A Dios por el ADN
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A Dios por el ADN

Antonio Cruz Suárez

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A Dios por el ADN

Antonio Cruz Suárez

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Durante los siglos XVI y XVII la ciencia no se entendía como enemiga de la fe sino todo lo contrario, como su mejor aliada.No obstante, a mediados del XIX las cosas cambiaron. La teoría de la evolución formulada inicialmente por Darwin abrió la puerta al materialismo metodológico; el cual promueve que la suposición de que la materia se creo así misma y que el diseño aleatorio dio lugar a la diversidad de la vida, sin la intervención de ningún agente sobrenatural, mostrando la ciencia como incompatible con la fe cristiana.A Dios por el ADN es una reflexión divulgativa sobre los orígenes, escrita por un profesor de biología y teólogo, en la que los amantes del diálogo apologético encontrarán argumentos para la defensa de la fe cristiana.

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Información

Año
2017
ISBN
9788416845651
CAPÍTULO I
Aceptación histórica del diseño
El ser humano se ha venido preocupando desde la más remota antigüedad por conocer los misterios de la naturaleza. Predecir el futuro para estar preparados ante posibles eventualidades requería fijarse en los ciclos naturales, en las repeticiones de acontecimientos, así como en las constantes que se mantenían invariables. Esto se refleja bien en aquella recriminación de Jesús a los fariseos y saduceos que procuraron tentarle pidiéndole una señal extraordinaria: «Cuando anochece, decís: Buen tiempo; porque el cielo tiene arreboles. Y por la mañana: Hoy habrá tempestad; porque tiene arreboles el cielo nublado. ¡Hipócritas, que sabéis distinguir el aspecto del cielo, mas las señales de los tiempos no podéis!» (Mt. 16:2-3). Aquellos hombres religiosos asumían la sabiduría popular que pronosticaba buen tiempo para el día siguiente cuando el cielo se tornaba rojizo al anochecer –debido a los reflejos de la luz solar sobre el polvo atmosférico acumulado durante la estación seca–, o mal tiempo y tormenta en el caso que al amanecer las nubes fueran de color rojo. Conocían las señales climatológicas del tiempo en su región pero se mostraban ciegos ante las auténticas señales de los tiempos. Le pedían a Jesús un signo milagroso, cuando tal signo lo tenían ante sus propios ojos. El Maestro de Galilea y su mensaje eran el auténtico testimonio de Dios a los hombres, pero ellos se mostraban insensibles ante semejante evidencia divina.
No obstante, según algunos escritores bíblicos, la naturaleza muestra evidencias de sabiduría que pueden conducir también hacia el conocimiento de su autor. Desde luego, esta revelación natural será siempre una evidencia menor cuando se la compare con la revelación escritural, pero no deja de ser un testimonio de la grandeza divina para todo aquél que ejercita su discernimiento espiritual. En este sentido, el rey David escribe en uno de sus salmos: «Los cielos cuentan la gloria de Dios, y el firmamento anuncia la obra de sus manos. Un día emite palabra a otro día, y una noche a otra noche declara sabiduría» (Sal. 19:1-2). Estrellas, planetas y galaxias son para el poeta del Antiguo Testamento como letras iluminadas de otra clase de Biblia universal que conforman misteriosas palabras y, a su vez, constituyen frases claras de un mensaje supremo. En realidad, se trata de un lenguaje inteligible capaz de propagarse hasta los confines del mundo. Una teofanía del Dios supremo que llena toda la tierra de su gloria en acción y puede percibirse no solo mediante el raciocinio, sino sobre todo por la vía de la contemplación.
De la misma manera, el apóstol Pablo escribe a los cristianos de Roma: «Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa. Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido» (Rom. 1:20-21). El hombre que contempla el universo y reflexiona libre de prejuicios puede llegar a percibir al Gran Invisible que está detrás de él. El paganismo, por el contrario, ha rechazado siempre reconocer a Dios para tributarle reverencia y gratitud por su obra. En vez de eso, ha preferido especular y honrar las cosas creadas, sean becerros de oro, animales míticos o mecanismos naturales como la selección natural. Esta última ha llegado en nuestras días a erigirse como divinidad pagana creadora de todo ser vivo.
Para muchas personas, tanto de la modernidad como de la posmodernidad, el mecanismo darwinista sería la explicación última del enigma del cosmos que haría innecesario un Diseñador trascendente. Sin embargo, en el mundo precientífico o premoderno, que abarca desde la antigüedad clásica hasta la Edad Media, la idea de diseño fue aceptada mayoritariamente en las diversas culturas humanas. Cuatro siglos antes de Cristo, tanto Platón como Aristóteles se opusieron con vigor a la enseñanza de que el cosmos era obra de la casualidad. La mayor parte de los filósofos griegos aceptaron el diseño del mundo natural como evidencia que remitía a una inteligencia previa. Pensaban que nada ocurre por azar, sino que cada ser natural tiene una causa que lo ha originado. Esto no significa que en el mundo antiguo no hubiera pensadores agnósticos o ateos. Los hubo, como el griego Epicuro o el romano Lucrecio, pero su influencia fue minoritaria en el contexto general de la época.
Tal como se ha señalado, en el mundo hebreo antiguo la idea de un Dios diseñador y creador estuvo siempre presente. La Biblia no se preocupa en absoluto por demostrar la existencia de tal Creador, sino que la da por supuesta desde su primera página, ya que sin su presencia nada existiría. Semejante convicción es heredada por el cristianismo de los primeros siglos y puede rastrearse, por ejemplo, hasta la obra de Agustín de Hipona. En La ciudad de Dios –colección de 22 libros escritos entre los años 412 y 426 d.C.– se argumenta a favor de la realidad del diseño en el mundo. Esto fue así durante toda la Edad Media y hasta la Revolución científica del siglo XVII. Isaac Newton (1643-1727), el famoso científico inglés que sentó las bases de la mecánica clásica, no se planteó nunca un origen del universo distinto a lo que afirma la Escritura bíblica. A finales de dicho siglo, casi todos los investigadores partían de la base de que el Creador había diseñado el mundo mediante su poder y sabiduría. La generalidad de los astrónomos y sabios, incluidos Copérnico, Kepler y Galileo, se habían limitado a constatar el movimiento de los astros y a estudiar las trayectorias que Dios les confirió al principio. De la misma manera, físicos y matemáticos de la modernidad como Euler, Maupertuis, Joule, Ampère o Maxwell, y químicos como Mayer o Faraday, fueron creyentes convencidos del diseño.
No obstante, a finales de este siglo XVII, surge la teoría filosófica del mecanicismo que procura explicar los fenómenos de la naturaleza por medio de leyes mecánicas. Según este movimiento, toda la realidad natural del mundo (planetas, estrellas, vegetales, animales y el propio ser humano) posee una estructura comparable a la de cualquier artefacto fabricado por el hombre. El cosmos creado por Dios sería como una máquina repleta de otras múltiples máquinas menores. Si el Creador había diseñado un mundo mecanicista, la misión de la ciencia sería, por tanto, descubrir cómo funcionan los «mecanismos» de tales máquinas. Sin embargo, el mecanicismo no se detuvo aquí, sino que dio un paso más. En efecto, si, según el fisicalismo, todo lo real es físico, fácilmente puede llegarse a pensar que lo que no sea físico tampoco es real. Esto supone la negación de la existencia de las entidades espirituales o de la vida trascendente y la creencia en el materialismo puro y duro. Por tanto, algunos científicos se dieron cuenta de que la ciencia de la mecánica se podía usar también para explicar un universo en el que no era necesario tener en cuenta a Dios.
En este sentido, es bien conocida la afirmación del matemático francés Pierre Simon Laplace (1749-1827) ante Napoleón. Se cuenta que cuando el científico le presentó al mandatario su libro, Tratado de Mecánica celeste, este le comentó que en su obra sobre el funcionamiento del universo, no se mencionaba ni una sola vez al Creador. Al parecer, Laplace le respondió que no había necesitado semejante hipótesis. Algunos historiadores opinan que el matemático se refería al hecho de que cien años atrás, cuando Newton interpretó el funcionamiento del Sistema Solar mediante su ley de la gravitación, no fue capaz de explicar adecuadamente ciertas irregularidades de algunas órbitas planetarias, sin hacer intervenir a Dios para corregir dichas anomalías y que el sistema siguiera siendo estable. De cualquier manera, lo cierto es que en aquella época ni los más severos críticos de la religión rechazaban en general la existencia de un Creador providente.
A principios del siglo XIX, el teólogo William Paley elaboró su razonamiento del Dios relojero. Si el hecho de encontrarse un reloj en el campo constituía indicio de un diseño deliberado, más que de mecanismos puramente naturales, también los seres vivos presentaban características similares a las de un reloj y, por tanto, requerían un diseñador inteligente. Sin embargo, la publicación del libro El origen de las especies, de Charles Darwin, en 1859, supuso que los científicos y filósofos empezaran a creer que el diseño en la naturaleza solo era aparente. El mayor éxito del darwinismo fue sugerir que la complejidad de los seres vivos era resultado de un proceso físico llamado selección natural y que, por tanto, no había necesidad de recurrir a la existencia de ningún Dios creador. Desde aquel momento, estas ideas de Darwin han venido siendo la opinión dominante en el mundo.
Suele decirse habitualmente que la premodernidad, anterior al surgimiento de la ciencia moderna, fue una época caracterizada por muchas cosas negativas como la superstición, la brujería, la astrología, la alquimia, etc. Pero, aunque desde luego tales fenómenos se dieron, no todas las manifestaciones premodernas fueron tan perjudiciales para la sociedad como en ocasiones se propone. En la cosmovisión de este tiempo hubo también espacio suficiente para que la creencia en un Dios creador providente formara parte de la realidad cotidiana. Semejante aspecto, que considero muy positivo, se fue perdiendo paulatinamente durante la modernidad y la posmodernidad posteriores. Ninguno de estos dos últimos períodos ha tenido la sensibilidad suficiente, ni ha provisto de recursos adecuados al ser humano, para discernir bien la acción divina en el cosmos.
La modernidad, al concebir el universo como un ámbito cerrado de causas y efectos, no deja lugar para un Dios trascendente que pudiera intervenir de forma extraordinaria y milagrosa en el mundo. Como mucho, se permite creer en el Dios del deísmo que sería la causa o posibilidad del universo, pero no intervendría nunca en los asuntos humanos. Sus leyes físicas serían las únicas riendas que lo controlarían todo. Según la mentalidad moderna, es un anatema creer que el Creador actúe en el mundo físico modificando sus preceptos inexorables por medio de señales, prodigios o curaciones para beneficiar al hombre. Se supone que si la divinidad se dedicara a manipular arbitrariamente los mecanismos físicos del cosmos, lo estropearía todo. Por tanto, el Dios de la modernidad prefiere el silencio, le gusta pasar desapercibido y no complicarse mediante milagros sobrenaturales. La alianza entre modernidad y racionalidad científica está presta a reconocer las regularidades de la naturaleza (aquello que Jesús llamaría «el aspecto del cielo») pero, al mismo tiempo, se mostraría absolutamente ciega para ver el diseño divino que hay detrás de esas mismas regularidades («las señales de los tiempos»).
Si la modernidad rechaza categóricamente cualquier búsqueda de huellas divinas en la naturaleza, la posmodernidad permitirá tal búsqueda pero restringiéndola al ámbito de lo privado. En la sociedad posmoderna todas las creencias valen lo mismo y son relativas. No hay absolutos universales, sino medias verdades particulares. Las iglesias cristianas pueden presentar, por ejemplo, la resurrección corporal de Jesús como un acontecimiento que demuestra el poder divino sobre la muerte, pero semejante señal –válida para los seguidores de Cristo– tiene que competir en el mercado posmoderno con otras ideas religiosas diferentes. Cualquier creencia es válida dentro del grupo que la profesa, aunque no necesariamente fuera de él. Referirse, como hizo Jesús, a la necesidad de distinguir las señales de los tiempos con el fin de darle sentido a la vida de todo ser humano, es algo que la posmodernidad rechaza de plano. El posmoderno no acepta soluciones generales que sirvan para todas las personas en todas las culturas. De ahí la dificultad que supone presentar el Evangelio y sus valores absolutos al hombre de hoy.
Pues bien, si tanto la modernidad como la posmodernidad se muestran ineficaces a la hora de discernir las auténticas señales de los tiempos –aquellas que dan sentido a la vida–, ¿qué mentalidad será capaz de hacerlo? ¿Habrá que volver a la denostada premodernidad? El Dios moderno no es verdaderamente omnipotente ya que crea el mundo pero después no puede intervenir en él. El Dios que concibe la posmodernidad está fragmentado en mil divinidades particulares, cada una sustentando su pro...

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