Música infiel y tinta invisible
eBook - ePub

Música infiel y tinta invisible

Unfaithful music & disappearing ink

  1. 800 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Música infiel y tinta invisible

Unfaithful music & disappearing ink

Descripción del libro

He aquí las memorias de Elvis Costello, uno de los personajes más singulares y auténticos en la cultura popular contemporánea. Costello no es una estrella en el sentido convencional del término: quizá deberíamos decir que hace treinta años fue un astro del pop y que luego se convirtió en un músico extraordinario. En las páginas de "Música infiel" descubrimos al individuo que desde los 13 años se sintió fascinado no sólo por la música, sino también por el estilo de vida que ésta le proponía. "Música infiel" será un auténtico descubrimiento para quienes conocen las creaciones de Costello porque en sus páginas encontrarán tanto el anecdotario de su existencia como los motivos de su búsqueda constante de nuevos retos.

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788416665105
Edición
1

1

UN CHICO BLANCO EN EL HAMMERSMITH PALAIS

Creo que fue mi amor a la lucha lo que primero me llevó a esa sala de baile.
Durante mi infancia, prácticamente no pasaba una semana sin que mantuviera el siguiente diálogo con un desconocido:
—¿Eres pariente?
—¿Perdón?
—Que si eres familia del luchador.
Mi madre a veces soltaba una carcajada indulgente, como si dijera: «Caramba, no había oído eso en mi vida».
Yo me sentía incómodo.
De todos modos sospechaba que a lo mejor era pariente lejano de Mick McManus, un luchador profesional omnipresente en los combates televisados del sábado por la tarde. A principios de los sesenta, las peleas carecían de la pirotecnia de los espectáculos de ahora. No eran más que unos comediantes untados de aceite, tipos como Jackie Pallo o Johnny Kwango que forcejeaban y lanzaban a unos sudorosos contrincantes de pocas luces por el interior (y a veces por el exterior) de un pequeño cuadrilátero delimitado con cuerdas.
Mick McManus escribía su apellido como mi padre hasta que éste añadió una «a» y lo convirtió en «MacManus» porque le resultaba más distinguido y le gustaba más así escrito.
Cualquiera podía ver que yo tenía la misma complexión baja y fornida que «el hombre a quien te gusta odiar» y también el mismo pelo negro engominado.
Más adelante me contaron que Mick, igual que yo, tenía un punto flaco: las cosquillas. A final de su carrera sufrió una rara derrota cuando su oponente utilizó esta táctica ruin: el campeón abandonó el combate indignadísimo.
Allá por 1961, yo practicaba mi patada de tijera delante del televisor y luego me desplomaba como si me hubieran atizado un revés. Al final, tanto saltar desde los muebles acabó irritando a los vecinos y, como mi madre quería limpiar la casa, que convenció a mi padre para que los sábados por la tarde me llevara con él al Hammesmith Palais.
Ése era el lugar de trabajo de mi padre. Su oficina. Su fábrica.
No era más que un viejo cobertizo para tranvías convertido en una sala de baile embutida entre el pub Laurie Arms y una hilera de tiendas que había justo al lado de Hammersmith Broadway.
Si los demás padres volvían a casa a las cinco y media, el mío se iba a trabajar a las seis; y los sábados por la tarde a cantar con la Joe Loss Orchestra.
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Las paredes del Palais parecían hechas de terciopelo oscuro, pero si pasabas la mano se te quedaba llena de polvo. Tenían un olor y un tacto extraños. Aquello no parecía lugar para un niño.
Hoy en día se hace difícil imaginar un local que abra por la tarde para tan pocos clientes, pero cuando la orquesta de Joe Loss aparecía sobre la plataforma giratoria olvidabas que era aún de día.
Me daban una limonada y una bolsa de patatas fritas y me colocaban en la galería que daba a la pista de baile con instrucciones estrictas de no hablar con nadie.
La clientela era tan curiosa como escasa. Cuando señalé a dos señoras mayores que bailaban juntas, me dijeron que eran dos «solteronas».
Había una madre que enseñaba pasos de baile a su hija pequeña y a veces se la colocaba sobre los pies para que la niña captara el ritmo.
Los amos de la pista eran los bailarines de competición, que aprovechaban las tardes del sábado para practicar. Custodiaban celosamente su territorio y no toleraban niños u otros obstáculos frívolos. Desde mi posición estratégica, sus expresiones altaneras y aquellas poses en las que de pronto se quedaban paralizados me parecían bastante cómicas, tan cómicas como su manera de inclinar la cabeza y mover el cuello como los pollos al picotear. A veces daban miedo, sobre todo cuando se lanzaban a galope tendido en los pasos rápidos. Los soldados de infantería temen las cargas de caballería por la misma razón.
No había nadie más en la galería excepto las mujeres del guardarropa y otra que vendía refrescos en el quiosco. Creo que mi padre le había pedido a una de ellas que de vez en cuando me echara un vistazo y se asegurara de que no me había escapado, pero aquella mujer no tenía que preocuparse porque yo no apartaba los ojos de la banda.
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En aquella época, la orquesta de Joe Loss era una de las bandas de baile más éxitosas del país. La formaban tres trompetas, (a veces cuatro), cuatro trombones, cinco saxofones, una sección rítmica y tres vocalistas. La banda abría y cerraba cada actuación o programa de radio con su canción insignia, «In the Mood», que habían tomado prestada del la orquesta de Glenn Miller. De hecho, seguían tocando muchas melodías de Miller de los años de la guerra: la hermosa y sentimental «Moonlight Serenade», «PEnnsylvania 6-5000» (donde los músicos gritaban el número de teléfono del título) y «American Patrol», que era mi favorita, probablemente porque se parecía al tema musical de una serie de policías y ladrones.
Joe Loss compensaba su falta de atrevimiento musical contratando arreglistas con buen oído para las fugaces modas de la música de baile. Consiguieron un éxito con «Must Be Madison» y grabaron melodías pegadizas con títulos tan absurdos como «March of the Mods», «March of the Voomins» y «Go Home, Bill Ludendorf», que mi padre compuso con Syd Lucas, el pianista de la banda.
Mi infantil y poco refinado oído se dejaba fascinar por efecto de campana que creaba la sección de viento en «Wheels Cha Cha», y esperaba impaciente a que sonara un tango o un pasodoble por lo cómicos que eran los pasos de baile, o una samba, porque entonces mi padre tocaba las maracas o las congas.
Los bailarines de competición no eran muy entusiastas de los vocalistas porque eclipsaban el ritmo con el fraseo, de manera que en la sesión vespertina mi padre sólo conseguía cantar un par de canciones. En esos momentos me impacientaba: daba pataditas a la pared de la galería y hurgaba con el dedo en una tapa giratoria montada sobre la mesa hasta que sacaba el dedo gris y cubierto de ceniza.
Al final llamaban a mi padre al micrófono para que cantara una canción en español, idioma que además sabía hablar. En una ocasión provocó el sonrojo de la mujer española de un amigo mío cuando ésta le preguntó dónde había aprendido el idioma. «En la cama», contestó él.
Creo que era cierto.
Su talento para aprender canciones fonéticamente le permitía engañar a cualquiera cuando tenía que cantar en italiano, francés e incluso en yidis. El éxito internacional latinoamericano «Cuando calienta el sol» y el clásico del pop italiano «Roberta» (que Peppino di Capri cantaba con voz trémula y mi padre interpretaba en español) eran dos temas que le oía cantar esas tardes. Al final las acabó grabando en un disco que llevaba el maravilloso título de Go Latin with Loss, donde Loss también cantaba «La bamba», canción mexicana popularizada por Ritchie Valens.
Mi padre no tenía el porte del clásico cantante romántico. Sólo medía uno sesenta y cinco y llevaba unas gafas de pasta negra parecidas a las que yo he usado a lo largo de casi toda mi carrera. Iba muy repeinado, con el pelo negro azabache pegado a los lados y un discreto tupé, hasta que cedió a la moda de peinarse hacia delante hacia 1965, cuando comenzó a comprarse botas Chelsea con tacones cubanos en Toppers, la tienda de Carnaby Street.
En 1961 tenía mi padre treinta y tres años. «Los chicos de la banda», así los llamaba siempre mi padre, me parecían hombres mayores, pero probablemente sólo rondaban los cuarenta o los habían cumplido no hacía mucho. Llevaban el uniforme de la banda: chaquetas de solapa redondeada color burdeos o azul celeste y pantalones de etiqueta con una franja lateral de satén.
En las sesiones de tarde, mi padre llevaba un traje de calle oscuro, pero tenía otro de etiqueta para cuando la ocasión lo requería. La costumbre de ponerse un traje para ir a trabajar se me quedó tan grabada que, a día de hoy, la temperatura ha de superar los 35 grados para que me quite la chaqueta.
Una tarde de 1980, cuando yo ya había disfrutado de mi breve momento de infamia pop, mi padre y yo estábamos charlando con Rose Brennan, una vieja estrella de la canción de la banda de Joe Loss, y con el bailarín Lionel Blair en una zona separada por una cortina de la sala de baile de un hotel de Lancaster Gate. En la pantalla del televisor veía al señor Loss...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Índice
  4. Dedicatoria
  5. Cita
  6. 1. Un chico blanco en el Hammersmith Palais
  7. 2. Y luego esperan que escojas una carrera
  8. 3. No me hagas hablar
  9. 4. Pregúntame por qué
  10. 5. Increíble
  11. 6. El formidable desfile de Londres
  12. 7. La primera vez que vi tu cara
  13. 8. Prepárate para el tren fantasma
  14. 9. Casi Liverpool 8
  15. 10. Bienvenido a la semana laboral
  16. 11. No hay travías a Lime Street
  17. 12. Oigo llegar un tren
  18. 13. Música infiel
  19. 14. Escena a las seis y media
  20. 15. Sirviente infiel
  21. 16. Hay una chica en el escaparate
  22. 17. Por eso
  23. 18. América sin lágrimas
  24. 19. A veces hay accidentes
  25. 20. Adoro el ruido de los cristales rotos
  26. 21. ¿Qué debo hacer para lograr que me ames?
  27. 22. Hablando en la oscuridad
  28. 23. ¿De verdad está saliendo con ella?
  29. 24. Un salto por la vida
  30. 25. Una vida maravillosa
  31. 26. El color del blues
  32. 27. El desfilde de la identidad
  33. 28. El río invertido
  34. 29. Es entonces cuando el placer se convierte en dolor
  35. 30. Quiero desaparecer
  36. 31. Aléjate de los juguetes prohibidos
  37. 32. Nunca me encerraron por lo que realmente hice
  38. 33. Una voz en la oscuridad
  39. 34. Oscuridad agreste / Al despuntar el alba
  40. 35. Vuelvo a estar de buen humor
  41. 36. Ahogado en vino y licores
  42. Epílogo: North End
  43. Agradecimientos
  44. Créditos de las canciones
  45. Notas
  46. Créditos
  47. Colofón