ACÁ HABÍA UN RÍO Y YO LO CUIDABA
Deben decidir si tener el hijo, si interrumpir o no el embarazo.
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Los dos son jóvenes. Betty está terminando la carrera de psicología y Merlo va de trabajo en trabajo, tratando de avanzar en el instituto de Educación Física, lo suficiente al menos como para conseguir la licencia de guardavidas antes del próximo verano.
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Ella no está segura de querer un hijo pero la aterra la idea del aborto. Volver del médico pálida y liviana, ¿cómo podría seguir adelante después de eso? No sin borrar toda una etapa de su pasado que odiaría tener que suprimir.
Él tiene la impresión de que lo mejor sería interrumpir el embarazo. Pero es una impresión tan indefinida que bien puede pasar por una idea equivocada. Al fin y al cabo, fue así, mediante impresiones de este tipo, vagas e indefinidas, que se decidió por una carrera y obtuvo sus diferentes trabajos. Ahora todas esas decisiones resultan ideas equivocadas.
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Betty lo conversa con su madre. No era lo que ella y Merlo habían acordado en un principio (la idea era mantener la noticia en estricto secreto), pero el tiempo corre y hay que tomar una decisión.
La madre es terminante: debe tenerlo. No importa que Merlo sea un extraño (Betty no lo ha presentado a la familia) y que no consiga un trabajo en firme. Ella, su madre, y también su padre, le asegura, luego del primer impacto, la ayudarán con el bebé. Lo criarán si es necesario.
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Betty se lo comunica a Merlo. No hace falta que él se haga cargo: el bebé puede llevar el apellido de la madre. Las cosas pueden terminar acá y no habrá rencores, aclara ella.
No, dice él de inmediato. Quiero estar.
Y esta vez está convencido de lo que hace.
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Y resulta ser lo correcto.
Ella rinde las pocas materias que adeuda y presenta una tesis breve. Es un trabajo puramente derivativo sobre un tema que no le interesa en absoluto, pero hacia el octavo mes de embarazo se ha convertido en psicóloga y ya tiene ofertas de trabajo en colegios y dispensarios.
En el transcurso sobreviene la temporada de pileta, hecho que encuentra en guardia a Merlo Walden: Merlo ha obtenido el título de guardavidas y está ansioso por empezar. Las piletas de la ciudad y de la zona ya cuentan con su bañero, pero la municipalidad está habilitando nuevas zonas de playa y él ingresa a trabajar en el balneario más lejano (es el último en la lista de espera), atrás de la reserva ecológica.
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Por lo demás, si bien la relación no tenía visos de formalizarse, deciden irse a vivir juntos y las cosas parecen funcionar. Él sale temprano en su moto hacia la reserva y vuelve cerca de la hora de la cena, después de plegar el andarivel y guardarlo con candado en un depósito de chapa al pie del mangrullo. En casa, ella lo espera con la cena; Betty, por las noches, cocina lo suficiente para dos comidas y al día siguiente Merlo cuenta ya con su almuerzo para llevar a la reserva.
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El bebé nace en febrero, justo cuando el trabajo en los balnearios empieza a declinar.
Es una nena y la han llamado Hilda, en memoria de la abuela materna de Betty. ¿No es un nombre algo anticuado?, se pregunta Merlo en un principio. Pero nada de lo ocurrido —que le ha llovido del cielo y le ha devuelto una vida propia— le resulta, bien pensado, fuera de lugar.
Hilda Walden, un nombre llamado, según padres y abuelos de ambas partes, para grandes cosas.
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No es fácil cuidar de un bebé, nadie se lo había dicho. Cuando no come o duerme, hay que adivinar lo que Hilda necesita.
Pero tiene sus retribuciones. La relación entre Betty y Merlo se ha afianzado; según su punto de vista, el de Merlo, pegaron juntos el estirón. Además, la nena tiene los ojos almendrados de ella y el lóbulo de la oreja pegado a la mejilla: es igual a la madre, no hace falta que Hilda crezca para averiguarlo.
Cuando duerme tramos largos, de dos o tres horas, se la ve a gusto con ellos. Sonríe en sueños.
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Pero una noche, a un mes de su nacimiento, la beba parece sufrir alguna especie de molestia que pronto se transforma en malestar. Ha dormido el día entero y de noche resulta imposible despertarla para darle la teta.
Viajan los tres en la moto hacia el sanatorio y los pediatras deciden internar a la pequeña Hilda.
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Una infección gástrica, se sabría al cabo de los quince días de incubadora, cuadro complicado por la deshidratación y una repentina gripe. Un virus que para un adulto no significaría más que una diarrea, acaso algo de fiebre.
Un virus que, para un bebé, resulta fatal.
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Así es como termina, a principios de abril, la temporada de pileta.
Un empleado con la pechera del municipio, sin preparación alguna pero con sus propias herramientas, pasa el rastrillo por la arena donde amarillean unos pastos. Quedan, al cabo de algunas pasadas, la playa estriada de lado a lado y unos pocos restos bajo el rastrillo que constituyen el último rastro del verano: una bolsa de papas fritas marca Choppy y un tetra picudo de Resero blanco que hubo que desenterrar sin mediaciones, a la antigua: con la mano.
Merlo recoge por última vez, boya por boya, el andarivel de la reserva. Lo hace en sentido contrario a la corriente y, por un segundo, piensa en la posibilidad de soltarlo y dejarlo ir río abajo. Puede que lo vea alguno que conduce por encima de un puente o algún otro que pesca en los márgenes, pero esas opciones están lejos de su imaginación. Merlo sólo piensa en dejar ir lo último que queda de toda una etapa.
Sin el andarivel, el río es otra vez el mismo de antes, el mismo, incluso, que todos los veranos anteriores, salvo, según dicen, por su permanente fluir, que empuja su mismidad hacia adelante y le impide repetirse en el espacio y, por lo tanto, en el tiempo.
II
También el año laboral empieza como siempre: el primer viento frío pega todo el día en la pared de los tanques y ya no es posible bañarse si no es con agua del calefón. Al final de ese baño, no sin cierto bienestar, uno se siente viejo. Lo que había que hacer y no se hizo ya no encontrará remedio. La luz del comedor quedará prendida y la bolsa de basura pasará la noche en casa: ha llegado el momento de irse a dormir temprano.
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Veinte años después, Merlo trabaja en escuelas secundarias.
En horas de clase no hace otra cosa que sentarse atrás de un pupitre, ...