Ser Pobre
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Ser Pobre

  1. 96 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Ser Pobre

Descripción del libro

Cada párrafo deSer pobrees una perla obtenida en un lugar inaccesible.Con un pie en las universidades de élite del Reino Unido y otro en el restaurante de techo de chapa de Cândida, en el altiplano angoleño. Solo así puede uno aproximarse a un fenómeno complejo y multidimensional como es la pobreza.

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Información

Año
2019
ISBN de la versión impresa
9788417118495
ISBN del libro electrónico
9788417118501
Edición
1
I
¿son pobres?
Mi primer contacto con la pobreza llegó relativamente temprano. Porque yo una vez fui pobre. Total y autoconvencidamente pobre. En ese momento, más allá de una visión sesgada de la pobreza que se reducía a los sintecho que pedían limosna a la puerta de la iglesia de Estella, mi ciudad natal, (de los que siempre se rumoreaba que lo hacían por capricho, que tenían una casa con piscina, comprada con la suma de millones de monedas de cinco pelas acumuladas en su indigencia), nunca había tenido una noción de la miseria. Así que cuando aterricé en La Habana con mi mochila, a mis diecinueve años, queriendo absorber el mundo de la Revolución que mantenía vivo mi sueño de la utopía, vi como una oportunidad que nada más llegar me asaltaran, cuchillo en mano, y me robaran todo el dinero que llevaba para mi aventura. No importaba, viviría sin recursos durante toda mi estancia en el país. Como un pobre, seguramente pensé con ese romanticismo idiota que te da la juventud. Y así lo hice. Durante ese tiempo viví de lo que otros me daban o gastando los pocos pesos cubanos que conseguí salvar del atraco. Trabajé en la finca de un guajiro recogiendo boniatos y compartí el resto del tiempo libre en jugar a bola (baseball para los gringos) o tomar un ron caliente con algunos vecinos.
En esa primera incursión en la pobreza llegué a algunas conclusiones interesantes que hoy, cuando releo el diario que escribí en esos días, me resultan incluso inteligentes. «Falta de todo», anoté el primer día que llegué a la casa de Rubén, un guajiro residente en un pueblo perdido en la provincia de Pinar del Río. «Y no parecen echar en falta nada», resumí tras una disquisición en la que reflexionaba sobre la vida rural cubana. En ese momento llegar a esta conclusión parecía obvio. Rubén vestía una ropa hecha jirones. Vivía en una casa de madera cuyo único electrodoméstico era una hoya arrocera ofrecida por el gobierno que debía conectarse a un enchufe inexistente. Todas las mañanas se levantaba temprano para, con ayuda de dos enormes bueyes, arrastrar un tonel de agua que filtraban pacientemente para potabilizarla. No había luz ni agua corriente y el retrete era un agujero en la parte trasera de la vivienda. Encajaba perfectamente en la idea que yo tenía de la pobreza. Sin embargo, conforme pasaban los días, empecé a entender que esa primera impresión podía estar equivocada. La Cuba rural de finales de los noventa era un experimento casi perfecto acerca de la relatividad de la pobreza. Su aislamiento informativo del resto del mundo y el flujo de noticias controlado por el régimen de Castro generaba una especie de realidad paralela sobre el concepto de lo material. Los cubanos en el ámbito rural no se consideraban pobres porque no tenían con qué compararse: porque su situación los igualaba a todos en una existencia frugal. Por supuesto que había ricos comerciantes adscritos al Partido que sabían hacer uso de su posición, pero las diferencias entre ellos y el resto no eran lo suficientemente marcadas para que la mayoría de la población se sintiera pobre. Más tarde incluso descubrí que Rubén «era rico». Tenía ocho cerdos; siendo estos los únicos animales de medio porte que se podían poseer en régimen de propiedad privada, eso le convertía en uno de los potentados del pueblo. Tenía fruta, boniatos y patata en tierras de propiedad comunal. Patos, gallinas, cerdos y hortícolas alrededor de su casa, y un negocio floreciente de fertilizantes con los que trapicheaba por las noches desviando uno o dos sacos a la semana del programa de distribución del gobierno. Su situación era envidiable para la mayoría de sus coterráneos y, sin embargo, mi percepción seguía siendo la misma: todos eran pobres. Por eso, después de muchos días siendo remunerado en exceso por un trabajo que más que contribuir acababa por ser una carga divertida para la casa, decidí dejarle los únicos euros que se habían salvado del atraco. Al ofrecérselos, de todo corazón y sin ninguna intención caritativa, recibí un rotundo «no» que me dejó aún más confundido: los pobres que yo conocía nunca rechazarían esa oferta.
Releyendo ahora esas páginas entiendo que a Rubén no le faltaba todo, me faltaba a mí. Solo se siente escasez frente a lo que se espera tener. Al explicar esta sensación, Andrés Felipe Solano, periodista colombiano que se empeñó en vivir medio año con el salario mínimo en un barrio obrero de la ciudad de Medellín, sentía que «no tener dinero era como andar por la calle desnudo o haber perdido a la madre en la infancia. Era difícil luchar contra ese sentimiento de orfandad». La nostalgia por lo perdido. Por eso, necesariamente, tendremos que admitir que ser pobre es algo relativo. No relativo en el sentido más laxo de la palabra, que nos permitiría nihilizar todo el conocimiento sobre la materia, sino que depende tanto de la relación de «lo que tenemos» respecto al resto, como de la percepción que uno tenga de su propia situación. Yo mismo fui pobre durante un mes pobre. ¿O no?
¿America first?
João tiene 26 años y hace nueve se vio obligado a emigrar en busca de trabajo. Vivía en un pequeño poblado del interior de Angola donde «no había nada que hacer», así que cuando uno de sus tíos le dio la oportunidad de irse a Luanda a buscarse la vida, no lo dudó: nada en su casa le retenía. En la capital, como a tantos otros que lo intentaron antes que él, no le esperaba nada bueno. Sin estudios ni formación, durante los primeros años sobrevivió limpiando coches y cargando mercancías hasta que encontró un trabajo de peón en una empresa dedicada a la rehabilitación de calles.
Conocí a João mientras realizaba un estudio sobre las condiciones de empleo en el sector urbanístico en Angola. Flaco, de corta estatura y con una mirada incapaz de posarse durante cinco segundos en el mismo punto, mostraba una timidez que no se correspondía con la firmeza de sus respuestas. Y de todas ellas, una me removió por dentro: aquel era el mejor trabajo que había tenido nunca. Cobraba alrededor de cien euros al mes y gastaba más de veinte en transporte. Vivía en un habitáculo sin luz ni agua por el que pagaba diez dólares y hacía cuatro meses que había sido ascendido a ayudante de mecánica. Aunque la promoción no se había reflejado en su salario, le permitía aprender lo básico y trabajar los fines de semana como aprendiz en un taller en la calle. Al futuro le pedía solo una cosa: más trabajo y más dinero. Y por alguna extraña razón, totalmente inexplicable dado el contexto, estaba seguro de conseguirlo.
Cuando días después de entrevistarle le visité en su casa, no tardé en darme cuenta de lo escuálido de mi imaginación al proyectar mentalmente sus condiciones de vida. El barrio de Boa Vista es la síntesis más rotunda de la miseria. Durante unos minutos enmudecí de rabia al verme obligado a admitir que, allí dentro, vivía gente. El asentamiento, situado en las faldas de uno de los barrios más exclusivos de Luanda, se oculta bajo una hilera de casas majestuosas del que surge un torrente de chabolas desordenadas que desciende cubierto de basura hasta la carretera del puerto. En los últimos años, en un intento infructuoso de lavar la cara de la ciudad y cambiar la imagen del país, el gobierno ha intentado una y otra vez derribar las casas y desplazar a la población fuera de Luanda. Pero constantemente se ha dado de bruces contra la terquedad de la miseria: cuando alguien no tiene nada, reconstruir una casa de chapa y cartón cuesta mucho menos que cambiar todo el tejido social y económico que se genera alrededor de estos asentamientos y del que sus habitantes dependen.
Por eso João no lo duda, no tiene ninguna intención de moverse de allí aunque el gobierno se lo ordene, comenta mientras me guía saltando de piedra en piedra para evitar un río de lodo que serpentea entre los irregulares muros de cemento y chapa.
Nos acercamos a su casa y avisa a un niño para que traiga una silla de plástico. Alrededor todo el mundo nos observa, la imagen de un blanco caminando en un gueto no es muy habitual en Luanda: la pobreza es de tez oscura en África. Su cuarto, el único de la vivienda, tiene un estrecho camastro y una pequeña televisión sobre una improvisada cómoda de madera (una caja de fruta, en realidad). João se sienta sobre la cama y me ofrece la silla. Parece al mismo tiempo avergonzado y contento de tenerme allí. Descubrirse ante un extranjero le cohíbe, pero sin duda también respeta que le haya acompañado. Por unos minutos conversamos sobre cómo llegó a Luanda y los trabajos que tuvo que hacer hasta conseguir el puesto de peón y poder «independizarse». Escuchándole, en una perspectiva que ahora me resulta abyecta, todo parece haber ido a mejor en su vida. Su optimismo hiere. No puedo imaginarme en su lugar pensando en positivo. Otra vez vuelve a mí esa mirada externa que se compadece. No la que ve pobres, sino la que los hace. Negar su pobreza me parece una ofensa, sin embargo, él suena convencido y convincente. Me ofrece ir a tomar una cerveza en un «bar» cercano y salimos de su casa conversando. Lo cierto es que debajo de toda la mierda, o más bien encima de ella, la vida vibra en Boa Vista. Frente a nosotros, una joven carga una pila de cacerolas sobre su cabeza manteniendo el equilibro para evitar el barro. Dos niños sujetan una hilera de cajas de chicles que intentan vender al mismo tiempo que juegan con una pelota. Una mujer se prepara para encender una lámpara de queroseno mientras fríe en un pequeño fogón media docena de mazorcas que trata de vender a la concurrencia. Otra joven, probablemente prostituta, se acerca a ella y habla con uno de sus clientes mientras se contonea sensualmente. Al pasar frente a ellos se me acercan otros dos individuos. Uno vende biblias de la Iglesia del Séptimo Día, «en ellas encontrarás la verdad verdadera», me asegura. El otro le recrimina que me deje tranquilo mientras me ofrece libanga, lo que provoca un escándalo mayúsculo para la concepción monacal del religioso: su Dios no cree que la venta de crack allane el camino al cielo. João los despacha intentando defenderme. «Son unos charlatanes», asegura. No deja claro si los evangelistas o los vendedores de droga. Pasamos frente a una pequeña roulotinha en la que se vende cerveza. Beberé una antes de irme. Se convierten en dos. Y en una tercera. Entre trago y trago me cuenta que Mimí, su novia, es empresaria. Vende ropa usada de los fardos que vienen de Europa. Selecciona las mejores prendas de marca, las plancha y les coloca una etiqueta que imprime en un establecimiento congoleño con el logotipo de Zara. Las vende como si fueran nuevas en una pequeña boutique de un barrio al otro lado de la ciudad. Conforme la conversación avanza tengo la sensación de que podría estar hablando con cualquiera de mis amigos. Sus preocupaciones son las mismas, sus aspiraciones idénticas; sus esperanzas e ideas, sin embargo, son distintas. Más vivas, más enérgicas, más contundentes y quizás por eso mismo más realizables. Al despedirnos se ha hecho de noche. Una hilera de botellas de cerveza que actúan de lámparas de queroseno alumbra la calle en la que decenas de puestos arrancan la sesión nocturna. El olor a petróleo, las pequeñas llamas desordenadas y la kizomba de fondo dan al entorno un toque casi romántico que contrasta con la suciedad que nos rodea. Al llegar al coche he olvidado qué me llevó allí. Tenía algo que ver con entender la pobreza…
Johnny, su tocayo, me habla cabizbajo sentado en una silla giratoria frente a la barra del bar. Debe de andar por los treinta años y los ciento veinte kilos que pretende ocultar bajo una camisa ancha de cuadros rojos y morados que caen como cortinas sobre unos muslos que se desparraman sobre el tabu...

Índice

  1. Prólogo, por Argemino Barro
  2. Lo peor de la pobreza...
  3. I. ¿Son pobres?
  4. II. ¿Por qué son pobres?
  5. III. ¿Pueden dejar de ser pobres?
  6. Bibliografía recomendada