Los días de Carlitos
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Los días de Carlitos

  1. 67 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Los días de Carlitos

Descripción del libro

"No fue precisamente Bernardette", "Los días de Carlitos" y "El hijo de mi padre", son tres "relatos" deliciosos, ágiles, conmovedores y con una buena carga de humor negro. El último es de una crueldad brutal y, por otro lado, el que nombra al libro es falsamente naíf, pero ambos cuentan historias infantiles.Estas obras originalmente no fueron escritas, sino que se desarrollaron directamente en escena, pero independientemente de su éxito teatral son tres relatos deliciosos. Libros Malaletra presenta una edición prácticamente sin marcas teatrales para facilitar la lectura y concentrar la atención en el relato y acercar a lectores no habituales de teatro.

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Información

Año
2016
ISBN del libro electrónico
9786078176199
Categoría
Literatura
Categoría
Arte dramático

El hijo de mi padre

A mi hermano Josué, cómplice de mi infancia
A mi padre, por ser mi amigo.
Siempre he tenido la impresión de que puedo vivir más vidas de las que a mí me corresponden, la sensación de que en el futuro me esperan cosas grandes, magníficas y sorprendentes por vivir. Y por una extraña razón el destino siempre me juega una broma pesada. Yo soy de Tijuana. Cuando nací, la ciudad era un espacio de aproximadamente quince cuadras por quince cuadras, todo lo que estaba después de esto se le consideraba “las afueras de la ciudad”. Existía una calle principal llena de bares, restaurantes, cantinas, prostíbulos y farmacias, muchas farmacias. Yo no me acuerdo mucho de ese tiempo. Digamos que yo empiezo a tener conciencia a partir de los cuatro años. De lo primero que me acuerdo es de mi cantón, mi familia. Me acuerdo de mis padres. De mi padre, mi padre, mi padre… Mi padre era un hombre serio, trabajador, muy trabajador, pero muy serio. Nosotros le teníamos respeto, pero un respeto de los de antes, no como ahora, un respeto casi miedo. Me acuerdo de mi madre, ella era una mujer muy cariñosa, siempre estaba contenta, siempre cantando feliz, muy tierna. Me acuerdo también de mis hermanos, de mi hermano el que me lleva un año y mi hermana a la que le llevo dos años. Recuerdo también que hubo una época en la que mi padre no estuvo con nosotros y me acuerdo muy bien porque mi madre estaba triste todo el tiempo, todo el tiempo. Sin embargo, parecería que sólo yo recuerdo esa época, que sólo yo percibí la ausencia de mi padre. Porque cuando quiero hablar de eso, cuando quiero saber qué pasó, ellos siempre decían:
—¿De qué hablas Maxi?
—No pienses en eso, no pasó, no importa.
—Nada de eso es cierto. Lo soñaste Maxi, lo soñaste.
—Olvídalo Maxi, olvídalo.
Pero yo no olvido, yo recuerdo la nostalgia de mi madre y su canto. Ella cantaba de tristeza, puras canciones de amor. Cantaba mientras hacía quehacer, mientras cocinaba y limpiaba. Luego por las tardes se paraba junto a la ventana y ahí cantaba. Si uno de mis hermanos o yo pasábamos por donde ella estaba, mi madre nos abrazaba fuerte y comenzaba a cantarnos, aunque yo sabía que no era a nosotros realmente a quienes les cantaba. Cuando agarraba a uno de mis hermanos, ellos decían:
—No, no, a mí no, a mí no —entonces los apretaba y les cantaba más fuerte.
Yo no, a mí sí me gustaba que me abrazara, que me apretara. Cuando ella me cantaba yo le decía:
—No, esa no, esa no. La otra, la otra…
Y ella sabía cuál era la canción que me gustaba, pero pasaba primero por el repertorio completo de canciones de Juan Gabriel hasta llegar a la que a mí me gustaba. Entonces yo le decía:
—¡Esa, esa!
Y ella cantaba:
“Yo no he podido olvidar tus besos
ni tu linda cara, ni tus caricias
que me acostumbraron a vivir contigo
y ahora me conformo, ahora me conformo
con volverte a ver…”
Después ella se quedaba en silencio y se mecía, ya estuviera de pie, ya estuviera sentada, se mecía apretando fuerte contra ella a quien tuviera entre sus brazos y decía:
—Ahora que salgas todo va a estar bien, ahora que tengamos nuestra casa todo va a estar bien, ahora que estemos juntos todo va estar bien… Ahora que salgas todo va estar bien, ahora que tengamos nuestra casa…
Y entonces yo imaginaba mi vida futura donde todo iba a estar bien. Y veía a mi madre feliz, arreglada bien bonita, bailando con mi padre que sonreía como casi nunca lo veía sonreír. Luego nos veía a mi hermano y a mí corriendo al lado de un perro bóxer en el cual iba montada mi hermanita, nos veía comiendo sandía en un balneario con toboganes, veía a mi padre con mi hermano a los hombros y mi hermanita en un brazo y yo caminando de la mano de mamá… Y de pronto, entendía que el lamento de mi madre era por mi padre, entendía que no me cantaba a mí. El destino me regresaba a casa, a ver cómo el amor se le derramaba a mi madre por los ojos.
Un día mi madre nos dijo:
—¡Shhhh! No hagan ruido. Ya volvió su padre, está durmiendo.
Y mis hermanos y yo nos dirigimos en chinga al cuarto de mis padres. Mi hermano abrió la puerta y dijo todo emocionado:
—Sí, ahí está mi papá.
Luego mi hermanita se metió por debajo del brazo de mi hermano y gritó:
—¡Papi!
Y corrió hacia la cama. Mi padre la abrazó y comenzó a decirle:
—Mi niña, mi hermosa, mi princesa, mi nena linda.
Yo abrí lentamente la puerta… Y al tipo que vi ahí no lo reconocí. No reconocí el rostro de mi padre:
—Ven Maxi. Maximino, ven.
—No.
No reconocí al hombre que estaba frente a mí. Di dos, tres pasos hacia atrás y corrí hasta donde estaba mi madre. Ella me preguntó:
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Y yo le dije:
—Él no es mi papá, él no es mi papá. Ese hombre no es mi padre. Quiero que se vaya. Él no es mi papá.
Tardé como tres semanas en hacerme a la idea que el hombre que estaba ahí era realmente mi padre. Un día él entró a nuestro cuarto y nos dijo:
—Amigos recojan sus cosas, nos vamos a nuestra casa.
Nuestra casa. Mi padre había comprado un terreno en “las afueras de la ciudad” y a veces los fines de semana iba a aventajarle algo o a ver cómo iban los albañiles. Luego le contaba a mi madre y ella nos emocionaba describiendo nuestra casa, nuestra casa de sueño, exagerando ligeramente la realidad. Yo me imaginaba que nuestra casa iba a estar en un lugar como el que mi madre nos platicaba que era la ciudad de nacimiento de ella y de mi padre: calles pavimentadas con adoquines, edificios altos, una gran catedral, parques con lagos en el centro donde la gente podía pasear en lanchitas, fuentes donde la gente se bañaba y comida, una gran variedad de comida y antojitos… Pero al llegar a nuestra casa nos dimos cuenta que mi madre no exageraba la realidad, sino que la desvirtuaba en su totalidad. Para empezar, nuestra casa no estaba en “las afueras de la ciudad”, no, estaba en casa del culo del diablo. Accedías a “la colonia” después de un trayecto de más de hora y media por lomas de terracería. No existían caminos, las calles se iban haciendo con los surcos que las llantas de los carros iban dejando entre las hierbas. Los lotes estaban delimitados por varillas enterradas en la tierra. Existía una casa aquí y otra a doscientos, trescientos metros. En una colonia donde ahora existen 950 casas, sólo había ocho. Ahí fue donde ya podría decir que comenzó mi vida. Cuando entramos a nuestra casa lo único que se me ocurrió decir fue:
—¿Y nuestra casa?
¡Esa era nuestra casa! El día que nos mudamos fue llegar a una casa aún sin terminar, suspendida en medio de la nada. Una casa sin acabados, sin emplaste. El techo no tenía plafón y se veían colgando las gotas de brea de chapopote entre las maderas del techo. Las paredes tenían todavía los surcos para la tubería del agua o la electricidad. No teníamos ni puertas ni ventanas, eran triplays recargados o clavados contra la pared. No había agua en la tubería. Yo estaba triste porque no era el lugar descrito por mi madre. Sin embargo, mi hermano corría por la casa y salía por las puertas gritando:
—¡Somos ricos, somos ricos, somos ricos!
Mi hermana brincaba y corría y brincaba intentando compartir la felicidad de mi hermano. Me miraba para tratar de alegrarme y me decía:
—Tash contento, Maxi, Maxi, Maxi… Tash contento.
Mi padre al ver mi desconcierto me dijo:
—Tranquilo, todo va a estar bien… Vengan amigos, ayúdenme a bajar la mudanza.
Y comenzamos a bajar lo que podíamos, lo llevábamos al cuarto de mis padres. La ventana del cuarto de mis padres era la única que no tenía triplay. Lo recuerdo porque por ahí metimos las cosas grandes y pesadas: la estufa, la lavadora, el refrigerador, la litera, los sillones. De pronto en la ventana aparecieron cabecitas de niños que se asomaban a ver qué pasaba adentro. Ocho niños y una niña, Lala. Lala era una niña-niño, ella era la mejor en todo lo que jugábamos, a todos nos enseñó a andar en bicicleta, y si niños gandallas nos buscaban pleito ella siempre nos defendía. De entre todos los niños había uno que era muy intrépido, muy echado pa’elante, Grillo, el hermano de Lala, él comenzó a decirle a mi papá:
—Oiga, oiga, ¿qué están haciendo, eh?… ¿ustedes van a vivir aquí? Oiga, oiga, ¿quiere que les ayude?… aunque me vea morro y flaquillo soy fuerte, eh. Soy fuerte porque hago pesas y sé cargar. Bueno, hago pesas con bloques de cemento y… ah, ah, oiga, oiga y eso ¿para qué es? Eso es un refri, órale está bien grande su refri, hasta ha de ser de esos nuevos que hacen hielitos, ¿no? Porque ya existen de esos refris nuevos para las casas, que hacen hielitos… Ey, ey, oiga, ¿y usted cómo se llama?
Yo creo que mi padre se hartó de que el morrillo le hiciera tantas preguntas que le dijo:
—Emilio, me llamo Emilio.
—Ah, oiga don Emilio. ¿Y usted es el dueño de La Casa Grande?
La Casa Grande. Sí habíamos llegado al lugar que mi madre nos había prometido, “La casa grande”. Si bien es cierto que nuestra casa no estaba terminada, el hecho es que era mejor que las casas de nuestros futuros amigos. Nuestra casa era de material, no como las de varios de ellos que eran de madera o de cartón, de cajas abiertas de cartón. Tenía piso, de cemento, pero piso al fin, no como las de ellos que era piso de tierra y que por más que lo barrieran siempre le sacaban polvo. Teníamos baño dentro y no pozo. Aunque aún no había servicio, mi padre había construido todo el drenaje y lo había dirigido con un tubo a trescientos metros de la casa, a un terreno de sabe quién chingados, donde había hecho un agujero enorme y lo había camuflajeado con madera y tierra. Quien sabe quién chingados se encargó después de toda esa mierda.
—¿Don Emilio, oiga, y ellos quiénes son?
—Son mis hijos.
—Ah, ¿y cómo se llaman?
—Díganle sus nombres, ellos van a ser sus nuevos amigos.
Pero a mi hermano y a mí nos daba pena, no le contestábamos. Nos escondíamos uno en el otro en el rincón de la habitación.
—Y oiga… don Emilio ¿los deja salir a jugar?
—Si quieren.
A jugar. Antes nosotros sólo jugábamos dentro de la casa, los tres, o en el patio de la vecindad donde vivíamos, y si alguno intentaba acceder al umbral de la puerta de la vecindad hacia la calle, inmediatamente escuchábamos el grito de nuestra madre o de la vecina:
—Ahí viene el robachicos.
Y en chinga nos metíamos a la casa a escondernos bajo la cama. Los fines de semana cuando mi papá descansaba jugábamos todos al “échenle sal al animal” o jugábamos canicas o carritos o soldaditos, pero dentro de la casa. Y de pronto, que te dejaran salir a esta colonia donde todo era cerro y despoblado, era la libertad. Apenas mi padre dijo: si quieren, y ya estábamos nosotros brincando por el hueco de la ventana. Volteamos hacia adentro para invitar a mi hermana pero ella sólo hizo… gesto negando. “Porque ella siempre ha sido una princesa, y las princesas no se ensucian ni juegan en la tierra”. Caímos y nos dimos cuenta que los niños ya iban corriendo allá a lo lejos. Corrimos detrás de ellos. Corríamos y el viento nos daba en la cara, nos mecía. Era un aire fresco, puro, ya no existe aire como ese. Corríamos y unas bolitas espinosas se nos pegaban en los pantalones, y unas vainas puntiagudas se nos clavaban en los calcetines, pero no nos importaba. Llegamos a donde estaban todos los niños. Entonces El Grillo dijo:
—Ey tú, ey, ey morro tú, ¿tú qué onda, tú cómo te llamas?
—Emilio, contestó mi hermano.
—Ah, órale, como tu jefe… O sea, eres el junior ¡El Junior! ¡Él va a ser El Junior! El Junior, eh. Porque cuando el hijo se llama como el papá, al hijo se le dice Junior… El Junior. De ahora en adelante eres El Junior. ¿Y tú qué onda morrillo, tú cómo te llamas?
—Maxi.
—¿Cómo?
—Maxi. Maxi, me llamo Maximino pero todos me dicen Maxi… Maxi, díganme Maxi.
—…
—Maximino, pero me dicen Maxi.
—Maximino, aximino, ximino ¡Chimino! Tú vas a ser el Chimino.
—No, Maxi está bien.
—Ni madres, eres el Chimino, Chimino, eh, él es El Chimino.
—Maxi, me gusta Maxi.
—Eres el Chimino wey, Chimino.
—Pero todos me dicen Maxi.
Comenzamos a jugar policías y ladrones. En algún momento El Catsup no se detuvo cuando El Grillo le disparó de mentiritas ¡pum! Entonces le gritó:
—¡Ey, te maté jijo de tu puta madre, caite culero, te maté pendejo!
Para mí fue un momento de destino. Habían dicho una grosería. Los niños no dicen groserías. Pero El Catsup ni se molestó, ni se inmutó, ni nada. Simplemente se tiró al piso y se hizo el muertito. Caí en cuenta que accedíamos a un mundo de adultos pequeños. Y me sentía bien. Seguimos jugando. Después de una hora de estar corriendo, El Grillo dijo:
—¡Ey, Chimino, Chimino ven! Ven, ven, caele… ¿Cuántos años tienes?
—Seis.
—Ok, aguanta… ¡Ey, Jairo, Jairo ven!
El Jairo era un niño que todo el tiempo estaba feliz, siempre sonriente. Tenía dibujada una mueca de alegría que nunca se le borraba, incluso cuando lloraba. Y si tú te le quedabas mirando fijamente durante tres o cuatro segundos veías cómo los piojos le saltaban de la cabeza a la camisa.
—Qué onda.
—¿Cuántos años tienes?
—Seis.
—A órale, igual que el Chimino. A ver, vamos a hacer una competencia para ver quién gana, ¿ok? El que me escupa primero la mano, gana.
—¿Para qué?
—Pues para ver quién gana, wey. Va, el que me escupa primero la mano gana.
—No entiendo.
—¡Vamos! El que me escupa primero la mano gana, eh. Uno, dos, tres…
Y escupí.
—¡Me escupiste, wey, me escupiste!
—¡No!
Cuando yo digo no, no es que esté mintiendo o esté negando, no. Lo que pasa es que seguramente hay una realidad mucha más grande de lo que puedo comprender, una realidad que me avasalla y lo único que puedo decir es no.
—Qué onda morro ¿por qué me escupes?
—No.
—¿Cómo no?, yo te vi. Me escupiste.
—Porque él quitó la mano.
—Pero tú me escupiste.
—Porque él quitó la mano.
—Pero tú fuiste el que me escupió. Ábrete, te canto un tiro.
Y los niños comenzaban a gritar:
—Chíngatelo, Chimino.
—Pártele su madre, Jairo.
—Dale con huevos.
—No te dejes wey, no te dejes.
—Sácale los ojos.
—¡Mátalo!
Yo buscaba ayuda con la mirada, buscaba a alguien que detuviera eso. Buscaba y de pronto vi a mi hermano. Mi hermano siempre ha sido un hombre muy tranquilo, muy calmado. Lo veía y con su mirada me decía no puedo hacer nada y yo lo entendía. Mientras los niños seguían con sus gritos y sus groserías, los ojos se me llenaron de lágrimas, y El Jairo brincaba y se sonaba la nariz como si fuera boxeador.
—Ábrete, wey, te voy a partir la madre, ábrete, pinche morro.
Y de pronto empecé a sentir fuego en las entrañas, sentía como piquetes de escorpión adentro del estómago empu...

Índice

  1. Portada
  2. Adrián Vázquez
  3. Los días de Carlitos
  4. Ese extraño tipo que me veía a los ojos
  5. No fue precisamente Bernardette*
  6. Los días de Carlitos
  7. El hijo de mi padre
  8. Índice