
- 220 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
El periodista
Pablo Ordaz ha seguido diariamente el juicio de El Procés en el Tribunal Supremo.
El juicio sin final son cincuenta y dos crónicas escritas a modo de relatos, con la intervención de cada uno de los protagonistas-acusados, jueces, fiscales y testigos- en las que el autor desaparece para relatar de manera objetiva y con distancia los hechos que han tenido una enorme repercusión tanto a nivel nacional como internacional.
El autor elige un estilo casi de novela, sin faltar a la verdad, pero con todos los recursos literarios en line con el mejor ejemplo del nuevo periodismo, siendo el resultado la lectura de un relato único.
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Información

A mis compañeros de la redacción de EL PAÍS. Y en especial a Juan Cruz, José Manuel Romero y Fernando J. Pérez, que me animaron a que estas crónicas se convirtieran en un libro. También a los periodistas de tribunales de otros medios, que supieron guiar con pericia y generosidad a cuantos paracaidistas fuimos cayendo por el juicio.
© Círculo de Tiza
www.circulodetiza.com
Título: Un juicio sin final, 52 días de pulso al Estado
© del texto: Pablo Ordaz
© de la fotografía: Álex Ordaz
Primera edición: septiembre 2019
Diseño y maquinación: Miguel Sánchez Lindo
Impreso en España por imprenta Kadmos
ISBN: 978-84-120532-1-0
E-ISBN: 978-84-121034-5-8
Depósito Legal: 25144-2019
Reservados todos los derechos. No está permitido la reproducción total
ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión
de ninguna manera ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, de
grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la editorial.
Elogio de la literatura de periódico
No sé cuántas crónicas de Pablo Ordaz habré leído, a lo largo de tantos años, enviadas desde sitios tan distintos. Pablo Ordaz no ha perdido el acento que tenía cuando era un joven periodista en Sevilla, ni ha perdido la cara de atención y de algo de estupor con que miraba el mundo cuando yo lo conocí, a través de un querido amigo común, Jesús Arias, que también amaba la literatura y los periódicos, y que se nos fue muy prematuramente. Pablo, ya entonces, tenía un aire de reportero a la antigua, de periodista apasionado por la parte más inquieta e indagadora del oficio. A otros se les notaba enseguida que aspiraban al atajo del columnismo y del compadreo con la clase política, que ha hecho tanto daño a una profesión ya de por sí maltratada, y sumergida en una crisis que parece sin remedio. A Pablo lo que le gustaba era contar cosas, averiguar historias de vidas comunes, llegar a los sitios y no solo preguntar a unos o a otros para conseguir un titular, sino empaparse de la atmósfera, transmitir al lector la sensación irremplazable del que ha estado de verdad en el escenario de algo. Cuanto más sedentaria y autorreferencial se volvía la profesión, más volcada a la ocurrencia más o menos malévola o a la exhibición palabrera del estilo, Pablo emprendía el camino contrario, y en vez de encerrarse en una redacción o en su cuarto de estar delante de un ordenador y con un móvil a mano se iba por ahí, a averiguar, a aprender, a fijarse, ejercitando esa mirada particular que desde hace más de un siglo es el sello de los buenos cronistas, cultivando sin énfasis ni arrogancia esa variante de la literatura que es el periodismo. A Pablo se le notaba siempre, leyendo lo que escribía o fijándose en él de cerca mientras trabajaba, que estaba viviendo una vocación alimentada en la adolescencia, la del romanticismo de los periódicos, que fue tan importante para muchas personas de provincias en nuestras generaciones. Uno quería ser periodista como el que quería ser explorador, con el mismo deseo de romper los límites estrechos de nuestra condición familiar y de nuestro entorno.
En las universidades de verano y sitios así se gasta mucha saliva dilucidando las diferencias y las semejanzas entre el periodismo y la literatura, y cuando se piensa en la parte más cercana a lo literario de la escritura de periódico de lo que se suele hablar es de lo que todavía se llaman “las firmas”: es decir, no el trabajo de los periodistas de la redacción, sino el de los colaboradores con credenciales de escritores. Pero el periodismo escrito es siempre literatura, ya que lo que hace es contar el mundo con palabras, solo que sin las libertades de la ficción, y con las pautas forzosas de actualidad, la fidelidad a los hechos y los límites de espacio y de tiempo de entrega. Tan literatura es una entrevista o una crónica política o el relato de un atentado como una novela: y, lo mismo que la novela, la pieza de periódico puede estar bien o mal escrita, cuidada o no. En estas discusiones late siempre un fondo de jerarquía de valores, y se da por supuesto que la novela o el ensayo, lo que viene encuadernado en un libro, tendrá siempre una categoría superior a lo que se imprime en el papel barato del periódico, y ya ni siquiera eso, lo que aparece en una pantalla digital.
Pero el tiempo depara grandes sorpresas, y corrige un cierto número de malentendidos y de injusticias. Con raras excepciones, por ejemplo, la mejor prosa que se escribió en España en los años veinte y treinta no era la de los escritores o literatos oficiales, gravemente enfermos de retórica, sino la de algunos cronistas de periódicos. A quien recordamos ahora es a Pla, a Gaziel, a Josefina Carabias, al inmenso Manuel Chaves Nogales, todos ellos escritores de periódico. Cuando uno mira en la prensa de entonces las colaboraciones “literarias”, las de Unamuno, Ortega, etc, lo que le sorprende es lo rancias que se han quedado. La prosa narrativa verdadera la estaban escribiendo reporteros a los que nadie daba mucha importancia en su momento. Lo que parecía fugaz resultó ser una parte de lo más duradero.
Se celebra mucho a aquellos cronistas, pero llamativamente se sigue poco su ejemplo. También abundan las muestras de admiración hacia el “Nuevo periodismo” americano, que dejó de ser nuevo hace muchísimos años: calidad informativa, investigación, escritura brillante. Pero la crónica, a la manera de Chaves Nogales o la muy opulenta de los escritores de The New Yorker, requiere esfuerzos que entre nosotros son cada vez más difíciles. Una crónica siempre será más cara de producir que una columna de opinión. Y además requiere una cierta actitud por parte de quien la escribe, una mezcla de curiosidad y humildad que es rara de encontrar, y que tampoco asegura muchas recompensas. El cronista ha de salir a la calle, hablar con la gente, empaparse de una historia o de una atmósfera, contarlo todo sabiendo que lo que más importa es la historia y no quien la cuenta. Una columna se escribe en un rato, y como lo que se aprecia en ella es la impronta de su autor, cuanta más autoindulgencia de estilo ponga éste en su escritura más se le celebrará. El cronista trabaja para averiguar lo que no sabe: al columnista le prestigia un tono de ya saberlo todo de antemano.
En todos estos años convulsos en que la profesión de periodista y el mundo de los periódicos han pasado del ascenso a la caída, de la prosperidad a la creciente ruina, Pablo Ordaz se ha dedicado a visitar lugares y a encontrarse con gente y a contar lo que veía y escuchaba, lo que solo puede descubrir quien de verdad pisa el terreno y además tiene el talento y la disposición de fijarse. En su mirada de observador, en su objetividad de cronista, ha habido siempre una implícita posición ética: es importante contar las cosas como son; solo a través de ese conocimiento podemos elaborar opiniones razonables y decidir líneas de conducta. Por eso la calidad de la información que se publica es tan crucial en una democracia como la calidad de las instituciones. Quien leyera las crónicas que enviaba desde el País Vasco en los años negros del crimen y el miedo y el silencio las recordará y las agradecerá siempre. El cronista se hizo corresponsal y supo empaparse de atmósferas tan apasionantes y tan convulsas como la de México o la de Italia. Y durante estos últimos meses lo hemos vuelto a leer a diario en otra tarea que me parece más difícil aún, la de contar desde el Tribunal Supremo el llamado “juicio del Procès”. Puede parecer superfluo, o por lo menos secundario, narrar lo que está siendo transmitido en directo. Los opinadores profesionales no tendrían ninguna dificultad en hilar sus ocurrencias sin salir de casa, solo mirando de vez en cuando la pantalla del ordenador.
Pero el cronista sabe cuál es la diferencia entre estar y no estar, entre quedarse con lo que dicen las declaraciones y fijarse en una entonación, en un gesto, en la cualidad peculiar de un silencio. La realidad no es lo que dicen unos cuantos políticos, ni lo que pontifican unos expertos: es lo que han vivido las personas que han estado sumergidas en un torbellino, entre la presunta épica y la trapacería y la farsa, entre la irresponsabilidad frívola y la conciencia de la posibilidad de un desastre irreparable. La literatura de periódico se lee en dos tiempos, de dos maneras. Se escribe y se lee en el presente inmediato, en la fragmentación de la crónica diaria; y luego vuelve a leerse, al cabo del tiempo, con la quietud de lo retrospectivo, con la continuidad de una larga secuencia. El texto es más o menos el mismo, pero las palabras y las historias cobran otra dimensión. La narración transmite el ritmo lento y la mezcla de monotonía y sorpresa de un procedimiento judicial, que tiene siempre algo de historia policiaca. Era estimulante leer cada día con impaciencia las entregas que iba escribiendo Pablo Ordaz en el periódico, pero ahora se aprecian y se disfrutan de otra manera en el libro. Ahora es cuando se vuelven revela...
Índice
- Guarda primera
- Pablo Ordaz
- El juicio sin final
- Círculo de Tiza
- Guarda final