El circo
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El circo

  1. 196 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

"La época histórica en la que transcurren los acontecimientos de "El circo" se sitúa entre el golpe de Estado contra Rómulo Gallegos, en 1948, y el fraude electoral de las elecciones convocadas por la dictadura militar en 1952, en la Venezuela que avanzaba esperanzada hacia la modernidad. En esta novela Michaelle Ascencio condensa su comprensión del país, su capacidad para captar y recomponer escenas en las que prevalece su oído para la conversación y su agilidad para el humor en una escritura concentrada en la que no sobra nada. Todo lo que apunta es, como en el buen teatro, indispensable para que los personajes se revelen y se desarrolle el drama de la democracia traicionada, cuando las familias se rompen y a veces padre e hijo pueden quedar en diferentes bandos.No hay grandes héroes en la novela; la novelista les da a sus personajes un tono menor y les permite hablar a media voz en la trastienda de una librería, o en la nochecita, cuando la gente se sentaba al fresco en los porches, para que nosotros podamos escucharlos en la cotidianidad y reconozcamos en ellos el diálogo político que en aquellos años tenía lugar: democracia sí, o democracia no, esa pareciera ser la pregunta que se hacen mientras los hombres toman ron con Coca-Cola y las mujeres se esmeran en la cocina". Ana Teresa Torres

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Información

Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788416687411
Categoría
Literatura

II

Incautada por la policía
una emisora clandestina en Maracay
El edificio chato y gris de la Seguridad Nacional lanza sus tentáculos por toda la ciudad. Álvaro Agudo se identifica en la recepción y sube al primer piso, donde tendrá lugar la rueda de prensa. El ambiente enrarecido, la calma de los funcionarios aísla a cada uno de los periodistas, que esperan que la sesión comience. Tratan de no pensar en el lugar y mucho menos en los sótanos del edificio.
Jorge Maldonado Parilli, jefe de la Seguridad Nacional, recibe a los periodistas en su oficina con un frío y cortés «buenos días». En ese lugar no se le puede dar la bienvenida a nadie. Maldonado Parilli comienza a hablar. Le interesa que se sepa, que se sepa que, después de una ardua labor, los detectives de Maracay resolvieron el caso e incautaron la emisora. Maldonado Parilli habla con parquedad, sin abundar en comentarios, rehuyendo más bien las preguntas de los periodistas, pues la rueda de prensa es, en realidad, para que solo hable él. Lo que quiere es que se sepa, que se sepa que la seccional de Maracay tenía conocimiento desde hacía treinta días de las emisiones del transmisor y que comenzaron su búsqueda con un aparato detector. A una pregunta pregunta de uno de los periodistas, informa que la mencionada seccional de Maracay identificó a Vicente Cardozo y a su esposa Felicita Colón como los ocupantes de la casa de la avenida Santos Michelena, en cuyo sótano fue localizada la emisora clandestina.
Pero la mayoría de las preguntas que se atreven a hacer los reporteros quedan sin respuesta, como si no las hubieran formulado; algunas se refieren a los detenidos, a las condiciones en las que se encuentran y al procedimiento. Para Maldonado Parilli, los detalles de la incautación del transmisor transportable no son importantes, y así lo expresa. Lo que quiere es que se sepa, que se sepa que ocho personas, todas miembros del partido Acción Democrática, han sido reducidas a prisión; así lo informa en tono lacónico y agrega, siempre mirando a Rafael Coronado, el jefe de la Seguridad Nacional de Maracay, que lo acompaña en la rueda de prensa, que los investigadores se apoderaron de todos los efectos radiofónicos y de más de dos mil volantes con propaganda impresos en multígrafo. Pasados diez minutos, los periodistas prácticamente enmudecen; sienten que una pregunta de más, una palabra inoportuna puede convertirlos en sospechosos. Álvaro se levanta para tomarle una foto a Maldonado Parilli y este le hace un gesto con la mano deteniéndolo: «Tómele mejor una foto al aparato de refrigeración al que estaba conectado el transmisor». Lo que quiere es que se sepa: en una mesa, un poco más allá del escritorio donde los dos detectives están sentados, está un aparato. El transmisor está dentro de una caja de madera sin pulir, rodeado de cables y botones. Bajo la manivela de recepción, entre los botones, se destaca aún la insignia de Acción Democrática, dibujada con grandes letras negras sobre un portón amarillento. Coronado explica que sus agentes encontraron el transmisor totalmente cubierto y disimulado bajo un rótulo gigantesco que pretendía identificarlo como un sismógrafo. Uno de los periodistas se atreve a preguntar de nuevo por los ocupantes de la casa: «Se practicó un allanamiento y Pedro Vicente Cardozo y Felicita Colón, ambos miembros de AD, fueron encarcelados. Ahora están aquí, en Caracas, en la cárcel Modelo, junto con las otras seis personas que aparecen sindicadas en el caso» y, en seguida, Coronado toma la palabra para hacer hincapié en el trabajo de sus policías y en la potencia del transmisor: «tenía una salida de 150 vatios», dice. Continúa explicando que las emisiones desde la casa de la Santos Michelena eran periódicas y ordenadas, en forma de cuñas sistemáticas, con boletines subversivos que, ahora, pueden ver esparcidos por toda la oficina del jefe de la Seguridad Nacional. En ellos, explica Coronado sin que ninguno de los periodistas se atreva a tomar uno de esos volantes, se incita al pueblo a la conspiración y se denigra del Ejército.
–¿No tuvo nada que ver la emisora con el asalto de Boca de Río? –aventuró uno de los reporteros.
Ninguna respuesta en el salón detectivesco. Maldonado Parilli, con un gesto, llama a Coronado a una esquina de su escritorio y da por concluida la rueda de prensa, que duró exactamente veinte minutos, como había anunciado, y tal como dijo también desde el principio, nada más había que agregar a los comentarios oficiales sobre la incautación de la emisora clandestina.
Los periodistas respiran aliviados al salir y se alejan casi corriendo. Se despiden sin hacer comentarios. «¿Tú crees que van a ser tan tontos como para pegarle la insignia de AD a la caja de la emisora?» Álvaro habla consigo mismo, no puede dejar de reconocer que siente miedo: presos políticos, la cárcel Modelo; de ahí no salen. Ve la cara inexpresiva de Maldonado Parilli. «¿Quién sería el delator? El cuento del detector de emisoras no me lo como, pero pueden haber captado la emisora, o alguien delató…».
La mayoría de la gente que leerá la noticia en el periódico, ese día 22 de octubre de 1950, no comprenderá mucho de qué se trata. Muchos leerán el titular y pasarán directamente a los eventos sociales o a los deportivos; los crímenes, robos y asaltos interesan mucho más, pero los que entienden sabrán que una célula del partido Acción Democrática o del Partido Comunista ha sido descubierta, y que si la noticia sale en la prensa es que la Seguridad Nacional quiere mostrar que es efectiva, que nada se le escapa, que controla al país de cabo a rabo, y amedrentar, así, a los subversivos. Si siguen leyendo se enterarán de que se trata de una célula de base del partido AD en Maracay, pero solo unos pocos podrán suponer que hay una conexión entre la emisora incautada y la toma reciente de la base aérea de Boca de Río por el aparato armado del partido.
–Hay un carro parado frente a la puerta –Marta se retira de la ventana y mira a Yolanda que sigue llorando mientras se pasea por la sala; ella no le hace caso y le pide otra vez que le cuente lo que dijo José Ramón.
–Ya te lo dije, Yolanda, estás muy nerviosa.
–Pero qué le pasó, ¿por qué se fue así sin decir nada?
–No sé, no me dijo; entró hasta la cocina, mi mamá estaba en el cuarto y no lo oyó…
–¿Y tú no le preguntaste?, ¿qué te dijo?
–Me sorprendió verlo llegar a esa hora de la mañana… El carro sigue ahí en la puerta con las luces apagadas.
–¿Cuál carro?, ¿no me dijiste que no habías visto el carro?
–Por favor, Yolanda, cálmate, te estoy diciendo que hay un carro parado desde hace rato allá afuera.
–¿Pero te dijo algo?, ¿tú no le preguntaste nada?
Marta está pendiente del carro estacionado delante de la casa; le parece que es un Buick de color claro, no alcanza a ver si hay gente adentro. No le dice nada a Yolanda, pero está asustada.
–No me dio tiempo de nada. «Dile a Yolanda que me fui, que después le explico», y se dio media vuelta y se fue. Yo me fui detrás de él. Cuando llegué a la puerta y la abrí solo alcancé a ver el carro que arrancó a toda mecha.
–¿Y no llegaste a ver con quién iba?, ¿de quién era el carro, Marta?
–No sé, era un carro de color verde…
Yolanda se sienta, se seca los ojos, fuma. ¿No será que tiene otra mujer?, pero no, ¿que tuvo un problema con el turco? Ay, Marta, ¿qué estará pasando?
–Se bajaron dos hombres del carro y el que maneja se quedó al volante, dice Marta corriendo la cortina de la ventana de la casa.
–¿Tendrá líos con la policía? José Ramón es un hombre honrado, sería incapaz de…
Dos timbrazos cortos; las dos mujeres enmudecen y se miran.
–Espera –dice Marta–. Siéntate que yo voy a ver.
Mira primero por la ventana, ve a los dos hombres vestidos de flux en la puerta. Va hacia la puerta y pregunta: –¿Qué desea?
–Seguridad Nacional. Abra la puerta –dice una voz en tono autoritario, en el silencio de la calle, a las diez de la noche.
Marta y Yolanda se miran asustadas, pensando que eso tiene que ver con José Ramón. Marta abre. Los dos hombres entran cerrando cuidadosamente la puerta sin hacer ruido. Echan un vistazo a la casa.
–¿La señora Yolanda Romero?
–Sí, señor.
–Venimos a hacerle unas preguntas. Le aconsejo que colabore y diga todo lo sabe; de lo contrario sería peor para usted y para la señora Marta Romero.
–Con permiso –continuó el hombre en voz baja y calmada, y se sentó frente a Yolanda, que se había erguido tensa en el sofá. Marta se sentó a su lado, y las dos permanecieron en silencio hasta que el hombre preguntó:
–¿Desde cuándo vive usted en esta casa?
–Desde hace más de veinte años, señor.
–¿Cómo se llama su marido?
–José Ramón Barrios.
–¿Dónde trabaja?
–En la ferretería El Alambre, del turco Nayib, en la calle Girardot.
El otro hombre, que había permanecido de pie viendo la casa, se puso a registrar la sala. Abre la vitrina y las gavetas de la cómoda, mira debajo y detrás de los muebles, baja los dos cuadros que adornan una de las paredes, el de las flores sujetas con un lazo y el del paisaje del lago de Valencia, los revisa y los pone de nuevo en su lugar.
–¿Dónde está José Ramón? –pregunta el hombre con voz suave, casi inaudible.
–No sé, señor, lo estoy esperando y no ha llegado.
–¿No ha llegado o no viene? –increpa el hombre sin dejar de mirarla, y sin mover un músculo de su cara.
–No sé, no sé… –y Yolanda empieza a frotarse las manos, y siente que está temblando de miedo.
–Cálmate, primita –le dice Marta.
–La señora Marta que guarde silencio si quiere permanecer aquí –dice el hombre en el mismo tono de voz y sin mirarla.
Marta toma aire y mira al policía a la cara, pero él no la ve, como si ella no existiera, y sigue mirando fijamente a Yolanda. Marta empieza a rezar mentalmente a las ánimas del purgatorio, «líbranos de esta hora aciaga…».
El otro hombre, vestido también de flux gris, corbata y camisa blanca, registra ahora los cuartos. Se oye cuando abre el escaparate, saca la ropa, las camisas de José Ramón colgadas en sus ganchos, y las tira sobre el colchón que ya está en el piso. Toca el fondo del escaparate y se fija bien a ver si tiene doble fondo. Marta oye y sigue rezando.
–¿Y a qué hora llega José Ramón del trabajo?
–En lo que cierran, como a las seis y media.
–Lo estamos esperando, pues, y son más de las diez.
–¿Y para qué? –se atreve a preguntar Yolanda–, ¿para qué quieren a José Ramón? –grita casi.
Marta quiere agarrarle la mano, pero no se atreve.
–Cálmese, señora, y limítese a contestar las preguntas… –Ahora el otro hombre abre las gavetas de la cómoda, sus pantaletas, sus sostenes, los calzoncillos de José Ramón; registra cada papel, las cartas de Belinda que están en el cofre de concha de nácar junto con el dinero…
–Entonces su marido no llega –dice el hombre–. ¿Y no va para ningún lado al salir de la ferretería?
–No, señor.
–Creo que sí, señora; ¿por casualidad no va a la avenida Santos Michelena?
–No sé, señor.
El otro hombre está ahora en el baño que queda entre los dos cuartos. Se oye cuando revisa el cesto de la ropa sucia, saca uno a uno los potecitos de crema que están en el gabinete que tiene el espejo, abre la cajita de la cruz roja con el alcohol, las curitas, el Merthiolate, las aspirinas y el Vick Vaporub. Va al otro cuarto, mueve la cama donde dormía Belinda, corre la cortina que da para el patio, rueda la mesita de noche y levanta la alfombrita que está frente a la cama. Del pequeño escaparate que era de Belinda saca la lámpara de mesa que no tiene pantalla, la maleta de metal que usa José Ramón cuando va para Caracas –suenan los ganchos cuando el hombre los presiona y la tapa se levanta–, saca los vasos y platos descompletados que están en la caja que José Ramón se trajo de la ferretería.
–Ah, no sabe.
–No, señor.
Marta ha terminado su oración a las ánimas, pero comienza de nuevo: «protégenos, Señor…».
–¿Usted sabe que los que viven en esa casa son adecos?
Yolanda no dice nada, no puede hablar y el corazón le late con una fuerza que le golpea en la sien.
–Conspiradores…
El hombre que registra sale en ese momento y se dirige a la cocina. Se oye que mueve la nevera, abre la despensa, registra todo, abre el horno de la pequeña cocina de gas recién comprada, y se va al patio, revuelve el pipote de la basura que está en una esquina y echa la basura en el piso.
–¿Su marido es militante del partido Acción Democrática?
–Que yo sepa no, señor –dice, y su voz es un hilito que tiembla.
–¿Y qué es lo que usted sabe, señora?
–Que no ha llegado a su casa –responde, y se tapa la cara con las manos, y ya no puede asustarse más, aunque el tono del hombre se ha vuelto ligeramente amenazador.
El hombre que registra se acerca al que está sentado y le dice: «Nada, Rogelio, aquí no hay nada». Las dos mujeres miran a los hombres en un suspenso interminable. El hombre de la voz calmada dice:
–Estas mujeres mentirosas –se alisa el pelo y chasquea la lengua–. Ya nos volveremos a ver –dice levantándose.
Antes de salir, ya en la puerta, mira fijamente a Yolanda, que se ha quedado sentada:
–Y no se preocupe, Yolanda, ya encontraremos a su marido.
–¿...

Índice

  1. Palabras para Michaelle Ascencio
  2. I
  3. II
  4. III
  5. Créditos