
- 168 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Duelo de alfiles
Descripción del libro
Duelo de alfileses un libro singular y absorbente desde la primera página. En él semuestra, en un original y casi detectivesco seguimiento por ciudades, islas, pueblos, cartas, diarios y libros, los pasos confluyentes de cinco grandes escritores: Nietzsche, Rilke, Kafka, Benjamin y Brecht. Como piezas mayores de un gran tablero de ajedrez, estos autores se mueven y disputan por sobrevivir en sus textos –y sobrevivir ellos mismos en el caso de los cuatro últimos– en la llamada época de entreguerras."Una penetrante indagación en el arte, la reflexión filosófica, los cambios en la creatividad literaria de la época de entreguerras, crucial para el desarrollo de la modernidad."Santos Sanz Villanueva, El Mundo
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Literatura generalFANTASÍA EN LOS TRÓPICOS
Cuando empecé a leer mis poemas a las siete de la tarde en el aula 12 de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Augsburgo, no podía imaginar que aquel viaje, digamos breve y profesional, como se supone que son siempre estos quehaceres literarios, iba a tomar un rumbo tan imprevisto como intrincado, y sobre el que todavía, de vez en cuando, en mis horas solitarias, me complace ponerme a pensar. Aquella misma mañana del mes de diciembre, fría y nublada, muy temprano, había llegado a Augsburgo en tren desde Múnich, donde había pasado la noche después de un apacible vuelo vespertino desde Madrid, y en la estación había ido a esperarme una joven profesora, risueña y pelirroja, llamada Franziska, que me acompañó en su coche –un Peugeot 208 blanco– hasta el hotel y que, una vez allí, terminados los trámites habituales de recepción, me propuso amablemente mostrarme la ciudad. Acepté, por supuesto, con sincera curiosidad, pues yo nunca había estado en Augsburgo y probablemente, pensé entonces, nunca iba a volver, y después de dejar en la habitación mi pequeña maleta, de la que me pareció prudente sacar para llevar conmigo el paraguas plegable, iniciamos un intenso recorrido que tuvo entre sus episodios más relevantes la visita a la catedral, de estilos románico y gótico, al ayuntamiento, de estilo renacentista (aunque casi completamente reconstruido después de la Segunda Guerra Mundial), y a los fuggerei, un grupo de viviendas sociales del siglo xvi patrocinadas por la célebre familia de banqueros Fugger, aún hoy en activo. De cada edificio tuve las oportunas explicaciones arquitectónicas e históricas de mi acompañante, que en verdad estaba muy bien informada, aunque, como supe después, ella no llevaba más de un año viviendo en la ciudad y era natural de Leipzig. Después de tomar un café bien caliente en un bar de la Maximilianstrasse, calle principal, visitamos la casa natal de Bertolt Brecht, reconvertida en museo, en el número 7 de un callejón llamado Auf dem Rain, cuyas pequeñas salas recorrimos observando fotografías, libros y paneles explicativos de su trayectoria vital y literaria. Y antes de sentarnos para comer en una popular cervecería de la plaza del ayuntamiento, visitamos también el museo romano, ubicado en la antigua iglesia de Santa Magdalena, que alberga interesantes esculturas, inscripciones y otros mármoles de la todavía mucho más antigua y enterrada Augusta Vindelicorum. Me había ganado, sin duda alguna, una merecida siesta, así que Franziska me acompañó de nuevo hasta el hotel y quedamos en que pasaría a buscarme a las seis de la tarde. Por supuesto, no dormí, aunque estaba bastante cansado, sino que, en primer lugar, me puse a cambiar tontamente canales de televisión hasta que, aburrido, decidí ponerme a repasar mis propios poemas, es decir, a preparar la lectura de la tarde. Poco después, a las cuatro y media, me di un baño espumoso y me afeité, mientras escuchaba a Mozart en uno de los canales de radio. Este compositor, cuyo padre, por cierto, era natural de Augsburgo (también hay en la ciudad casa natal para visitar), casi siempre infunde, como es sabido, alegría y buen ánimo, que era lo que necesitaba en aquel momento, pues la satisfacción con que recibo siempre una invitación para leer mis poemas aquí o allá se convierte en desasosiego una vez que ya he llegado al lugar y quedan sólo unas pocas horas para que empiece el acto. Llamo desasosiego, me parece, a lo que, en verdad, no es otra cosa que arrepentimiento por haber aceptado la invitación y ganas de volver a casa. Mientras me bañaba pensé en Franziska y en lo que me había contado durante la comida: su infancia en Leipzig (en las últimas horas de la RDA), sus estudios universitarios en Berlín, su doctorado en Múnich, sus dos viajes a España, etcétera. Había estado hablando sin parar desde que me recogió en la estación del tren; tal vez, pensé, hacía tiempo que no había podido hablar largo y tendido con nadie en español, más allá de sus rutinarias clases, y estaba aprovechando la circunstancia. No había leído nada mío todavía, me había confesado con una franqueza que provocó que me atragantara con un trozo de pan, pero pensaba hacerlo muy pronto. Yo había estado callado durante la comida, procurando no mancharme los pantalones con la espesa salsa del gulasch, pues tenía la intención de ponérmelos también para la lectura de la tarde, pero ya en los postres le hablé de lo que estaba escribiendo en aquellos días –una novela–, pensando que tal vez la prosa despertara en ella algún interés por el prosista, y acerté de pleno, pues desde entonces y hasta que me dejó en el hotel me estuvo interrogando por el argumento de mi futuro libro. Debo a Franziska, sin embargo, con su gentileza y su frescura, con su escaso interés por la poesía y su pasión desbordante por la novela española contemporánea, los mejores momentos de mi breve estancia en Augsburgo, y no puedo menos que aprovechar estas líneas para agradecérselo. A las seis en punto vino a buscarme, como habíamos quedado, con su Peugeot, y en poco menos de veinte minutos ya estábamos en el bar de la Universidad, tomando café con algunos de sus compañeros de Departamento, también con su directora, una catedrática de Hamburgo que hablaba un alegre español de Colombia y que, a las siete en punto, me presentó muy generosamente en el aula 12 a un grupo no muy numeroso de estudiantes y profesores que había venido a escucharme. Leí mis poemas por fin y, después de unos comentarios muy pertinentes de la catedrática sobre mi poesía, llegó el momento de las preguntas. Un hombre que no parecía ser ni alumno ni profesor levantó la mano; ahí llegaba, pues, la primera, que para mi sorpresa no fue otra que la siguiente: ¿Ha escrito algún poema sobre el Holocausto? Le respondí con un no que buscaba ser humilde, es decir, con un no que no pareciera mostrar desinterés, ni siquiera sorpresa, por la pregunta, qué más podía decir, pero enseguida me di cuenta de que aquélla era la respuesta que aquel hombre esperaba para ofrecernos a todos un formidable discurso que acabaría siendo también, para mí, una contundente reprobación. Yo recordé aquello que escribió Adorno, tantas veces citado como incumplido, sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz, pero me pareció que el hombre sentado en la segunda fila enfrente de mí, con su barba blanca y su aspecto rudo, proponía una cosa distinta, una especie de plan b: que, después de Auschwitz, todos los poetas del mundo deberían haber escrito al menos un poema sobre el Holocausto. En aquellos instantes de la reprobación busqué entre el público la mirada y la complicidad de Franziska, que era al fin y al cabo la única persona que conocía allí, pero me encontré con su misma sonrisa amable de la mañana, sólo que ahora completamente en silencio. Tampoco la catedrática de Hamburgo que me acompañaba en la mesa parecía dispuesta a intervenir, así que, de la mejor manera que pude, traté de explicarle a aquel hombre, que parecía incluso ofendido, además de un poco perturbado, las razones por las que nunca había escrito un poema sobre el Holocausto ni sobre otros muchos asuntos, aunque al decir esto me di cuenta de que el Holocausto no podía ser considerado como un asunto más, en eso yo mismo estaba de acuerdo, y le prometí, sin la más mínima ironía, que reflexionaría sobre aquella carencia y trataría de enmendarla. El hombre quedó, al parecer, satisfecho con la respuesta y, después de decirme que se llamaba Detlef, que era natural de Augsburgo y, por tanto, paisano de Bertolt Brecht, acabó dándome las gracias con un aire de vencedor absoluto, con un displicente gesto de, recuerdo haber pensado entonces, campeón provincial de ajedrez. Hubo después tres o cuatro preguntas más pero comparadas con aquella primera parecían todas insulsas, innecesarias.
El acto terminó como había empezado: con puntualidad. Hubo después una animada cena con los profesores en un restaurante de la ciudad que ofrecía suculentos platos típicos de Baviera y allí se habló de no recuerdo muy bien qué pero con seguridad no de mi lectura ni del turno de preguntas, ni por tanto tampoco de aquel hombre a quien seguramente todos conocían de otras lecturas o conferencias, y yo preferí mantener aquella discreción y no preguntar nada. Antes de que nos sirvieran los postres y los cafés me agradecieron la visita a la universidad y me entregaron el cheque por mis servicios. No dormí bien aquella noche, eso sí lo recuerdo, y a las siete de la mañana estaba dándome de nuevo un baño espumoso y pensando en aquella inesperada pregunta y en todas las respuestas posibles que hubiera podido dar y no di. Después del baño me vestí y me fui a dar un paseo por la ciudad, caminé durante más de una hora y media, resistiendo al intenso frío, sin rumbo, hasta que encontré una cafetería en cuya puerta de entrada había dibujado un tablero de ajedrez. Entré y pedí en la barra un café lo más largo y caliente posible, y cuando me lo sirvieron me fui con él hasta el fondo del local, donde había unos cuantos jugadores de ajedrez concentrados en sus partidas, entre los cuales, para mi sorpresa, se encontraba aquel Detlef de la tarde anterior –¿tan pequeña era Augsburgo?–, que se levantó al verme para darme la mano y presentarme a sus amigos. Mi primer impulso, después del saludo, fue darme la vuelta y salir de la cafetería, pero todavía no me había quitado de encima el frío de la calle y, por otra parte, mi curiosidad por aquellas partidas de ajedrez ya se había avivado, así que lo que hice fue quedarme allí y ponerme a mirar cómo jugaban. A los pocos minutos, Detlef acabó con su contrincante –de manera despiadada, por cierto, con un pavoroso ataque de alfiles y peones sobre el enroque rival– y me invitó a jugar con él. Acepté sin pensármelo mucho, pues hacía casi un año que no jugaba una partida, y perdí dos veces, primero con blancas, después con negras, primero con una apertura española, después con una defensa siciliana. Entre una partida y otra, Detlef me contó que su padre había sido compañero de colegio de Bertolt Brecht y que ambos habían aprendido a jugar al ajedrez juntos. El alemán era, por supuesto, su poeta favorito, se sabía de memoria decenas de poemas, me recitó tres o cuatro allí mismo, mientras jugábamos, con una voz profunda, casi atronadora. Él también escribía poemas, me dijo, y recitó dos que podrían haber sido también de Brecht, por su estilo y su temática. No sólo habían sido compañeros de colegio, su padre y Brecht, sino que también habían ido juntos a la universidad, en Múnich, para estudiar Medicina, pero sólo su padre acabó la carrera. Como médico, me contó, su padre tuvo varios destinos durante la guerra, el último de ellos en el campo de concentración de Dachau, donde presenció los mayores horrores, se volvió loco y fue finalmente ejecutado. Yo no hacía ninguna pregunta y miraba solamente el tablero, fingiendo que pensaba en el próximo movimiento. Me daba un poco de miedo aquel hombre, no tanto él como lo que deseaba contarme. Se quedó huérfano de padre con sólo cinco años, su madre volvió a casarse, pero con un hombre despótico y borracho, un nazi, dijo, que había estado en Dachau y había conocido a su padre. En aquel momento yo estaba impresionado sobre todo por su asombrosa capacidad para atacar con los dos caballos a la vez y no encontraba la manera de defenderme. Sólo empezó a respirar un aire menos contaminado, ésa fue su expresión, cuando pudo ir a Múnich para estudiar Medicina también, como su padre. Acabó la carrera, ejerció de médico durante quince años en algunos pueblos de Baviera hasta que, como su padre, también se volvió loco. Sin embargo, como a él no lo ejecutaron por ello, y esto lo dijo con una risotada amarga que resonó en todo el local, pudo recuperarse, aunque nunca más volvió a ejercer la medicina. Renuncié a jugar una tercera partida y cedí mi puesto a un nuevo jugador que acababa de llegar. Eran las doce de la mañana, pedí otro café y llamé a Franziska, le di el nombre del local y de la calle para que viniera a buscarme, y cuando llegó por fin, media hora después, me despedí de Detlef y de sus amigos, mientras la joven profesora nos observaba, me imagino que un poco sorprendida al menos; pero lo cierto es que no hizo después ningún comentario sobre aquel reencuentro, y yo tampoco dije nada al respecto. En fin, como afirman los grandes maestros de ajedrez, hasta dónde te puede llevar una partida siempre es un misterio.
Franziska me acompañó hasta el hotel, recogí la maleta y, como habíamos acordado la noche anterior, me llevó hasta el aeropuerto de Múnich. Durante aquel trayecto de unos noventa kilómetros, recuerdo que no hablamos mucho, yo iba mirando el paisaje, los campos verdes y húmedos, las casas, los coches y las señalizaciones de tráfico, por una de las cuales, por cierto, supe que pasábamos muy cerca del pueblo de Dachau y, por tanto, también del célebre campo de exterminio que, recuerdo haber pensado, ahora debía de ser seguramente uno de esos museos turísticos que no me gustaría por nada del mundo tener que visitar. Se lo pregunté a Franziska y me lo confirmó, ella había estado allí una vez con unos primos suyos y, aunque hubiera preferido que no lo hiciera, pasó a contarme con detalle todo lo que durante aquella visita había visto en aquel lugar siniestro. Dachau fue el primer campo de concentración que construyeron los nazis y un modelo para todos los que vendrían después; de hecho, en marzo de 1933 ya estaba en funcionamiento, es decir, sólo dos meses después de la llegada de Hitler al poder. Cuando por fin llegamos al aeropuerto, nos despedimos, bajé del coche con mi maleta, llovía y descubrí entonces que había olvidado mi paraguas en aquel club de ajedrez de Augsburgo, entré en la terminal, pasé el control de seguridad y me senté en una de las múltiples e idénticas cafeterías para comer algo antes de volar. En mi cabeza sólo Dachau y lo que me había contado Franziska de aquel lugar, además de lo que me había contado Detlef sobre su desgraciado padre, ocupaban mis pensamientos, y fue entonces cuando apareció la silueta de Kafka entre ellos, con su truculento relato titulado En la colonia penitenciaria, que yo había vuelto a leer no hacía mucho, y fue entonces también cuando recordé aquel extraño episodio de su vida, precisamente en Múnich, en el que lo leyó por primera vez ante un público desconocido –y seguramente también por última–, en una galería de arte, en el otoño de 1916. Brecht dijo en una ocasión que había dos clases de escritores, el visionario y el reflexivo, y que Kafka estaba sin duda más cerca del primero que del segundo, aunque haber pertenecido a ambos grupos a la vez había sido parte de su problema, incluso de su «fracaso». Acerca de las supuestas visiones kafkianas se ha escrito mucho y probablemente sobre una más que cualquier otra: aquella que puede interpretarse en las páginas de En la colonia penitenciaria. Aunque sofisticadas torturas y campos de exterminio han existido siempre, no es difícil, por las circunstancias y el momento histórico, pretender ver en el relato de Kafka una descripción de lo que iban a ser los ignominiosos campos nazis, así como al mismísimo Adolf Hitler en aquel comandante muerto, «soldado, juez, constructor, químico y dibujante», que había dirigido con mano dura la colonia y que, según una profecía, resucitaría para volver a dirigirla con un impulso aún mayor, aunque por el momento permaneciera enterrado en una grotesca tumba situada debajo de la mesa de una confitería. ¿Cómo no pensar alguna vez al menos, cuando leemos a Kafka, en las palabras del poeta Thomas Campbell: «los sucesos venideros proyectan su sombra»? ¿Cómo no pensar en Kafka escribiendo sus libros bajo aquella sombra tan fría y pavorosa? Pero la verdad es que a mí este relato me recuerda sobre todo a Poe, a Wells, a Maupassant, a quienes no sé si Kafka leyó, supongo que sí. Hay en él una vertiente macabra y sádica que lo emparenta con el relato gótico del siglo XIX y que no se percibe con tanta claridad en otras narraciones suyas, más alegóricas. Para empezar, la trama del relato transcurre en una isla, escenario utópico y distópico por excelencia en la literatura del XIX. Y de sus personajes estereotipados se espera que actúen como lo hacen desde la primera línea: acuciados por el misterio y el horror sin sentido. Pues bien, éste es el relato que el escritor de Praga escogió para leer en Múnich, la ciudad que estaba a punto de ver germinar y desplegarse el nazismo. Y con estos pensamientos, terminada la exquisita currywurst que me había pedido, le di un último sorbo a la copa de vino y tomé una decisión: no subiría al avión, saldría del aeropuerto, tomaría un taxi que me llevaría hasta aquel mismo hotel donde había dormido dos noches antes, me quedaría un par de días en Múnich. Ya en el taxi recordé aquellas palabras del Ecce Homo de Nietzsche: «en Múnich es donde viven mis antípodas». Dejé mi maleta en la habitación 215 del Best Western Atrium Hotel, en la Landwehrstrasse, y salí en busca de Franz Kafka, no sin antes haber realizado algunas pesquisas necesarias por internet en uno de los ordenadores para clientes del hotel. Tenía que ir a la Brienner Strasse y para llegar hasta allí, caminando, fui primero a la Marienplatz, ocupada por el mercadillo navideño, donde el olor a mieles ecológicas y a chaquetas de lana se fundía con la música siempre triste de los villancicos alemanes; después, tomé la Dienerstrasse, dejando a la derecha el Teatro Nacional, y seguí por la Residenzstrasse hasta llegar a la Odeonplatz, donde, a la izquierda, empieza la Brienner Strasse. En esta calle, en el número 8, se encontraba en 1916 la galería de arte moderno Hans Goltz, que era también librería, en cuyo primer piso leyó Kafka su relato el 10 de noviembre de aquel mismo año. Inaugurada en 1912, esta galería, situada en el corazón de la ciudad, a pocos metros de otra galería de arte, la célebre Wimmer, una de las más antiguas de Europa, y en polémico contraste con ella, ofrecía animadas exposiciones del nuevo arte –Kandinsky, Grosz, Franz Marc, Klee– y celebraba conferencias y lecturas literarias. Kafka recibió en verano, con extraordinaria sorpresa, la invitación para hablar de su obra en Múnich: era la primera vez que lo invitaban lejos de su ciudad –también sería la última–, apenas había publicado nada, era por tanto un escritor casi completamente desconocido, pero la sorpresa se diluyó cuando supo poco después que todo había sido idea de su amigo Max Brod. Era a éste a quien Goltz había invitado para intervenir en un ciclo de lecturas titulado Veladas de nueva literatura: expresionistas alemanes, y en el que también estaba previsto que participaran a lo largo del curso otros autores como Theodor Däubler y Else Lasker-Schüler. Pero Brod propuso que se invitara también a Kafka para poder hablar juntos, en la misma sesión, acerca de la nueva literatura en Praga. El caso es que finalmente Brod no pudo viajar –no consiguió los permisos– y fue Kafka en solitario. Eran tiempos de guerra y para llegar a Múnich se necesitaban unos cuantos papeles: pasaporte austriaco, certificado de cruce de fronteras, sello del consulado alemán, registro de entrada de Alemania; y además había que demostrar que el viaje era necesario. Kafka consiguió no sólo cumplimentar todos los requisitos, sino también convencer a Felice para que viajara a Múnich desde Berlín. En aquellos días su relación se encontraba de nuevo en un momento floreciente, después de que dos años antes Kafka hubiera roto el compromiso matrimonial, una ruptura traumática que había coincidido con el inicio de la guerra.
La Gran Guerra, sí. En las vertiginosas semanas de julio de 1914 en las que, casi sin tiempo para pensar o darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, se desencadenaron la crisis política y la inmediata cont...
Índice
- Cubierta
- Portada
- Créditos
- Islas más allá de las islas
- Por qué elijo tan bien los destinos
- Fantasía en los Trópicos
- De castillo en castillo
- Obras citadas