El arte de la fuga
eBook - ePub

El arte de la fuga

  1. 104 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

El arte de la fuga

Descripción del libro

Los tres relatos que componen este bellísimo libro recrean, desde la ficción, tres episodios históricos singulares (no exentos de misterio y, por tanto, favorables a las hipótesis más arriesgadas) protagonizado por tres poetas míticos: San Juan de la Cruz, Friedrich Hölderlin y Fernando Pessoa.En el primero de ellos se narran los últimos días y la muerte del místico de Ávila en el otoño de 1591 en un convento de Úbeda. En el segundo se siguen los pasos del poeta romántico en su larga caminata desde Burdeos (adonde había llegado sólo cinco meses antes para ocupar un puesto de preceptor) hasta Stuttgart, en la primavera de 1802. En el tercero se describe la noche (8 de marzo de 1914) en que el poeta portugués concibió al primero de sus famosos heterónimos, Alberto Caeiro.Aunque nacidos en épocas muy diferentes, estos tres autores tienen en común, además del altísimo nivel de sus obras, un mismo impulso vital y poético hacia una plenitud que sólo parece poder alcanzarse en territorios extremos (la muerte, la locura, el desdoblamiento) mediante formas de autosacrificio y traspasando fronteras: la frontera de la vida, en busca de la unidad trascendente y definitiva; la de la razón, que llevará a una sintaxis nueva que funde y celebre un mundo sagrado y perdido; y la de la identidad, que propiciará el nacimiento de una voz multiforme que armonice los contrarios. De esta manera, en los tres episodios recreados por Vicente Valero, asistimos a tres "fugas"; fugas que aspiran, sin embargo, a una integración más alta y diferente.Este tríptico, que parece escrito al lado del camino, ofrece una mirada ejemplar sobre la naturaleza y las "pequeñas cosas" que conforman el mundo; al mismo tiempo que, desde una gran verdad no sólo literaria, se acerca a los anhelos, miedos y aparentes locuras de los hombres de cualquier época."La escritura de Vicente Valero es limpia, precisa, con esa combustión suave de un lenguaje que nunca se estropea. Uno va leyendo sin saber muy bien dónde desembarcará todo esto, dónde naufragaremos. Y al final siempre hay un sentido de fábula, una lección de palabras, una fascinación compartida y un deseo de seguir buceando en sus historias. Este no es exactamente un libro de poetas, sino de gentes, de mucha gente que cabe dentro de otra gente y que al final somos cada uno de nosotros. La de Valero es una literatura habitable. Les sugiero que se queden un rato dentro."Antonio Lucas, El Mundo

Preguntas frecuentes

Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
  • Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
  • Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Ambos planes están disponibles con ciclos de facturación mensual, cada cuatro meses o anual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a El arte de la fuga de Vicente Valero en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788418264399
Categoría
Literatura

VEN, HERMANA MÍA ESPOSA

En verdad ninguno de los frailes apiñados en aquella celdilla fría y oscura consiguió ver que el alma saliera de su boca, sólo puntos amarillos de saliva expulsados de la lengua llagada, cuando el estertor se transformó en un suspiro último, negro como el crujido de un álamo en la noche de invierno. Así pues, pensaron todos entonces, el alma de los santos enamorados también era invisible; es decir, que se escurría como cualquier otra entre los labios resecos, casi azules, sin ser vista ni oída, para buscar inmediatamente después, ansiosa, la frente ungida con los óleos y poder de esta manera tomar impulso hacia lo más alto, deslizarse por fin hacia una paz definitiva. Hubieran dado todo cuanto poseían —aunque esto es, por supuesto, sólo un decir, pues nada poseían aquellos pobres rezadores— por contemplar el cuerpo moreno y entregado de la Amada, incluso sospechando que aquel deseo pudiera ser impuro, como tantos otros deseos del hombre, si bien las sagradas escrituras nada decían sobre aquel asunto. Pero Juan acababa de morir, se trataba ya de un hecho indiscutible, y en aquella covacha desnuda ni los descalzos de Úbeda ni aquellos otros llegados de Baeza y La Peñuela habían conseguido vislumbrar el vuelo último del alma, aunque Dios ya andaba por todas partes en aquella hora nocturna, nadie podía dudarlo, Dios era un olor bendito que emanaba de la carne podrida y de sus vapores todavía cálidos, una luz húmeda, casi irrespirable. Hacinados e inquietos, aquellos hombres flacos y devotos de la Virgen del Carmen se habían asomado a la boca del moribundo con la esperanza de ver. Allí buscaron, con los ojos bien abiertos, emocionados, unidos en el mirar, un último rescoldo, una sombra palpitante, la mariposa de la fe. El poeta, el santo, el místico, aquel fraile distraído y un poco loco —¿cuál de todos ellos era entonces o a cuál se le esperaba más allá de la vida y la muerte?— se había consumido entre estertores, después de haber escuchado una vez más las preciosas margaritas de Salomón, el canto perfecto del amor perfecto, y sus ojos empezaban a divisar una oscuridad nueva, todas las llagas de su cuerpo ardían como antorchas en la noche —¿a qué esperaba entonces el Amado?—, mientras los frailes besaban sus manos y sus pies, esperaban la salida fulgurante de la esposa.
Dejaremos dicho aquí para empezar que durante aquel largo otoño andaluz del año 1591 hubo sol y hubo tormentas, después de los últimos sudores empezaron a caer las hojas de los árboles, llegó por fin un día la nieve a las cimas serranas, el cielo se llenó de nubes grises. Nadie sabe cómo serán sus últimos días, si hará frío o calor, si lloverá y los ríos inundarán calles y sembrados, si habrá sequía y enfermarán los animales, o si la luz del sol, como una mano de madre imperecedera, acariciará una a una todas las palabras de la despedida. Puede que Juan supiera, sin embargo, cuando escogió Úbeda y no quiso ir a Baeza ni a Linares, como le suplicaron los frailes campesinos de La Peñuela —aquel lugar silvestre donde comenzaron sus heridas—, que en su morir habría cielos de otoño cada vez más fríos y solitarios, como los que su alma deseaba, pero el abrazo también de los hermanos descalzos y la fe no menos cálida de los vecinos que nada sabían de él, que nunca habían oído hablar de sus canciones, y que su cuerpo imploraba tal vez como el de un niño desamparado. Durante aquellos casi ochenta días últimos que pasó Juan en el convento ubetense, las noches fueron haciéndose cada vez más largas y oscuras, como el dolor de la carne y la soledad del sacrificio, pero no por ello la dulzura del otoño estuvo ausente en aquella celdilla con su plenitud de estación profunda y generosa. Así, durante aquellos días, hubo pájaros también en la ciudad, estorninos y petirrojos, grullas de paso, zorzales y codornices. Hubo un repetido runrún de aguas sobre las piedras de las murallas y de las iglesias, que Juan podía oír tendido en su camastro, tal vez con cierto placer, o al menos con el alivio que la lluvia concede siempre a los sedientos, y un viento que soplaba y batía las ramas de chopos y naranjos. Pudo beber el zumo rojo de la granada, morder la carne amarga del membrillo. Y por el estrecho ventanuco es posible que entraran alguna vez también el aroma de los limoneros y la ráfaga candente del relámpago.
Que al padre Crisóstomo, prior del convento, no le viniera nadie con monsergas de milagros ni de versos, él era un hombre de púlpito y de tratados gruesos. No había visto nunca a un santo, pero sí a muchos extraviados que se decían poetas, incluso a algunos herejes alumbrados que habían merecido el castigo riguroso pero justo de Roma. Lo mejor era hablar poco con el enfermo y, a ser posible, que nadie supiera que estaba allí con ellos. No era este prior, a decir verdad, un hombre envidioso, pero sí un fraile asustadizo, cumplidor y obediente, que maldecía la hora en la que a Juan se le había ocurrido ir a morirse a su convento. Cuando lo vio llegar, aquel anochecer caluroso de septiembre, a lomos de un burro fatigado, ya se temió lo peor. Y lo peor era entonces solamente que aquel hombre a quien su propia orden había perseguido, encarcelado y ahora también desterrado, cuyas cartas habían sembrado las clausuras de palabras dudosas y de sofocos místicos, llegara ahora a Úbeda para repartir rimas y milagros. Se prometió entonces a sí mismo, mientras Juan se bajaba con dificultad del pollino, que no se lo permitiría y, sobre todo, que no se dejaría engañar por él, por su hábito raído y sucio, por su ya célebre jerigonza de nadas y desiertos, y menos aún por sus jaculatorias contra incendios y tormentas. Qué había venido a buscar exactamente el perseguido, sin embargo, lo sabría el prior muy pronto, cuando Juan cayó desmayado en la puerta del convento, con sus llagas y sus calenturas, porque aquella debilidad tan cierta —con aquel rostro suplicante y famélico, con aquel temblor de piernas— le dio a entender que el enfermo lo había elegido precisamente a él para que guiara su alma por el sendero último de la noche y se compadeciera de su cuerpo en los dolores terribles, y con ello tal vez para ser seducido también, oh Virgen piadosa, por aquellas métricas italianas del demonio.
Para los hermanos aquellas heridas inmensas y aquel morir en la celda más oscura del convento pronto se transformaron en pura alegría, una gracia especial del Amado, la música presentida y tantas veces solicitada. Se lloraba por los pasillos y, a hurtadillas del prior, cantaban las canciones de Juan, se abrazaban y se besaban; la felicidad era entonces aquello, un ir y venir entre lágrimas incontenibles, traer las vendas limpias y dar a lavar las sucias, lamer las sucias por el camino, llevarse a la boca el pus, la sangre negra, la saliva del poeta, agradecerle a Dios aquellos líquidos, aquel enfermo único. Una y otra vez por los pasillos se oían las canciones del alma y el esposo, que tan bien se sabían todos, aprendidas en otros conventos lúgubres —tan oscuros y fríos como aquella mazmorra toledana donde habían sido compuestas casi quince años atrás—, dichas y repetidas muchas veces, calladas también otras muchas, según soplara el viento de la regla o del prior, favorable u hostil a la música amatoria y al cantor de Ávila, pero siempre luminosas en el corazón secreto de los humildes. Ah, el coro de descalzos, voces olvidadas por el mundo, rezadores de la vieja ciudad de Úbeda: Bartolomé de San Basilio, dulce y generoso, antiguo discípulo de Juan; Alonso de la Madre de Dios, inteligente y agradecido, lector de salmos y profecías; Bernardo de la Virgen, hermano lego, de día y de noche a los pies del moribundo, siempre el perro más fiel; Diego Pablo de Jesús, modesto y pequeño como un jilguero de la vega, bondadoso; Pedro de San José, mundano y alegre como un vino nuevo de aldea. Coro insospechado de servidores, adoradores de llagas putrefactas, moscas benditas.
Todo empezó en aquel solitario retiro de La Peñuela, lleno de olivos y de viñas, entre ermitaños labradores, adonde Juan había llegado a principios de agosto, en plena canícula, para cumplir nuevo destierro, sin oficio, sólo como un descalzo más. La brisa de Sierra Morena invadía todas las mañanas aquellas celdillas blancas con su olor a tomillo y a encinar húmedo, con su música de currucas tempraneras. Una docena de hermanos barbudos y penitentes regaban las coles en silencio, sembraban el ajo y la cebolla, o recogían la aceituna. Había en aquel lugar tan puro una alegría de uva andaluza y de amor a la Virgen, unos cielos azules sobre los roquedales altos, una fe felicísima. Por fin el poeta que amaba las soledades y la luz podía también gozar de ellas, después de tantos años de disputas capitulares y de vicarías nómadas, después de interminables andaduras. Por fin el fraile que amaba la obediencia podía también gozar de ella como un imberbe novicio castellano. Se dijo después que, en aquellos días soleados, iba a rezar todas las tardes junto a una vieja fuente de montaña, rodeada de laureles y lentiscos, por donde saltaban las liebres, susurraban las tórtolas y vigilaban los cernícalos. De rodillas y con las manos unidas en el pecho, como era habitual en él, aspirando siempre a lo más alto, a veces levitaba, esto también se dijo después. De su boca brotaba entonces la palabra como el agua de la fuente, fresca y natural, transparente y solitaria. Era Juan en La Peñuela, a solas con la esposa que llevaba dentro, en coloquio verdadero, con ella y con su Dios enamorado. No había amargura en su corazón ni recuerdo alguno de sus perseguidores que, sin embargo, no cejaban y aún dilataban sus discursos difamatorios por las extensas comarcas del carmelo. O tal vez sí, puede que hubiera cierta amargura todavía, esto lo decimos nosotros ahora, algún resentimiento, pues fue aquí mismo también donde escribió que mejor se estaba en compañía de piedras y garbanzos que de apóstoles locuaces, de criaturas mudas que de hombres envidiosos. Comía entonces pan de habas con hierbas cocidas y era feliz. Ya de noche, dormía sobre unos manojos de romero tejidos y de sarmientos a modo de zarzo y era feliz. Encendía la llama de amor viva, una y otra vez, reescribiendo pasajes inconclusos, penetrando en honduras incandescentes, dejándose iluminar por ella. Hasta que un día de aquellos de verano llegaron también las fiebres, y con ellas el cansancio y el sueño, la mirada vidriosa, aquella sed.
Digamos también que, como Juan deseaba haber llegado a México por aquellos mismos días de septiembre, podría haber empezado a morirse en el océano o podría haberse muerto ya en una goleta gaditana y haber sido entregado su cuerpo consumido a los peces grandes y a las olas, pero podría no haber muerto ni enfermado siquiera, de tal manera que hubiera habido entonces un indómito Juan ultramarino, un cantor santo entre indígenas esquivos y buscadores de metales, un vicario que hablara la lengua de todos los dioses y de todos los nuevos mundos. Pero, ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Epígrafe
  5. Ven, hermana mía esposa
  6. Parece que vivimos en una edad de plomo
  7. No sé quién soy ni qué alma tengo