El futuro es hoy
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El futuro es hoy

Primera infancia en la Argentina

Fabián Repetto, Gala Díaz Langou, Carolina Aulicino, Olivia De Achával, Malena Acuña

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Primera infancia en la Argentina

Fabián Repetto, Gala Díaz Langou, Carolina Aulicino, Olivia De Achával, Malena Acuña

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La Argentina enfrenta desafíos importantes y urgentes para garantizar los derechos de los niños, en particular en su primera infancia. El principal problema es la desigualdad: los niños se encuentran condicionados en el ejercicio de sus derechos de acuerdo con el lugar donde nacen y la condición sociolaboral de sus familias.Sumado a ello, en la Argentina la tasa de pobreza en la niñez es superior a la del resto de la población. Es necesario revertir la situación de este grupo etario para asegurar el pleno desarrollo de sus potencialidades y de la sociedad en su conjunto.

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Información

Año
2017
ISBN
9789876915694
Categoría
Diritto

CAPÍTULO 1
La necesidad de una política integral desde el enfoque de derechos

Y estos derechos, a respetarlos ¿eh? ¡No vaya a pasar como con los diez mandamientos!
Mafalda
Todo análisis de política pública requiere un abordaje que dé sustento a dos aspectos al mismo tiempo. Por un lado, al diagnóstico de la problemática a atender. Por el otro, al tipo de abordaje que se requiere.

1. Los argumentos fundamentales acerca de la primera infancia y la política pública

1.1. La primera infancia desde un enfoque de derechos

El 20 de noviembre de 1989 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Convención sobre los Derechos del Niño, un instrumento normativo que constituye un hito fundamental en materia de infancia a nivel mundial. La Convención transforma la mirada sobre la infancia y marca un cambio en el rol de los niños, las familias, las comunidades, los Estados y las políticas públicas.
Establece el derecho de todos los niños al desarrollo pleno de sus potenciales. En particular, reconoce el derecho a la vida, la supervivencia y el desarrollo (art. 6º), a su identidad (arts. 7º y 8º), a conocer a sus padres y ser cuidado por ellos en la medida de lo posible (arts. 9º y 18) y a contar con medidas especiales de protección cuando estén privados de su medio familiar (art. 20), a expresar su opinión libremente, a la libertad de pensamiento, conciencia y religión (arts. 12, 13 y 14), a la libertad de asociación (art. 15), a ser protegido de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, su familia y privacidad (art. 16), a la información (art. 17), a ser protegido de todo tipo de abuso físico o mental (arts. 19 y 34) así como contra la explotación económica y el trabajo peligroso (art. 32), al más alto nivel de salud y nutrición (art. 24), a un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social (arts. 26 y 27), a la educación (art. 28), al descanso, el esparcimiento y el juego (art. 31).
Hasta el momento de la sanción de la Convención, los niños eran considerados “menores” y objetos de protección y tutela. Este modelo tutelar, o Doctrina de la Situación Irregular, entendía que tanto los niños y los adolescentes infractores de la ley penal como aquellos en situación de riesgo (abandono material o moral o que no recibían los cuidados que corresponden) debían caer bajo la “protección” paternalista del Estado: los “menores” fueron objeto de control y represión o de compasión y beneficencia (Moro, 1997). Por otra parte, los “niños” eran aquellos que contaban con una familia y un nivel de vida aceptable, y su crianza era potestad de sus familias, en el ámbito privado. Si no contaban con estas cualidades, eran “menores”, objetos privados de voz, opinión y hasta libertad, ya que debían ser separados del medio familiar (Zeledón, 2015).
La Convención, en cambio, entiende que todos los niños son sujetos plenos de derechos y reconoce el rol primordial de las familias. Un enfoque de derechos se traduce en estándares jurídicos y principios (Abramovich y Pautassi, 2009). Los estándares jurídicos del enfoque de derechos implican la obligación (del Estado) de garantizar el contenido mínimo de los derechos, como también la obligación para los Estados de no aplicar políticas regresivas y de garantizar la participación ciudadana. Los principios del enfoque de derechos surgen de la tradición de los derechos humanos que establece que estos son universales, indivisibles e interdependientes, inalienables y progresivos. Aplicar este enfoque en las políticas públicas implica crear un sistema integral que cumpla con estándares mínimos específicos que aseguren que se respeten y cumplan los compromisos jurídicos asumidos por cada Estado (Pautassi, 2010). Implica, también, revisar los parámetros necesarios para su evaluación y fiscalización, incluyendo principios como igualdad y no discriminación, participación política y acceso a la justicia (Abramovich y Pautassi, 2009).
Son los adultos quienes tienen la obligación de asegurar el acceso efectivo de los niños a sus derechos. Por adultos se entiende tanto a las familias como a la comunidad y a los Estados. Las familias constituyen el grupo fundamental y medio natural para el desarrollo de los niños y los Estados deben respetar su rol, apoyarlas y fortalecerlas en su tarea. En particular, los Estados constituyen los garantes últimos del cumplimiento de los derechos del niño y deben velar porque todas las medidas tomadas en instituciones públicas o privadas tomen en cuenta el interés superior del niño (art. 3º de la Convención).
La Convención implica no solo un punto de quiebre en términos de la manera en que se entiende a la infancia (como concepto históricamente construido) sino que también redefine la relación entre el Estado y la infancia. Como fue mencionado, el niño pasa de ser un objeto de la intervención paternalista a un sujeto pleno de derechos. Esto no implica únicamente una afirmación declamatoria: supone que el niño (y no solo el niño pobre) se transforme en un sujeto de políticas por lo que es hoy y no con relación a su potencialidad como futuro adulto (López y D’Alessandre, 2015). La infancia, hasta ese momento relegada al ámbito privado de las familias, a la intervención tutelar del Estado o de la caridad, pasa a ocupar el centro de la agenda pública, con un Estado presente en todos los aspectos que involucran la vida de los niños. Así, supone también poner en discusión los límites entre lo privado y lo público.
Como menciona Eduardo Bustelo (2005): los derechos definidos en la Convención deben entenderse como derechos sociales en el sentido de que su garantía es política, corresponden al ámbito de lo público y son responsabilidad de toda la sociedad. Aun con las críticas que puedan ser hechas sobre la Convención, implica la posibilidad concreta de terminar con la cultura de discrecionalidad de los adultos (padres, funcionarios, Poder Judicial, sector privado) sobre los niños.
La Convención fue firmada y ratificada por todos los países con excepción de Estados Unidos. Su texto final es el resultado de diez años de negociaciones entre gobiernos, organizaciones no gubernamentales, promotores de los derechos humanos, abogados, especialistas de la salud, asistentes sociales, educadores, expertos en el desarrollo del niño y dirigentes religiosos de todo el mundo. Toma en cuenta la importancia de los valores tradicionales y culturales en el desarrollo del niño, así como reconoce los diferentes sistemas jurídicos del mundo y las necesidades específicas de los países en desarrollo. Además, permite comparar los resultados alcanzados en el cumplimiento de los derechos allí consagrados, ya que los gobiernos están obligados a presentar informes periódicos ante un comité de expertos independientes (Unicef).1
Uno de los principales desafíos en la adopción de la Convención fue reconocer que también los niños más pequeños, aquellos que transitan su primera infancia, son personas aptas para ejercer la totalidad de los derechos enunciados (Giorgi, 2013), premisa que fue reforzada por la Observación General Nº 7, “Realización de los derechos del niño en la primera infancia”, del Comité de los Derechos del Niño (2005). La Observación es el resultado de la preocupación del Comité al observar que la información brindada por los Estados parte acerca de la primera infancia era escasa y que no se le había prestado suficiente atención (como fase específica y diferenciada) en el diseño de las leyes, políticas y programas (art. 3º de la Observación General Nº 7). Reconoce que los niños más pequeños son portadores de todos los derechos consagrados en la Convención y que deben considerarse miembros activos de las familias, comunidades y sociedades, con sus inquietudes, intereses, sentimientos y opiniones (Giorgi, 2013). Además, alienta a los Estados parte a “elaborar un programa positivo en relación con los derechos en la primera infancia […] Los niños pequeños tienen necesidades específicas de cuidados físicos, atención emocional y orientación cuidadosa, así como tiempo y espacio para el juego, la exploración y el aprendizaje sociales” (art. 5º).
Existen otros instrumentos normativos a nivel internacional a los cuales la Argentina adhiere y que establecen derechos y obligaciones en torno a la primera infancia.2

1.2. Desigualdades en torno a la primera infancia: la perspectiva de género

Las discusiones en torno a la primera infancia (período especialmente demandante de cuidado) se encuentran transversalmente atravesadas por las discusiones de género.3 Es fundamental comprender que no se trata de corrientes contrapuestas en sus objetivos, sino que es posible y virtuoso que la agenda de infancia y la agenda de género dialoguen y produzcan respuestas articuladas.
El análisis de los regímenes de bienestar toma en cuenta los niveles de desmercantilización (el grado en que los Estados garantizan derechos económicos y sociales a las personas por fuera de los mecanismos de intercambio mercantil) y desfamiliarización (el grado en que los Estados reducen el nivel de dependencia de las personas respecto de sus familias) (Esping-Andersen, 2000). El concepto de desfamiliarización fue profundizado por las corrientes feministas, al analizar el rol que los regímenes asignan a las mujeres en la construcción de los modelos familiares (Repetto, Díaz Langou y Aulicino, 2012).
Es desde las críticas feministas, que reivindican el valor de las tareas domésticas como trabajo no remunerado, que surge el concepto del cuidado. Este concepto reconoce el valor de todas las actividades y relaciones que se ven involucradas en la tarea de satisfacer los requerimientos físicos y emocionales de los adultos dependientes y los niños. Lo que se busca es visibilizar este conjunto de tareas que (aún hoy) realizan principalmente las mujeres y que aseguran la reproducción (biológica y cotidiana) y la socialización temprana de los niños (Repetto, Díaz Langou y Aulicino, 2012). Esto implica, además, problematizar su confinamiento al ámbito privado del hogar.
El modelo tradicional patriarcal-nuclear, de hombre proveedor y mujer ama de casa, sufrió profundas transformaciones. De acuerdo con Guillermo Sunkel (2006), en las últimas décadas en América Latina pueden observarse cuatro tendencias fundamentales: se diversificaron las formas familiares, se transformó el modelo de hombre proveedor-mujer cuidadora, se desarrolló una tendencia creciente hacia las familias con jefatura femenina y se redujo el tamaño promedio de las familias. Sin embargo, la familia se mantiene como un pilar clave en el régimen de bienestar que aún no logró liberar a la mujer de las responsabilidades familiares. La incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral y los cambios en la composición de los hogares no fueron acompañados por transformaciones significativas en la participación de los varones en las tareas domésticas y de cuidado, fenómeno que se conoce como “revolución estancada” (Cerrutti, 2003). La manera en que una sociedad organiza la provisión de cuidados tiene implicancias significativas para el logro de la equidad de género (Esquivel, Faur y Jelin, 2012) y para el ejercicio pleno de los derechos de los niños.
En este marco es clave analizar la manera en la que se estructura la oferta de servicios de cuidado y las alternativas de las mujeres para insertarse en el mercado de trabajo y acceder a los derechos sociales (Faur, 2009). Los regímenes familistas son aquellos que hacen recaer las responsabilidades por el bienestar en las familias (principalmente en las mujeres) sin admitir intervenciones públicas más allá de aquellas que son subsidiarias. Los regímenes desfamiliarizadores promueven un traslado de estas responsabilidades hacia el Estado o hacia el mercado, dependiendo del nivel de desmercantilización existente (Repetto, Díaz Langou y Aulicino, 2012). Si la desmercantilización y desfamiliarización son bajas, las estrategias de conciliación que puedan llevar adelante los hogares variarán según sus posibilidades socioeconómicas. Es decir, en contextos como el argentino, donde la resolución de las estrategias del cuidado quedan determinadas por las posibilidades de las familias, el origen social pesa: las oportunidades de vida de los niños están sobredeterminadas por las características de los hogares donde nacen, por lo cual la “herencia de clase” es más fuerte (Esping-Andersen, 2004).
Una metodología que permite medir, en su dimensión instrumental, las desigualdades de clase y de género en la realización de tareas de cuidado la constituyen las encuestas sobre el uso del tiempo. Estas permiten registrar tanto los tiempos dedicados a las diversas tareas de cuidado como quiénes las realizan, cómo las realizan (de forma remunerada o no) y dónde se realizan (en el hogar, en ámbitos institucionales, públicos y privados), mostrando las diferencias que existen según los tipos de hogares y las clases sociales (Esquivel, Faur y Jelin, 2012). A partir de esta información es posible incluir la dimensión de cuidado en los cálculos sobre pobreza. La metodología que lo permite es la medición de la pobreza de tiempo e ingresos (LIMTIP, por su sigla en inglés), que analiza el trabajo doméstico y de cuidado como un ingreso en especies (Esquivel, 2014). Así, es posible identificar un conjunto de personas y hogares que cuentan con ingresos monetarios mayores a aquellos que definen el umbral de pobreza, pero no lo suficientemente altos para poder adquirir sustitutos en el mercado para suplir los déficits de tiempo: son los “pobres ocultos” (Esquivel, 2014). La pobreza de tiempo afecta especialmente a los hogares en aquellos regímenes más familistas o que no desmercantilizaron el cuidado,4 condicionando la inserción de las mujeres al mercado laboral y aumentando los niveles de pobreza en aquellos hogares vulnerables con hijos. Los países que lograron minimizar la pobreza infantil en el largo plazo lo hicieron principalmente a través de asegurar que las madres cuenten con una inserción estable en el mercado laboral (Esping-Andersen, 2004).
Como se verá más adelante, en la Argentina (al igual que en el resto de la región de América Latina) la pobreza se concentra cada vez más en las familias con niños. Este fenómeno, conocido como “infantilización de la pobreza” o “desbalance etario del bienestar” (Rossel, 2013), constituye una situación de vulneración de los derechos de los niños que se agravó en los últimos veinte años, pese al crecimiento económico experimentado en la última década en la región (Rossel, 2013).5 Existen diversos factores que permiten aproximar explicaciones de esta situación. En primer lugar, los mercados de trabajo de la región atravesaron fenómenos de desregulación, privatización y flexibilización (con consecuencias en términos de desempleo, inestabilidad, informalidad y precariedad) que debilitaron fuertemente la capacidad de cobertura de sus esquemas de protección social, que estaban generalmente articulados en torno al mercado laboral. A esto se suman los desafíos propios de la incorporación de la mujer al mercado laboral en un contexto de ausencia de sistemas adecuados de cuidado infantil y la disminución estratificada de la fecundidad entre grupos s...

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