EPÍLOGO
La crisis que padece la Iglesia es global y estructural. Es vano esperar una solución trivial y rápida, definiendo “trivial” como la postura que se interesa sólo por lo superficial, no por sus causas más profundas, al querer un parto sin dolor; la postura que no distingue lo esencial de lo accidental. La trivialidad, como recuerda Erich Fromm, deriva del vacío, de la indiferencia y la rutina. Por su parte, “rápida” como la postura que busca satisfacer a la masa, siempre hambrienta por ver “circo”, de ver sangre derramada y hacer leña del árbol caído, por buscar culpables prontamente; la postura que no distingue lo esencial de lo superfluo, lo trascendente de lo inmediato.
Estamos indignados ¡qué duda cabe! La indignación no es un acto libre ni el fruto de una decisión de la voluntad. Es una emoción tóxica, un sentimiento hostil que nos aprisiona el alma. Es independiente de la voluntad, uno no decide indignarse. Simplemente se indigna, siente que lo que está viviendo la Iglesia es inaceptable, fuera de toda lógica. La indignación es un acto de rebeldía. Lo único que la puede sanar es la esperanza y ella nace de creer en un futuro mejor.
El escándalo de los abusos ha sido doloroso, pero necesario e importante, aun purificante, para los pastores y quienes se preparan para serlo. Ningún proceso o resarcimiento podrá jamás sanar estas heridas devastadoras. Algunos gestos pueden resultar sin embargo importantes. Para esto es de gran valor y significado la decisión de acoger y escuchar a las víctimas de los abusos por parte de la Iglesia, reconociendo la gravedad de lo ocurrido, no sólo castigando a los abusadores, sino sobre todo preguntándose qué sacerdotes quiere tener y qué hacer para formarlos sanamente, haciéndolos apóstoles idóneos, capaces de inclinarse ante las heridas y el sufrimiento de las personas que les son confiadas. Esto exige elegir con cuidado y atención a los posibles candidatos y acompañarlos adecuadamente para que puedan vivir el celibato.
Muchos quieren hoy una Iglesia amaestrada, comodona; una Iglesia sumisa que acepte y bendiga todo aquello que para la mayoría de la gente es normal; una Iglesia que vote democráticamente lo que es pecado y lo que no; una Iglesia simpática que hable mucho del amor y nada del pecado, mucho de que vamos a ir todos al cielo y nada de castigos ni de infiernos; Iglesia de bodas, bautizos y funerales; una Iglesia sin mandamientos ni moral ni complicaciones; una Iglesia puramente ornamental; una Iglesia que acepte el divorcio, que haga la vista gorda con el aborto o incluso que en algunos casos lo justifique; una Iglesia que comprenda que es lícito cuando se es viejo y dependiente lo mejor es una inyección y acabar con el sufrimiento; una Iglesia que bendiga los matrimonios entre homosexuales y que alabe y recomiende cualquier tipo de anticonceptivo. ¿Por qué? Porque muchos se han vuelto materialistas y no creen en Dios ni en el cielo ni en el infierno. Piensan que después de la muerte no hay nada, que no habrá juicio y que lo único que importa es disfrutar y cuanto más mejor. Ya no hay temor de Dios porque ya no hay Dios. Muchos han decidido que Dios no existe y si existe, es algo irrelevante, cosa de niños. Han cambiado a Dios por el Estado del Bienestar, único y verdadero dios que debe proporcionarle todo lo necesario para vivir ‘bien’. Sólo importa lo inmanente porque nada hay aparte de lo que se ve y se toca. Se quiere un dios esclavo de los deseos; un dios a quien se acude cuando se tiene una necesidad.
No podemos ser indiferentes, como laicos, a esta crisis. Es una oportunidad para expresar lo que verdaderamente creemos, las convicciones que llevamos dentro de nuestro ser, un momento oportuno para evaluar la calidad y la hondura de las mismas. Muchos ya han tirado la toalla. Nosotros los laicos que amamos a la Iglesia debemos por todas las formas ayudarla, dejar de ser meros espectadores, para crear una nueva primavera eclesial. ¿Cómo? Bucear de nuevo en nuestros orígenes, hurgar en la raíces del Evangelio, para recuperar el aliento.
Un cristiano no puede ser un ‘buen cristiano’ a menos que trabaje en su misión activa de apostolado en medio del mundo. Sin embargo, si ese cristiano no cuida de su propia alma, si no cuida su relación con Cristo, perdiendo continuamente fieles que se van sintiendo extraños en ella y en sus parroquias. Su partida no nos puede dejar indiferente. Cuántos se apartan de la Iglesia o, cuando menos, se niegan a entrar en su Institución, porque en ella la disciplina ocupa el lugar del pensamiento, y no se toma en cuenta lo que pertenece al corazón de la vida.
Si la Iglesia, para ser fiel al espíritu de Aquel del que ha heredado, no llama a la actividad espiritual y no la favorece -única actividad que puede dar el sentido a las nuevas condiciones de vida que actualmente se viven-, se hundirá aún más. Conocerá la suerte de la levadura que se ha endurecido y se desecha, la de la sal que ya no sala. Se verá abocada a ser, sin remisión, un vestigio de una etapa ya pasada.
Este libro no ha querido ser una presentación exhaustiva sobre la Iglesia y sus problemas, necesidades o futuro; una tarea de ese cometido trasciende, con mucho, nuestro esfuerzo. Es más bien un llamado a reflexionar, a aceptar que la Iglesia es mucho más que cada uno de nosotros, que está constituida por pecadores, y que en esa visión debemos ser misericordiosos y generosos para amarla con todo. Es una contribución de dos católicos observantes, orgullosos de serlo, que tratamos día a día de vivir honestamente nuestra fe. Que la situación de la Iglesia nos ha suscitado sufrimiento y dolor, pero que vemos el futuro con esperanza.
Poniendo punto final a este pequeño libro, nos hacemos dos preguntas: ¿Qué dirán de nosotros las generaciones venideras? ¿Estaremos a la altura de los desafíos que se nos presentan? Nuestra respuesta fue de inmediato: ¿Por qué no? Sin grandilocuencias, aspavientos ni mesianismos, sin certezas imposibles, como nos lo dice el Papa Francisco, creemos que se trata de reforzar valientemente nuestros ideales personales, aquellos que han guiado nuestra historia, que no es otra cosa que la misión que Dios nos ha encomendado. Dios nos dio una tarea: fuimos creados por Dios para algo, por ello es urgente que conozcamos lo que Dios quiere de nosotros en esta particular coyuntura, dentro de su plan general para nosotros. Saber cuál es la melodía que debemos entonar y luego ser fieles a ella porque allí estará nuestra contribución. no podría acercar a los otros al Señor que no conoce. Para realizar un verdadero apostolado el cristiano debe ser verdaderamente un sarmiento unido a la vid de lo contrario se secará. Un cristiano debe ser santo y hacer de otros santos. Ambas tareas se complementan porque sólo se pueden hacer santos en la medida que seamos santos, pero sin hacer santos no podemos ser santos.
Hoy son tantas las necesidades y problemas nuevos que se presentan en el Mundo, irresistiblemente regido por la Ciencia y la Técnica, que el universo mental no sólo de las personas bien formadas, sino de todos, está siendo profundamente transformado. En la actualidad, son innumerables, en efecto, las posibilidades y aspiraciones nuevas que brotan de exigencias de tipo afectivo e intelectual. Antaño no se daban, o eran cosa de una minoría que era excepción. Ahora resultan frecuentes e indispensables en la vida de muchos que, sin ellas, se hundirían en la oscuridad del fatalismo o del sin-sentido. Estar a la altura de esta realidad es capital para la Iglesia, pues es algo que pertenece a la misión que a sí misma se atribuye: salvar al hombre. Es necesario que lo haga para existir de verdad y para no ser arrastrada insensiblemente hacia el abismo de no ser más que una religión del pasado y ya irreversiblemente caduca.
La Iglesia necesita despertarse tras un largo período de letargo, abriéndose a un destino diferente que, aunque ciertamente preparado por el pasado y provocado por laicos que la aman de verdad, le permita alcanzar un futuro más esperanzador. En lugar de encerrarse en la estricta conservación de su tradición - conservación por lo demás ilusoria, pues sólo sería una especie de momificación -, la Iglesia debe ser conducida a medirse con la tarea inmensa que el Mundo Moderno le plantea, para poder participar activamente en el devenir de los hombres.
De la misma manera que en los primeros tiempos de la Iglesia se tuvo que realizar un prolongado discernimiento, ahora también se ha de hacer lo mismo. Las causas que subyacen a los conflictos actuales provienen, más o menos directamente, de la obsolescencia de los medios cristianos, los cuales no tienen nada que envidiar, en este campo, a la sociedad reinante. La Iglesia, por lo menos en su aspecto visible y social, está ¿Cómo discernir? ¿Cómo estar en sintonía con lo que Dios quiere de mí? Escuchando las “voces del tiempo” la forma con la que Dios nos ha conducido en nuestra vida; escuchando las “voces del alma” los anhelos más profundos que tenemos y; escuchando las “voces del ser” nuestros talentos y características personales. Así nuestra historia personal, nuestras virtudes y características y, nuestras cualidades deberán ayudarnos a elegir ese camino propio, personal, para ayudar de la mejor forma a la Iglesia y después, ponerla en práctica con decisión, empeño y esperanza.
Cada uno de nosotros es una persona única e irrepetible, creada a imagen de Dios y con una misión en esta vida, que abarca varias aristas: familiar, laboral y social. La Iglesia a la cual debemos apoyar toca cada uno de estos estados. Muchos mueren como decía el literato Oliver Wendell244, con la música todavía por dentro. ¿Por qué ha de ser así? Con demasiada frecuencia es porque se están preparando eternamente para vivir. Sin que lo adviertan, se les acaba el tiempo. Tagore escribió: "He pasado mis días encordando y desencordando mi instrumento, y entre tanto la canción que vine a cantar se ha quedado sin entonar...". La iglesia nos necesita HOY y no mañana, con la realidad de cada cual, con los dones, historia, sentimientos y capacidades de cada uno. En el presente se teje el mañana. Cada decisión nuestra configura un posible devenir para el futuro de nuestra Iglesia. Una Iglesia sana, limpia, será gravitante. Hay que moverse sin pausas, serenamente, con decisión, valentía y fe. Hay mucho en juego y ya lo estamos palpitando con decisiones sobre la vida, sobre nuestros niños, sobre el matrimonio, que nos llevan a exclamar ¡Qué están haciendo Dios mío!
Dios y las generaciones futuras nos juzgarán por el modo que enfrentamos esta crisis de la Iglesia. Tenemos que salir a calle, dejar de ser espectadores pasivos de un mundo que cruje para convertirnos en actores comprometidos. No estamos solos. ¡Confianza!
En tu poder y en tu bondad querida Virgen María,
fundamos la vida de nuestra Iglesia;
En ellos esperamos confiados como niños.
Madre, en Ti y en tu Hijo,
en toda circunstancia,
creemos y confiamos su futuro.
Amén
Debemos tener confianza, fe. Terminamos con unas palabras del padre Rafael Fernández, del Instituto de Padres de Schöenstatt “Una mirada a nuestro interior nos dice… que cuando oscurece es cuando alumbran las estrellas. Así ocurre en nuestro tiempo, cubierto de profunda oscuridad. Cuando nos rodea la sombra del sufrimiento y de la incertidumbre natural, brillan con más claridad las estrellas de la fe. Cuanto más se apaga la luz natural del entendimiento, tanto más clara brilla la luz del mundo de la fe”. Que así sea.
1 Entre los años 2001 y 2010 se ha denunciado a la Congregación para la Doctrina de la Fe cerca de tres mil abusos cometidos por sacerdotes católicos en los últimos cincuenta años. Como recuerda monseñor Charles J. Scicluma, promotor de justicia de esta instancia vaticana, “en el 60% de los casos se trata de actos de efebofilia –es decir, debidos a la atracción sexual hacia adolescentes del mismo sexo–, en el 30% de relaciones heterosexuales y en el 10% de actos de verdadera y propia pedofilia, o sea, determinados por una atracción sexual hacia niños impúberes. Los casos de sacerdotes acusados de pedofilia verdadera y propia han sido cerca de trescientos en nueve años”
2 Varios son los pensadores, filósofos-teólogos, que han analizado a la luz de la razón y la fe los tiempos que corren para la Iglesia, afirmando que es su mayor crisis en la era contemporánea (i.e., Fritz Lobinger, Hugo Tristram, John Harris, Francesc Torralba, entre otros).
3 Para otros, la Iglesia Católica no enfrentaría ninguna crisis, ya que serían los que participan en ella los que habrían caído en gravísimas faltas y no la Iglesia propiamente tal, que permanecería incólume del momento que su esencia, esto es, su doctrina, sus principios, mensajes y valores, se mantendrían inalterados. Sin embargo esta postura no nos parece correcta, es una forma de pensar muy sencilla, ignoraría que una crisis, como fenómeno grave que afecta el funcionamiento cotidiano de toda organización, en este caso a la Iglesia, no solo se relaciona con las personas que la integran (a todo nivel) posibilitado por el mal actuar de sus miembros, el escaso o nulo control de quienes la dirigen, el mal manejo de los recursos, procedimientos ineficientes, etc., sino también con sus estructuras, bases formativas, tipo de liderazgo, toma de decisiones, etc., todo lo cual terminan por afectar su nombre, su reputación, su identidad, su proyección, su imagen frente a los feligreses. No nos podemos olvidar como afectó a empresas, con un gran prestigio en Chile, la actuación de ciertos ejecutivos que las representaban, que al actuar fuera de la ley o al filo de ella, perjudicaron enormemente su credibilidad.
4 Un tsunami o maremoto es un evento complejo que involucra un grupo de olas de gran energía y de tamaño difíciles de controlar.
5 “La Iglesia Católica y el Abuso Sexual de Menores”, P. Ángel Peña O.A.R., Lima – Perú (2009).
6 León I el Magno o el Grande (Toscana, ha. 390 - Roma, 10 de noviembre de 461) fue el papa nº 45 de la Iglesia católica, desde 440 hasta 461. Durante su pontificado se celebró, en 451, el C...