años desde aquella época, marcada en España por la imposición del nacional-catolicismo, pero el ambiente en las aulas de bachillerato y en las universitarias, en relación a la fe cristiana, no ha mejorado ni mucho menos con la democracia, más bien ha empeorado significativamente. Hoy son legión los profesores ateos o agnósticos que aprovechan la preeminencia que les otorga su situación académica para burlarse del teísmo o ridiculizar, siempre que tienen oportunidad, a aquellos alumnos que se manifiestan creyentes y aceptan la Escritura como Palabra de Dios. De ahí que la defensa del cristianismo en el ámbito del pensamiento, la ciencia y la cultura siga siendo en la actualidad una de las prioridades fundamentales para las iglesias. Hoy, quizás más que en otras épocas, los cristianos debemos prepararnos para presentar defensa razonada de nuestra fe. La apologética es una materia necesaria que evoluciona con los tiempos y exige de nosotros un estudio permanente.
En este sentido, una objeción común que suele darse en nuestros días -no solo en ambientes docentes, aunque sobre todo en ellos- es aquella que afirma que como la ciencia es la única fuente de conocimiento verdadero y Dios no puede ser detectado por la misma, por lo tanto, no existe. Si además esto lo dice con aparente seguridad un profesor de biología, filosofía, matemáticas, historia o química, muchos estudiantes suponen que la autoridad que evalúa sus exámenes y les instruye en ciencias debe estar en lo cierto también cuando pontifica acerca de la existencia de Dios.
La situación es como la de aquel joven e inexperto David, con su titubeante fe, que se enfrenta al poderoso Goliat, cuya mente está repleta de un montón de filosofías ateas bien estudiadas. Ante semejante realidad, el temor a quedarse sin argumentos puede apoderarse del muchacho cristiano. Sin embargo, no hay que olvidar el desenlace de aquella historia del Antiguo Testamento. Lo cierto es que no se requiere ninguna licenciatura o doctorado en ciencias para responder adecuadamente a quienes presentan supuestas objeciones a la fe cristiana desde la ciencia. En ocasiones, basta con un simple argumento lanzado con precisión.
La primera frase de esta objeción: “la ciencia es la única fuente de conocimiento verdadero” es sencillamente una premisa filosófica naturalista que solo puede aceptarse por fe y no es de ninguna manera una conclusión científica verificable. La ciencia no puede comprobar si ella es o no la única fuente del conocimiento verdadero. Para poder demostrarlo sería necesario conocer exhaustivamente toda la realidad, y después ver si el método científico es capaz de explicar completamente dicha realidad. El problema es que semejante proeza intelectual resulta imposible en la práctica para el ser humano, por la sencilla razón de que es muchísimo más lo que desconocemos que aquello que sabemos.
El naturalismo considera que toda la realidad se puede reducir, en última instancia, a principios científicos. El universo y sus fenómenos naturales así como las emociones humanas e incluso las experiencias espirituales, todo, absolutamente todo, sería reducible a procesos exclusivamente materiales o naturales y, por tanto, verificables por la metodología de la ciencia humana. Pero semejante consideración, insistimos, debe ser aceptada por fe y no por demostración alguna.
La otra posibilidad, aquella que asume -desde luego también por fe- que no todo lo existente puede ser explicado por la ciencia, es la que defiende el teísmo y, en general, casi todas las religiones. De manera que ambas proposiciones sobre la realidad, tanto la del naturalismo como la del teísmo, requieren necesariamente de la fe y no pueden ser verificadas mediante la evidencia. Por tanto, el supuesto dilema de Dios o la ciencia se desvanece por completo.
No obstante, la cosmovisión naturalista que estudia el mundo suponiendo que Dios no existe se enfrenta a una seria dificultad. Se queda sin justificación racional para la tarea científica. En efecto, si la única inteligencia del universo fuera la humana, originada al azar mediante la evolución biológica tal como supone el materialismo, ¿qué motivación tendríamos para hacer ciencia o buscar la verdad? Se podría decir que el conocimiento es más valioso que la ignorancia porque facilita la supervivencia. Conocer bien el medio ambiente supone incrementar las posibilidades de subsistencia.
Ahora bien, esta respuesta s...

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