EL IMPACTO DIGITAL
IMPACTO SOBRE LA CREACIÓN
Siglos de tradición nos han enseñado que el acto radical de la creación es intransitivo, que se fundamenta en un esfuerzo introspectivo del que puede aflorar una obra original, en algunos casos superlativa, genial, porque, basándose en el lenguaje de la tradición –nada hay, claro, enteramente original porque no hay nadie que no beba de las fuentes que le preceden y de los arquetipos de sus contemporáneos–, es capaz de desarrollar un nuevo lenguaje a partir del lenguaje preliminar que el creador heredara. En gran medida, estamos persuadidos, esto seguirá siendo así porque es imposible generar nada nuevo sin un profundo conocimiento de la tradición, sin un periodo más o menos largo de experimentación y riesgo, sin una decidida vocación artística por plasmar ese impulso o propósito, y eso solamente lo alcanzan unos pocos elegidos. Aún así, era ya Jorge Luis Borges el que decía que «La literatura no es agotable, por la suficiente y simple razón de que un solo libro no lo es. El libro no es un ente incomunicado: es una relación, un eje de innumerables relaciones. Una literatura difiere de otra, ulterior o anterior, menos por el texto que por la manera de ser leída». Muchos que no aspiren a ocupar un puesto en el parnaso de la literatura o de otro ámbito de la creación, sin embargo, sí querrían emplear sus capacidades imaginativas y creativas en proyectos más ambiciosos que el de la organización de la vida cotidiana. Las herramientas digitales, las plataformas digitales de edición, como ya ha quedado dicho en los prolegómenos de este libro, favorecen y facilitan la posibilidad de que cualquiera dé rienda suelta a esa legítima ambición creativa que posee, de ponerla a disposición de los demas, de difundirla y promocionarla, de comentarla y retocarla. Como escribiera Jacques Ranciere en El maestro ignorante22, de lo que «se trata es de hacer emancipados, hombres capaces de decir yo también soy pintor, fórmula donde no cabe orgullo alguno sino todo lo contrario: el sentimiento justo del poder de todo ser razonable [...] Yo también soy pintor significa: yo también tengo un alma, tengo sentimientos para comunicar a mis semejantes». Yo también soy escritor, por tanto, yo también quiero expresar mis sentimientos, mis anhelos y mis pareceres, y hacérselos llegar a aquel que quisiera leerlos y compartirlos. A veces, cómo no, se agrega la pura dicha de disfrutar creando algo novedoso a partir de un precedente documento, sin plagiar, sin reproducir formalmente el patrón inicial, pero sí tomándolo como fuente inspiradora a partir de la cual desarrollar personajes, escenarios y situaciones novedosas.
Existen, por eso, plataformas de distribución y reproducción de contenidos digitales abiertas a la publicación de originales de autores desconocidos, siguiendo el límpido impulso de la alegría creativa. Quizás alguien, en algún lugar, en algún momento, crea que le puede interesar aquello que alguien hizo con mucha dedicación y esfuerzo, sin necesidad de que intermedien otros agentes más que el autor y el lector. Publicatuslibros, Bubok, Suite101, Redacciona y otra miríada de sitios similares ciñéndonos al ámbito en español, celebran la posibilidad de aglutinar la oferta de múltiples autores desconocidos en busca de lectores. Otras plataformas van incluso más allá fomentando la simple y directa autopublicación, sin márgenes comerciales sobre la venta o el pvp: Scribd es, probablemente, el lugar de la web donde más originales se autodivulgan, gratuitamente, sin coste alguno para el difusor y el receptor. Y si estos sitios incorporan, como en el caso de Lulu o de Createspace (propiedad de Amazon), la posibilidad adicional de que el autor determine libremente el precio de venta, de que el lector encargue copias bajo demanda y de que la plataforma se beneficie de los márgenes generados, cabe la posiblidad de que buena parte del tráfico editorial de originales se gestione a través de estas plataformas.
Desde el punto de vista creativo las iniciativas mencionadas son, sin embargo, poco novedosas: autores en ciernes que aspiran a expresar lo que sienten y a ser escuchados por audiencias de otra manera inalcanzables. Pero la Red permite y multiplica otra clase de posibilidades que, teóricamente, se han definido ya como las de la convergencia cultural. Para explicar lo que eso significa, quizás convenga contar una historia: en diciembre del año 2000, el departamento legal de la multinacional Warner & Bross distribuyó una amenaza o intimidación legal entre niños y jóvenes de varios rincones del mundo, con la esperanza de que el ultimátum sobrecogedor esgrimido persuadiera a los errados seguidores de Harry Potter de persistir en el empeño de abrir sitios web dedicados a compartir su interés por las andanzas del personaje de ficción.
1 de diciembre de 2000
Claire Field
[dirección oculta]
West Yorkshire
Asunto: «harrypotterguide.co.uk»
Estimada Srta. Field: Le escribimos en relación al nombre de dominio registrado por usted. J. K. Rowlings y Warner&Bross son los dueños de los derechos de propiedad intelectual de los libros de «Harry Potter».
La señora Rowling y Warner&Bross están preocupados porque el registro de su nombre de dominio pueda causar confusión entre los consumidores o dilución de los derechos de propiedad intelectual descritos aquí. El registro del nombre de dominio arriba mencionado, en nuestra opinión, podría infringir los derechos descritos arriba por lo que le solicitamos por favor que, en un plazo no superior a 14 días tras la recepción de esta petición, nos proporcione confirmación escrita de que transferirá tan pronto como sea posible (o, en todo caso, 28 días tras la recepción de la presente) el dominio arriba mencionado a la Warner&Bross. Estamos dispuestos a reembolsarle los gastos en los que incurrió al registrar el nombre del dominio arriba mencionado.
Si no recibimos noticias suyas antes del 15 de diciembre del año 2000, pondremos este asunto en manos de nuestros abogados.
Atentamente,
Neil Blair,
Director de asuntos legales y financieros
Warner&Bross
En muchos casos lo consiguieron, seguramente porque los padres de las víctimas se amedrentaron, encogidos ante la perspectiva incierta de enfrentarse a los servicios jurídicos de una multinacional norteamericana que había puesto en pie de guerra a toda su escuadra jurídica: se hicieron con el control de aquellos dominios que incluían entre su descripción el término «Harry» y/o «Potter», para usufructuarlo, dirigirlo o, simplemente, cerrarlo. En otros casos, sin embargo, el tiro les salió por la culata, porque el caso llegó a los tribunales de justicia de la mano de algún padre que no solo no se había sobresaltado, sino que había decidido plantar cara a un requerimiento que consideraba desmedido, improcedente e ilegal. Incluso la propia web, durante los primeros años del nuevo siglo XXI, se convirtió en un hervidero de iniciativas contra las bravuconadas legales de los imperios mediáticos: el sitio seguramente más famoso durante aquellos tiempos de las confrontaciones iniciales llevaba por nombre www.potterwar.org.uk, la guerra de Harry Potter, la cruzada de una multitud de jóvenes alrededor del mundo por conservar el derecho a compartir su interés por una figura de ficción utilizando los medios digitales que la web ponía a su alcance, periódicos digitales, repositorios escritos con multitud de obras derivadas fruto de la imaginación de los fans, reconstrucciones ideales de Howards donde los incondicionales acólitos del joven mago intercambiaban experiencias en torno a su pasión compartida.
Este fenómeno de creación colectiva de contenidos que utiliza como punto de partida un personaje o una obra de ficción recibe el nombre de fan fiction, ficción creada por los seguidores, por los admiradores incondicionales de las aventuras y desventuras de un héroe ficticio, un fenómeno antiguo que la Red amplifica hasta convertirlo en un suceso global estudiado por los departamentos universitarios norteamericanos de New Media, nuevos medios de expresión que están generando lo que Jenkins23 ha querido llamar –y ahora recobramos el término- un fenómeno de convergencia cultural. Una manifestación en el fondo de la proliferación de voces complementarias o discordantes que los soportes digitales y su propiedad más consustancial, el hipertexto, alientan; una manifestación potencial, sobre todo, de aquello que Roland Barthes24 anticipó en los años 70: el surgimiento de un lector que se convierte, simultáneamente, en autor, en coautor o cogenerador de una obra que no puede reclamarse nunca enteramente original porque no es otra cosa que un cruce de influencias previas, un cruce de caminos o de sentidos que se aglutina provisionalmente en una obra concreta que nunca puede reclamar plena originalidad porque solo es un sedimento transitorio, y porque es y será siempre objeto de interpretaciones diversas y de exégesis contradictorias, incluso fundamento de nuevas obras que la tomen como principio o justificiación. ¿De qué otra manera si no interpretar aquel texto clave al que tantas veces se alude pero escasas veces se contextualiza?: «... un texto», decía Barthes, «no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura». Aquel texto se titulaba, premonitoriamente, La muerte del autor, y aunque los fans de Harry Potter no pretendan en ningún caso liquidar a su autora original, también es cierto que sin teorizarlo ni saberlo juegan a lo que Barthes anticipó cuarenta años antes, a tejer un inabarcable texto de citas al pie de una obra inicial.
Pero antes de dictar sentencia —o de desvelar cuál fue, efectivamente, la sentencia que los jueces británicos dictaron una vez que valoraron todas las pruebas y considerandos— y de mostrar cuál fue el desenlace de la guerra de Harry Potter, quizás convenga ahondar en las razones que pudieron llevar a las dos partes a asumir que podrían ganar la batalla legal. J.K. Rowlings, aclamada autora del célebre Harry Potter, constituye un modelo clásico de autoría y reconocimiento: publicada por una gran editorial que capitaliza sus primeros éxitos internacionales, revierte los enormes beneficios que obtiene, presumiblemente, en mayores anticipos y superiores derechos, intermediados por agentes que acrecientan progresivamente su nómina y que, además, venden los derechos subsidiarios de los libros a Warner & Bross para que filmen películas sobre la vida de los protagonistas, lo que deriva, a su vez, en la fabricación de toda una parafernalia de artículos y mercancías que agrandan su fortuna y su fama, en el merchandising que acompaña por todos los rincones del mundo indefectiblemente a las obras comercializadas por las grandes multinacionales. De hecho, su obra y su figura llegan a ser sancionadas con un «Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, 2003». Harry Potter es tanto un cuento sobre la magia como un cuento sobre la magia de la autoría, de la edición y del poder mágico de la propiedad: los guardianes de los derechos de la propiedad intelectual, sobre todo los abogados de la Warner & Bross, celosos guardianes de su uso y su disfrute, practicaron una política de severas admoniciones y condenas judiciales ante todos aquellos que, de una u otra forma, quisieran hacer uso de los nombres, los personajes o las tramas que la novela inventaba y urdía. Dicho sea de paso, esa democratización creativa molestaba, además, a determinadas ortodoxias poco acostumbradas a la libre expresión: los movimientos cristianos fundamentalistas norteamericanos han ejercido en los últimos años una censura radical de los canales y modos de expresión de los más jóvenes fans, retirando el libro de las bibliotecas, prohibiendo su lectura y comentario. La paradoja de este comportamiento censor y disuasorio era que iba, precisamente, contra sus seguidores más acérrimos, contra sus más incondicionales lectores, que habían constituido clubs de fans en la web para seguir desarrollando, mediante las posibilidades que los soportes digitales nos ofrecen, tramas que pudieran derivarse hipotéticamente de las páginas originales, caracteres que hubieran quedado en la sombra, apenas dibujados, pero lo suficientemente sugerentes para que los más adeptos se atrevieran a rescatarlos y diferenciarlos, nuevas situaciones enteramente inventadas expresadas con la prolijidad transmedia que los entornos digitales nos permiten (un video casero grabado con personajes encarnados por los propios lectores, o una grabación de un episodio en un castillo inventado, o una sucesión de viñetas agregadas a los textos redactados, o la más «común» redacción de un capítulo, un cuento o una novela entera que tomara como excusa para su desarrollo una situación apenas insinuada en el original, o que desarrollara una trama apenas entrevista, o que imaginara una relación distinta de dos o más personajes de la trama concebida por Rowling).
La proliferación en la web de lo que ya se denomina hace tiempo fan fiction, o ficción escrita por los lectores más devotos, mediante el uso de todos los instrumentos o aplicaciones digitales de los que hoy disponemos, sin restricciones, plantea múltiples problemas sobre los que es conveniente reflexionar, con más seriedad de la que en principio un crítico severo querría otorgarle: la generación colectiva de contenidos, masiva y cuasi anónima, se convierte en una alternativa o en un complemento al menos de la noción clásica de autoría; el límite de los derechos de propiedad intelectual se ve puesto continuamente a prueba, porque la ley no ampara las ideas, sino su formalización o su expresión, y lo que los fans hacen no es otra cosa que tomar como justificación una idea ajena para desarrollar una propia, de forma que aunque se aluda al plagio como la forma de quebrantamiento de los derechos que los fans practican, lo cierto es que eso está muy lejos de la verdad, porque solamente se podría calificar de tal si la expresión formal fuera similar a la del original; las compañías transnacionales que basan su crecimiento y prosperidad en el usufructo exclusivo de esos mismos derechos, se ven ante la tesitura de poner su maquinaria jurídica y censora a trabajar o permitir que sus más apegados clientes y lectores sigan profesando ese amor ilimitado por la obra que ellos han publicado, a menudo intentando encauzar sus esfuerzos, empeño casi siempre vano; la resolución de la paradoja tiene casi siempre tintes comerciales, o al menos así lo querrían quienes más tienen que ganar con ello: para obtener cada vez un apego mayor a las love marks, los departamentos de derechos deben avenirse a que los inspirational consumers contravengan lo que ellos piensan que son derechos legítimos de propiedad intelectual.
En definitiva: los nuevos medios digitales ponen en solfa estas y otras muchas ideas clásicas relacionadas con las nociones de creación y autoría, con los derechos de la propiedad intelectual y la unicidad de la obra, con la explotación exclusiva de la obra singular y el usufructo colectivo de la obra pública, con los métodos tradicionales de promoción de la lectura y de la alfabetización, ceñidos al entorno cerrado del aula y a los comentarios, a menudo recriminadores, de los profesores (la apertura de la pedagogía, en consecuencia...