Amar y trabajar
El hotel es un edificio de los años sesenta, blanco y alargado, en forma de ele. De apenas dos plantas, se yergue solitario en el extremo de un cabo, casi al borde de un acantilado. Oscurece. La luz se pierde en el horizonte, pero desde la terraza de la habitación aún se ve la fortaleza de Sagres, parece que flotase en el mar, como un barco encallado. El silbido del viento se mezcla con el batir de las olas. Daniel extiende las toallas húmedas en la mesa de la terraza. Coloca las zapatillas encima para que el viento no las voltee, pero las toallas se inflaman en cuanto Daniel se da la vuelta y poco después se precipitan al suelo sin remedio. Daniel se da por vencido y regresa al cuarto.
La habitación es amplia, con una cama de dos metros y otra supletoria para Leo. De las mesitas de noche crecen dos lámparas con forma de seta. Enfrente de la cama, dos sillones y un escritorio antiguo de imitación. El armario empotrado los separa del baño, lo único que les disgusta del cuarto. Es grande, cómodo y está limpio, pero apesta a desagüe y en cuanto se olvidan de cerrar la puerta emanan unos efluvios asfixiantes. Daniel se ha quejado en recepción.
–Es por culpa del viento, remueve las cañerías –le explica en un perfecto castellano un chico joven, de unos veintitantos años.
–¿Y no podríamos cambiar de habitación?
–Lamento decirle que en todas ocurre lo mismo, aseguraría que en todo Sagres.
La respuesta no le convence, tampoco a Silvia, pero solo van a estar una semana y no desean arruinar su estancia. Para evitar que el olor se filtre en la habitación, Daniel y Silvia intentan que la puerta del baño esté siempre cerrada. Leo desbarata sus planes.
Silvia les espera abajo, en el salón. Leo se demora en la ducha y su padre le apremia, le recuerda que no debe malgastar el agua, pero el niño es inmune a la reprimenda. Leo se pasea desnudo por la habitación, salta encima de la cama, lanza unos cuantos aullidos y regresa al baño mientras el vapor tóxico inunda el cuarto. Con cara de asco, Daniel se precipita al balcón y desliza la puerta con vehemencia. Silvia le ha dejado la ropa al niño en una silla, unas bermudas azules de caña estrecha y una blusa blanca. Leo se viste en varias secuencias. Primero se coloca el calzoncillo, regresa a la cama a ejercitar unos saltos, su padre le riñe y consigue que se ponga la camisa. Una amenaza más y el niño termina de vestirse. Daniel aún debe coger la chaqueta y le pide que le espere, pero Leo abre la puerta y huye en busca de su madre. Recorre el pasillo, la interminable ele del hotel, y desaparece. Poco después es Daniel quien camina por la moqueta verde, con unos pantalones de lino y una camisa azul claro de manga larga, la chaqueta al hombro ensartada en la mano derecha. Un ventanal recorre uno de los lados del salón y lo separa de la piscina del hotel, vacía a estas horas. La luz de las farolas marca el pequeño oleaje color argenta. El viento doblega las palmeras.
Silvia está sentada en un sofá beis de cuero, lee una revista inglesa de decoración. El vestido negro, del mismo color que el pelo, resalta su tez blanquecina, casi nacarada. Alérgica al sol, odia la playa y ha preferido quedarse a cubierto en la piscina del hotel, bajo una sombrilla. Tiene la misma edad que Daniel. Salvo las tímidas patas de gallo que asoman en las sienes, la cara es aún tersa. La mirada es triste y melancólica, siempre lo fue. Cuando se conocieron, en la universidad, a Daniel le gustaba ese aire de derrota y abatimiento. Ahora no. Necesita rodearse de gente vital y alegre, personas que desprendan energía y le infundan ánimo, a ser posible, mujeres. Daniel besa a Silvia en los labios y ella le sonríe con timidez, como si después de tanto tiempo juntos aún le avergonzara que la besen en público.
–¿Y Leo?
–Imagínatelo –dice Silvia, y señala un cuarto contiguo.
–¿Viendo la tele?
Daniel se acerca al cuarto y lo ve sentado, junto a otros niños, frente a una pantalla, absorto con los dibujos animados. Leo ni siquiera se da cuenta de la presencia de su padre. Daniel pide una cerveza en la barra y recorre el salón. Curiosea. Ocupa un sofá próximo al de su mujer y toma uno de los periódicos que languidecen en las mesas de centro. Los recortes en Portugal monopolizan la portada del periódico y Daniel pasa las páginas rápidamente hasta la sección de cultura. Hastiado de la crisis, necesita aislarse unos días de las malas noticias, mantener la mente en blanco. Y eso que Daniel no se puede quejar. Se siente un privilegiado. Profesor de Filosofía del Derecho en la universidad, conserva unas buenas condiciones laborales a pesar de los recortes. La merma de su nómina la compensa el salario de su mujer. Abogada laboralista en una prestigiosa consultora, con la crisis tiene más tarea y más ingresos que nunca. Se ha especializado en la gestión de expedientes de regulación de empleo.
–¿Cenamos? Tengo hambre.
A Daniel le sorprende la mano de Silvia en su pelo, hace tiempo que no se acarician.
–Voy a buscar a Leo –se ofrece Daniel.
El restaurante es rústico, sin pretensiones, alicatado por un océano de baldosas. Las mesas y las sillas son de madera desbastada. Robustas columnas blancas dividen el espacio en secciones que aportan una cierta intimidad. La luz pálida que derraman los focos cae sobre los comensales, los envuelve en un ambiente tristón. Más de la mitad de las mesas están libres y en las ocupadas abundan los jubilados británicos y franceses. Ningún niño, salvo Leo.
–Quizás venga alguna familia en los próximos días –se consuela Silvia, el gesto mohíno.
–Esperemos –dice Daniel, antes de dar un sorbo a la cerveza que le acaba de traer la camarera.
–¿Ya saben lo que van a tomar?
–Para el niño el menú infantil.
Los mayores optan por el pescado. La cena transcurre en un silencio entre anodino y espeso, quebrado solo por alguna reconvención a Leo, comentarios sobre las bondades de la comida portuguesa, la hospitalidad del país, su educación. Las mismas conversaciones de siempre, aunque los escenarios sean distintos. Todo habría transcurrido igual que otros veranos, sin mayor trascendencia, si ella no hubiera lanzado una granada verbal que estalla en los postres que acaban de traerles.
–Voy a dejar el trabajo –suelta Silvia, con los labios temblorosos, como el flan con gelatina que ya engulle Leo.
–No creo que sea el momento de hablar de eso. Hemos venido aquí a disfrutar.
–Ya he tomado una decisión.
–Tendrá que ser consensuada, ¿no?
Daniel trata de decírselo en un tono amable, pero suena a regañina.
–Estoy harta de perder mi tiempo en esa empresa, de la rutina de siempre, no es lo que quería cuando empecé, ya lo sabes.
Silvia lleva diez años en Pereira&Co. Gestiona expedientes de regulación de empleo. Despacha directamente con el jefe, Pablo Pereira, pero sus reiteradas peticiones para que la trasladen a otras áreas más amables caen siempre en saco roto. Su eficacia la ha convertido en una presa.
–¿Puedo irme ya? ¿Puedo ir al salón a ver la tele? –interviene Leo, mira con equidistancia a su padre y a su madre.
–Pero no te muevas de allí –le advierte Daniel.
–Necesito un cambio –dice Silvia, cuando el niño se marcha.
–Piénsalo bien antes de hacer nada. No es un buen momento. Quietecito, quietecito que me quede como estoy.
–Tú siempre tan conformista.
–Realista, más bien.
–A realista no me gana nadie, lo sabes de sobra. Pero no quiero pudrirme en esa empresa. Reconozco que ha sido una experiencia positiva en muchos aspectos, he ganado dinero y he aprendido mucho. No me arrepiento, pero se acabó. Basta.
–Solo digo que esperes un poco.
–Un poco. ¿Cuánto? Si no lo hago ahora, quizás luego sea demasiado tarde. Seré vieja. Es mejor arrepentirse de lo que uno ha hecho que de lo que ha dejado de hacer.
–Tienes cuarenta años, por dios, no es el fin del mundo.
Silvia esboza una risa amarga.
–Para el mercado laboral estás muerto a partir de los treinta. Y eso quien consigue un curro y no se va directamente al paro después de acabar la carrera. Sé de lo que hablo. Mi trabajo consiste en despedir a la gente, ¿no lo sabías? Parece mentira que no me apoyes, tanto que escribes sobre la bondad y la compasión y todo ese rollo.
–Sé que tu trabajo es difícil y claro que te apoyo. Siempre lo he hecho, ¿no? Pero ahora las cosas están mal, muy mal, y hay que pensarlo mucho antes de dar un paso así. Intento evitar que te estrelles. No solo es una decisión tuya. También estamos Leo y yo, ¿o no contamos?
–Leo y tú. Si fuera por ti viviríamos en Usera.
–Oye, tengo mi salario de profesor, una profesión muy digna. No creo que tú puedas decir lo mismo.
–¿Ves? –dice indignada–. Es lo que piensas realmente de mí. Confiésalo. Detestas mi trabajo, te parece sucio, pero te encanta el dinero que gano.
–Perdona, no quería decir eso. Ya no sé ni lo que digo.
–Pues deberías tener más cuidado con las palabras. Es que últimamente estoy muy triste.
–Siempre has sido melancólica, no es ninguna novedad. Y nosotros no pasamos por nuestro mejor momento. No es culpa de nadie.
–Al margen de nosotros, de mi tendencia a la melancolía. ¿Sabes por qué estoy así?
–No te gusta tu trabajo.
–Noooo. Me encanta mi trabajo, me gusta la abogacía, pero no me gusta en lo que me he convertido.
–Tú no haces las leyes, deja de sentirte culpable.
–La culpa, la culpa, solo hablas de la culpa.
–Por supuesto que hablo de la culpa. Asumamos la responsabilidad que tenemos, pero nada más. Dejemos de echarnos cargas innecesarias sobre nuestra espalda. Silvia, no podemos controlar el mundo.
–De acuerdo, no podemos controlar e...