La cabeza decapitada
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La cabeza decapitada

  1. 74 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La cabeza decapitada

Descripción del libro

Perder la cabeza, literal o metafóricamente, es algo que nos sucede a los lectores y, por supuesto, a los autores. Esta decapitación se puede conjurar desde la sátira, el terror, lo fantástico y hasta lo realista, sin el temor de aproximarse de manera novedosa a temas como el suicidio y la necrofilia, o incluso a las deficiencias mentales, en el lado menos oscuro del libro.De esta antología surgen relatos que honran la esencia del absurdo, perder la cabeza para la fabricación de personajes extravagantes en medio de situaciones extraordinarias. En este contexto se desarrolla la condición fundamental del género: la finitud del cuerpo ante la inmensidad de la mente, también finita, que al darse cuenta de su naturaleza se resigna, pero alcanza a burlarse de ello. Tal vez por todo esto los cuentos pueden ser diagnosticados de insensatez, en ocasiones sin escapar de lo caótico, característica que evidencia la originalidad en las letras de Cecilia, cuyas referencias delatan ciertos temores ocultos del ser humano. No obstante, siempre existe algo de ridículo en las situaciones que causan morbo, y ella lo hace relucir gracias al humor negro.

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Información

Editorial
Arlequín
Año
2017
ISBN del libro electrónico
9786079046835
Edición
1
Categoría
Literatura


Cecilia Magaña


La cabeza decapitada


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Para Javier Rizzo,
María Antonieta Chávez
y José Luis Magaña.




Y como las mujeres de ordinario son presurosas y amigas del saber, la primera que se llegó fue una de las amigas de don Antonio, y lo que le preguntó fue:
—Dime, cabeza, ¿qué haré yo para ser muy hermosa?
Y fuele respondido:
—Sé muy honesta.
No pregunto más dijo la preguntanta.
Llegó luego la compañera y dijo:
—Querría saber, cabeza, si mi marido me quiere bien o no.
Y respondiéronle:
—Mira las obras que te hace y echarlo has de ver…
Luego llegó uno de los dos amigos de don Antonio y preguntole:
—¿Quién soy yo?
Y fuele respondido:
—Tú lo sabes.
MIGUEL DE CERVANTES


CABEZA 1. Porción del cuerpo del hombre o de los animales, situada en la parte superior o anterior, en la que están localizados algunos órganos de los sentidos, el encéfalo y, generalmente, la boca. Se entiende unas veces incluyendo el cuello y otras sin incluirlo. 2. Esa parte, excluida la cara: «Se ha dado un golpe en la cabeza». 3. Escultura, pintura o fotografía de la cabeza y el cuello o poco más. 4. Cosa o persona más importante entre otras.
Diccionario de María Moliner
Benito hacía milagros




Habían pasado
Marcelino pan y vino unos días antes. Esa sí la vi completa, pero la biografía de Benito no. Creo que me quedé en la parte cuando entra al seminario. Supongo que de ahí vino la confusión; en la cabeza de un niño las cosas tienen sentido de una manera distinta. Para nosotros se trataba de la imagen de un santo: san Benito.
«Deben de haberle cortado la cabeza, por eso lo pintaron sólo del cuello para arriba», dije, pensando en una estampita que tenía mi abuela, en la que aparecía san Pablo después de que lo decapitaran: los ojos borrados y un círculo amarillo alrededor de las canas. Aidée me miraba con la boca abierta, sacando el aire por el espacio entre la lengua y los dientes, inclinados hacia fuera como si también ellos quisieran escapársele de las encías. Me gustaba Aidée, aunque caminara torcida hacia delante, y lo poco que dijera pareciera venir de un lugar por debajo de su garganta cargada de flemas. A pesar de que mi hermano insistiera en que era mi novia: «no te hagas, te encanta esa niña y sus ojos de vaca».
Benito nos miraba fijamente desde su fondo naranja, con el pelo muy peinado. Lo habíamos descubierto gracias a Aidée. Cuando subimos a la azotea de mi edificio, el Guadalupe Victoria, señaló el cuadrado blanco rodeado de mugre en el cuarto piso y dijo: «¿gogeh edá?». A mí me urgía esconder el trapeador que le habíamos robado a Evelia en alguna de las jaulas y creí que hablaba de ella. «No te preocupes, no nos vio, pero apúrale», contesté, nervioso. No fuera a ser que la conserje terminara de barrer el patio y se diera cuenta de lo que le faltaba mientras nosotros seguíamos arriba. «E senhor», insistió Aidée. Abrí la puerta de metal y corrí a encerrar el mechudo, agitando su melena. «Conque no creías en el robachicos, niña», le dije corriendo el cerrojo que nadie usaba. Pero mi cómplice seguía en el pasillo preguntando casi a gritos: «¿gogeh edá e senhor?».
Así que nos perdimos del espectáculo de Evelia y terminamos frente al retrato en su torre de departamentos. «¿Y e duyo?», preguntó. No supe qué contestarle. Me acordé de lo que dijo mi abuela sobre san Antonio: cómo ella y sus hermanas le quitaban al niño Jesús para pedirle deseos y no se lo regresaban hasta que cumpliera. A lo mejor alguien había robado el cuadro de mi edificio. En todo caso, si nadie lo había regresado significaba que era malo para hacer favores. Decidimos revisar las otras tres torres, pero sólo encontramos marcas de polvo sobre la pared: el santo de Aidée era único.
«¡Joaquín!», escuché mi nombre estirándose por los barandales de cemento; era Evelia. Nos pegamos a la puerta del departamento ocho, haciéndonos flaquitos para que el marco nos tapara. «¡Ya los vi que se subieron! Te voy a acusar con tu mamá ahora que llegue…». Venía por las escaleras. Escuchamos el chicote de sus sandalias cada vez más cerca. «Vas a ver si no me dices dónde lo pusieron». Apreté la mano de Aidée y cerré lo ojos, imaginando al santo: «san Benito, que se vaya». Ella repitió junto a mí, a su manera, y nos escuché diciendo: «que se vaya». Como si de verdad fuéramos uno solo, nuestra voz rogó: «que se caiga». El sonido de la ese parecía el de una serpiente que subía a cada paso de Evelia. «Que se caiga, que se caiga, que se caiga». Y seguimos con la letanía, quietos, hasta que oímos el derrapón de su chancla y después los golpes, los quejidos suaves rodando hacia abajo. Aidée me soltó. Sentí la mano adolorida. Nos quedamos ahí, en silencio. Evelia se quejaba. La señora Muñoz salió de su departamento y llamó a gritos a su marido. Dijeron algo así como que el pie se le había volteado. Seguimos acurrucados en la puerta del número ocho hasta que la llevaron al hospital. El pasillo fue oscureciendo y al llegar la hora de que las luces se prendieran, el foco sobre nosotros zumbó sin encenderse.


Abrí la puerta despacio, casi sin hacer ruido. Tuve miedo de encontrarme a mamá sentada en la sala: el teléfono en la mano, llamando al portero del condominio. Pero sólo estaba Josué, iluminado por las luces amarillas en la tele. «¿Dónde andabas?», dijo sin soltar la palanca. «Habló mamá, que va a llegar tarde. Que tiene junta en el Sanborns enfrente de la oficina… Le dije que ya estabas aquí». Giró la silla para verme. «Y tú no le vas a contar que estuve jugando». Levantó las cejas, esperando que le respondiera. «Okey». Sonrió...

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  1. La cabeza decapitada