La época de las pasiones tristes
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La época de las pasiones tristes

De como este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor

François Dubet, Horacio Pons

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La época de las pasiones tristes

De como este mundo desigual lleva a la frustración y el resentimiento, y desalienta la lucha por una sociedad mejor

François Dubet, Horacio Pons

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Vivimos en un tiempo de pasiones tristes. Emociones como la ira, la indignación y el resentimiento atraviesan las redes sociales y la opinión de los panelistas televisivos. Ese enojo toma la forma de la denuncia o la catarsis por un orden que se siente injusto, y suele encarnizarse con los que reciben asistencia del Estado (¡todos inútiles!) pero también con los políticos y las élites (¡todos corruptos!).Acá y allá, un lenguaje paranoico acusa a los pobres, los inmigrantes y los desempleados por no esforzarse lo suficiente, a las finanzas por hacer negocios a costa de las economías nacionales y a estas por no abrirse a la globalización, a los gobiernos por desmantelar las políticas sociales o, al contrario, por abusar de ellas demagógicamente. Cada uno tiene razones para sentirse abandonado, amenazado, y para sospechar que el otro–cualquier otro– recibe ventajas indebidas.Lejos de interpretar esto en clave de patología personal, François Dubet aspira a comprender el papel de las desigualdades sociales en el despliegue de esas pasiones tristes.Si antes las grandes diferencias de clase nos permitían pensar nuestro lugar en el mundo (patrones y obreros, empresarios y trabajadores) y sostener luchas políticas o sindicales que suponían dirimir conflictos y negociaciones, hoy las desigualdades se diversifican y se individualizan, transformando profundamente la experiencia que tenemos de ellas y desdibujando los adversarios y las verdaderas causas de los problemas. Sin embargo, no se trata de impugnar la indignación sino de ver cómo puede encauzarse colectivamente para que no termine alimentando salidas autoritarias.Contra el microclima de linchamiento y violencia, y profundizando una línea sostenida de intervención en la discusión pública, Dubet nos alerta sabiamente sobre la necesidad imperiosa de relanzar la oferta política progresista para transformar la ira en estrategias de cambio social.

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Información

Año
2020
ISBN
9789878010106
1. El fin de la sociedad de clases
Es indispensable medir las desigualdades y denunciar aquellas que chocan con nuestros principios de justicia y amenazan la cohesión social, el sentimiento de vivir en una misma sociedad. Por regla general, la crítica de las desigualdades se concentra en las más “obscenas”, que oponen el 1 o el 0,1% de los más ricos al resto, o bien que marcan una separación entre los más pobres y el resto de la sociedad. Desde el punto de vista de la moral, las políticas económicas y la supervivencia del planeta, son decisivas las grandes desigualdades y la concentración de la riqueza, en la medida en que rigen las estrategias de las empresas muy grandes y eluden a los Estados. Desde el punto de vista sociológico y político, el conjunto de las desigualdades y su naturaleza importan mucho más.
En efecto, las grandes desigualdades no deben hacer olvidar las “pequeñas”, las que resultan importantes para los individuos que se cruzan o se evitan en el flujo banal de la vida social, en el trabajo, en la escuela, en la calle y en los transportes. Nos sentimos legítimamente escandalizados por las fortunas de Bernard Arnault o Bill Gates, pero es probable que esas desigualdades parezcan abstractas por su propia magnitud y nos irriten menos que aquellas que nos distinguen de nuestros colegas mejor pagos por igual trabajo, de los residentes de un barrio “demasiado chic” o de los trabajadores protegidos por algunos “privilegios”: todas esas “pequeñas” desigualdades que experimentamos directamente y que irrigan nuestras relaciones sociales.
En este caso, la amplitud de las desigualdades tiene menos importancia que su carácter, la manera en que nos llevan a definirnos y a definir al prójimo, la incubación o formación de la sensación de injusticia, las estrategias desplegadas para combatirlas y a menudo para defenderlas. En efecto, si las grandes desigualdades se combaten, las “pequeñas” se defienden de mejor grado, sobre todo cuando nos favorecen.
De los estamentos a las clases sociales
Hay que mencionar el régimen estamental y las castas porque en el seno de nuestra modernidad subsisten sus huellas. En ese régimen de desigualdades, las diversas posiciones sociales se atribuyen a los individuos en el momento de nacer y de manera definitiva. Se nace campesino o noble, como se nace libre o esclavo. Salvo que uno se convierta en sacerdote o compre un título de nobleza, la filiación dicta un destino totalmente programado.
En ese sistema, no solo son desiguales las posiciones sociales, también lo son (y fundamentalmente) los individuos que las ocupan. Estos no tienen la misma “naturaleza”, la misma “sangre”, la misma dignidad ni el mismo valor. Ese régimen de desigualdades es de carácter “holista”, ya que la posición ocupada en los estamentos y las castas rige por completo las conductas de los individuos: estos no eligen su trabajo, sus alianzas matrimoniales ni sus maneras de vestir y creer.[5] La sociedad decide por ellos.
Dado que los estamentos y las castas separan a individuos a quienes se considera ontológicamente desiguales, dentro de su marco los conflictos sociales siempre tienen una dimensión religiosa, ya que ponen en entredicho un orden querido por Dios. Son un desorden o la respuesta a un desorden. Para que la burguesía medieval rompiera el orden de las castas, hizo falta que la teología le hiciese un lugar en el cielo, que inventara el purgatorio, y luego, que la teología protestante inventara el ascetismo intramundano y la predestinación. La creación de una subcasta, como la de los indios de la América hispana reducidos a la esclavitud, fue una cuestión tanto teológica como económica: había que justificar esa esclavitud.
El régimen de castas y estamentos sufrió un proceso de erosión a causa del ascenso gradual de las burguesías urbanas, el poderío del Estado, la ruina de las pequeñas noblezas, el desmoronamiento de las comunidades tradicionales. Por último, las revoluciones del Iluminismo hicieron que las sociedades del Antiguo Régimen sufrieran un vuelco radical y tendieran a transformarse en sociedades compuestas por individuos iguales. Sin embargo, más de dos siglos después de las revoluciones democráticas que destruyeron los marcos jurídicos y religiosos del régimen estamental, aún subsisten pesadas herencias de este.
Las leyes Jim Crow[6] recuerdan que los Estados Unidos, después de la abolición de la esclavitud, preservaron durante mucho tiempo un sistema de castas y de segregación de “razas”. Desde ese punto de vista, puede considerarse que el racismo biológico no es solo una invención de la Inquisición española, empeñada en desenmascarar a los judíos o “criptojudíos” que “pasaban por” conversos: es un producto de la modernidad, porque en ella la naturaleza es la única que puede reemplazar el nada igualitario orden querido por Dios. A pesar de la abolición del régimen estamental, también las mujeres quedaron asignadas a la naturaleza y la reproducción, mientras que los hombres se consagraban a la producción y la razón: ellas no accedían a todos los derechos universales –en especial, a la ciudadanía– ni a los estudios y las profesiones reservados a los hombres. En cuanto a los colonizados, se los encerró en el estatus de subcasta, aunque la colonización se haya efectuado en nombre de los valores universales de la libertad y la igualdad.
Como demuestra Philippe d’Iribarne, ni siquiera la Revolución de 1789 abolió por completo las barreras del rango y el honor; más que borrarla, democratizó la “lógica del honor”.[7] El miedo a la impureza, al mal casamiento, a la corrupción infligida por los subalternos no desapareció en las sociedades democráticas, que pese a todo proclaman la igualdad como pináculo de sus valores.
Aún hoy, muchas de las desigualdades que abordamos en términos de discriminaciones y estereotipos pueden comprenderse como las “supervivencias” de una sociedad de estamentos y castas. Si bien esta ya no tiene marco legal, la prohibición de franquear las barreras subsiste más de lo que podría creerse. En “Un corazón sencillo” de Flaubert, Félicité, después de haber criado y amado a los hijos de la familia, queda a la deriva en su destino de criada inútil. Jamás será de la familia, tampoco lo será Louise en Canción dulce de Leïla Slimani, un siglo y medio después.
En términos generales, no basta con trabajar juntos para comer en la misma mesa en el comedor, tomar una copa juntos, verse por fuera de la oficina y el taller. Las barreras invisibles del origen social y cultural, el color de la piel, el sexo y el nivel educativo funcionan como fronteras, a veces infranqueables.
El régimen de clases
A pesar de todo, las revoluciones democráticas e industriales inauguraron un nuevo régimen de desigualdades, el de las clases sociales, nacido del encuentro de dos grandes revoluciones. La “providencia democrática” instaura la igualdad y la libertad de todos. La abolición de las barreras estamentales hace que los individuos ya no tengan impedimentos para cambiar de posición en la escala de las desigualdades, el prestigio y el poder. Pero si la destrucción del régimen estamental redunda en una sociedad integrada por individuos libres e iguales, una sociedad fundada sobre la voluntad general y el contrato –no sobre la tradición y lo sagrado–, esa revolución es ante todo política. No inaugura por sí sola un nuevo régimen de desigualdades. Sigue habiendo ricos y pobres, rentistas y trabajadores, campesinos, artesanos, comerciantes y burgueses, propietarios y proletarios, pero no es aún una sociedad de clases.
Para eso, hace falta que, en el marco democrático, se instale un nuevo tipo de economía, un nuevo modo de producción: el de la Revolución Industrial. El régimen de clases sociales se construye en torno a la formación de la clase obrera miserable y el surgimiento de una clase de industriales capitalistas. Como ya nadie se define esencialmente por su nacimiento y su rango, la posición en la división del trabajo se torna central. Y es aún más esencial porque las desigualdades siguen siendo extremadamente fuertes, a la vez que se despliegan en un marco político y moral que afirma la igualdad de todos.
Está claro que, en el apogeo del desarrollo industrial en Europa Occidental, la mayoría de la población no pertenece ni a la clase obrera ni a la de los capitalistas. Si bien Marx destacaba el preeminente e ineluctable enfrentamiento entre proletarios y capitalistas, no dejaba de enumerar una docena de clases en Las luchas de clases en Francia. Más adelante, Max Weber trazaría una distinción entre las clases, definidas por las relaciones de producción, y los grupos, definidos por el poder y el prestigio; pero, a su juicio, el régimen de clases sería el de las sociedades industriales.
Este régimen de desigualdades es moderno en más de un concepto. En él las posiciones sociales se definen por el trabajo, la creatividad humana, y no por la tradición y el orden teológico-político. También es moderno porque, si bien las desigualdades de clases chocan con el principio democrático de la igualdad de los individuos, no se eliminan. Se las impugna en nombre de la igualdad democrática. Las clases sociales nacen pues del encuentro contradictorio entre la igualdad democrática y la división del trabajo capitalista. Más aún, son la expresión del conflicto entre esas dos dimensiones. Por este motivo, el régimen de clases va más allá de las fábricas y las grandes concentraciones industriales.
Las clases sociales se convierten en “hechos sociales totales”, un “concepto total”, como decía Raymond Aron. El régimen de clases es una manera de leer las desigualdades sociales, porque la sumatoria de las clases da un conjunto. Las posiciones en las relaciones de producción determinan los ingresos, los modos de vida, las relaciones con la cultura, las representaciones de la vida social y la oposición entre “nosotros” y “ellos”. En ese sentido, no hay clases sin conciencia de clase, sin la articulación de una entidad para sí y una oposición a la clase dominante.
El postulado de una sobredeterminación de las actitudes, las conductas y las representaciones por la posición de clase adquiere una consistencia tal que, durante un largo período, los sociólogos procurarían poner en relación posiciones sociales objetivas con actitudes subjetivas, a fin de “verificar” la existencia de las clases sociales. En Francia, esta manera de comprender las desigualdades se encarnó en Pierre Bourdieu, para quien el capital económico determina “en última instancia” las otras formas de capital.
Combates por la igualdad
El régimen de clases parece aún más robusto porque terminó por estructurar la representación política. Tras la oposición entre conservadores y liberales, clericales y modernos, monárquicos y republicanos, todos ellos definidos por su relación con el Antiguo Régimen, la representación política se construyó alrededor de los conflictos de clase, alrededor de la oposición entre los representantes de los trabajadores y los de la burguesía. En todas partes se establecieron izquierdas y derechas que supuestamente representaban clases, sus intereses y su visión del mundo.[8] En todas partes, parecía que los obreros y sus aliados votaban a la izquierda y que la burguesía y sus aliados votaban a la derecha.
En la sociedad industrial, el régimen de clases sociales tuvo su expresión en movimientos sociales y sindicatos orientados hacia un modelo de justicia social que apuntaba a reducir las desigualdades entre las posiciones sociales, por medio de los derechos sociales, el Estado de bienestar, los servicios públicos y las transferencias sociales. Ese modelo de justicia invitaba menos a desarrollar la movilidad social en nombre de la igualdad de oportunidades que a reducir las desigualdades entre las posiciones sociales y entre los lugares ocupados por los individuos en la división del trabajo.[9]
Si la movilidad social se desarrollaba, era porque la igualdad social ganaba terreno, pero la movilidad no era el primer objetivo de la justicia. El combate por la igualdad social era legítimo porque se tenía a los individuos por fundamentalmente iguales, pero también porque la sociedad debía devolver a los trabajadores una parte de las riquezas producidas, de las que la explotación capitalista los había despojado.
Los derechos sociales fueron ante todo los de los trabajadores y sus familias, protegidos contra los efectos de la enfermedad y el desempleo, y que, en nombre de su trabajo, conquistaban un derecho a la salud, el descanso y la jubilación. En la sociedad salarial, los derechos de los trabajadores se convirtieron progresivamente en derechos sociales universales.[10] Gracias a la acción de los partidos y sindicatos, y bajo el efecto de las huelgas y movilizaciones, las desigualdades se redujeron de manera notoria, sobre todo cuando el crecimiento permitió transferir riquezas hacia los trabajadores y los más pobres, sin que la situación de los ricos se degradara. En definitiva, en el siglo XX las desigualdades sociales se redujeron porque eran ante todo desigualdades de clase.
Tanto más allá de la tradición marxista, la lectura de las desigualdades sociales en términos de clase terminó por imponerse. ¿Cuáles eran las dimensiones de clase del Estado, la educación, la cultura, los esparcimientos, el consumo? No era cuestión de solo trazar una correlación entre posiciones de clase, prácticas y representaciones colectivas, sino de mostrar cómo contribuían esas prácticas (y las instituciones) a la formación y la reproducción de un orden que desbordaba con mucho las fábricas y los consejos de administración.
Cuando este tipo de análisis predominaba en Francia, en las décadas de 1960 y 1970, las clases sociales funcionaban como un explicandum y un explicans, a la vez aquello que hay que explicar y lo que explica lo que hay que explicar: las clases explican las conductas y las conciencias de clase que, a su vez, explican las clases. El influjo de esta representación era tan poderoso que las otras desigualdades quedaban en un segundo plano y terminaban incluso por desaparecer en beneficio exclusivo de la desigualdad que importaba, la desigualdad de clase. Los migrantes se veían menos como desarraigados discriminados que como trabajadores superexplotados; las desigualdades impuestas a las mujeres eran las de las trabajadoras y las esposas de trabajadores, y parecía darse por descontado que su igualdad p...

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