La ley del cuerno
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La ley del cuerno

Siete formas de morir con el narco mexicano

Juan Villoro, Pablo Ordaz, Edgar David Balderrama Piñón, Alejandro Almazán, Diego Enrique Orsorno, Óscar Martínez, Marcela Turati

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Siete formas de morir con el narco mexicano

Juan Villoro, Pablo Ordaz, Edgar David Balderrama Piñón, Alejandro Almazán, Diego Enrique Orsorno, Óscar Martínez, Marcela Turati

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La guerra contra el narcotráfico que se libra en México es un fenómeno infinitamente más complejo al que solo podremos aproximarnos cuando logremos rebasar las imágenes y los titulares que el "rating" demanda. Por ello, se reúnen en este volumen los trabajos de siete periodistas que han investigado el tema en profundidad, que han reflexionado sobre él y que han recorrido el campo de batalla para conocer de primera mano las historias de aquellas personas que, por voluntad o forzosamente, protagonizan este conflicto.Los textos han sido seleccionados con la intención de ofrecer al lector una visión estereoscópica. Cada uno de ellos aborda el asunto desde una perspectiva diferente. En "La alfombra roja, el imperio del narcoterrorismo" Juan Villoro reflexiona sobre el germen del problema: la oscuridad de la política mexicana y la impunidad. Pablo Ordaz, en "La muerte imparable", sale a patrullar las calles de Ciudad Juárez con un comando de la Policía Federal; Edgar D. Piñón Balderrama, en "Mi vida con el narco", nos cuenta cómo es ser periodista cuando el cártel de Juárez llama a tu móvil. Alejandro Almazán escribe la crónica "Las chicas Kaláshnikov", la vida de dos asesinas a sueldo contratadas por los cárteles. En "Los faraones", Diego E. Osorno cuenta cómo los narcos mexicanos llevan su opulencia característica al cementerio; Óscar Martínez nos entrega "Nosotros somos Los Zetas", una crónica sobre el cártel al que se le atribuye el secuestro y la matanza de cientos de inmigrantes; por último, Marcela Turati documenta el drama de las fosas comunes en "Descomposición nacional".

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Información

Año
2016
ISBN
9788416687398

Chicas Kalashnikov[17]
Por Alejandro Almazán

Uno

Nos han dejado solos en el patio de la prisión, y lo primero que le pregunto a Yaretzi es cuánto cobraría por matarme. Ella me mira como se mira al muerto que no es de nadie, con el rostro impasible, de retablo, y luego, con ese aire de femme fatal que a cualquiera doblegaría, dice: «Vales lo mismo que toda la demás gente, nada». Parece que la chica goza herir con saña, pero aunque su voz sea suave tiene mucha autoridad. Hace unos siete años, cuando Yaretzi cumplió los dieciocho, adquirió cierta habilidad en una escuela militar: matar con pistola. Esas manos talentosas la llevaron a conocer al narco del pueblo. Un narco que, como Dios manda, recluta a quien tenga el valor suficiente para jalar un gatillo y la imperiosa necesidad de ganarse unos dólares. Él le enseñó otros trucos, como torturar, disparar ráfagas de coche a coche, secuestrar y desaparecer a las personas. Yaretzi iría por su muertito veintiséis, pero los guachos la arrestaron por traer dos cuernos de chivo[18] en bandolera. Por eso estamos en el patio de esta cárcel, de cuya ubicación no debo acordarme.
Esta chica de estatura corta y moral alta empezó a matar al por mayor cuando se rompió el estricto orden que había alrededor de la muerte. Porque, al menos aquí en Chihuahua, la muerte llegó a tener sentido antes de que Vicente Carrillo[19] se uniera a los Zetas para acabar con el Chapo Guzmán. Antes, a uno le estallaban los sesos por perder un cargamento, por chivato o por no entender que la traición y el contrabando son cosas incompartidas. La colega que me ha acompañado a la prisión dice que aquellos sí fueron buenos tiempos. Hoy, como más tarde me lo hará saber Yaretzi, ya no importan nombres ni razones. «Los que sicariamos no necesitamos motivos», dirá y se echará para atrás esa cabellera negra y limpia que no perdona al viento. Matar por capricho, pensaré cuando esta artista de la muerte se marche a su celda, se ha vuelto el verbo favorito del México contemporáneo y la vida únicamente es el complemento para conseguirlo.
Pero eso sucederá hasta el final.
Por lo pronto, les cuento que Yaretzi llegó al patio de la prisión conducida por una custodia que se sentía más grande que las tinieblas. «Solo quiero saber cómo funciona tu mundo», le dije a Yaretzi, y ella entendió que el tipo que tenía enfrente no había venido a visitarla para resolver los asesinatos. Aceptó y luego pidió una sola cosa, como si buscara la redención: «Debes escribir que creo en Dios y que estoy arrepentida». Así será. Pero primero hay que empezar cuando ella trabajaba para el Diablo.

Dos

Pon que me llamo Yaretzi, como mi amá. A ver si cuando lea la nota viene a visitarme la cabrona. Seguro les ha de estar diciendo a mis dos hijos que su madre, además de andar de puta, sicarea. Pero, te decía: los sicarios no nacemos, nos hacemos. Yo me hice en la escuela militar. ¡En serio! Salí de ahí con el corazón hecho piedra, odiando a toda la gente. Bien raro. Como que en esas escuelas te enseñan a no querer a nadie. Y como yo nunca fui de las que se quedaban en su casa, anduve en las calles y ahí encontré a mi patrón. Le sigo diciendo así, aunque ya lo mataron. Él me bautizó a la niña y, ya luego, me hizo al chamaco. Pinche abusón. Lo levantaron como al mes que tuve a Brandon. Según a la esposa le dijeron que lo pozoliaron[20] vivo allá en Ciudad Cuauhtémoc. Yo por eso, si un día me levantan, espero ya estar muerta antes de que me torturen o me corten la cabeza. No quiero verles la cara a esos perros porque soy capaz de buscarlos en el infierno. Pero, te decía: yo no entré a este jale porque hayan matado a mi patrón. No. Fue por dinero. Los hombres sicarean por diversión, porque les divierte matar, les da un no sé qué que los hace sentir la cagada más grande. A la bestia. Las mujeres entramos por dinero. Al menos lo mío fue así. Eso de que andamos en este jale por amor es una mamada. Y te decía: yo empecé a los veinte años. Al principio trapiaba, limpiaba vómito y sangre. Luego fui mandadera y de ahí pasé a cóndor –el que ubica a los contras–. Después fui lince –el que levanta y tortura– y de ahí me pusieron a sicariar. Así estuvo el rollo, bato. Desde entonces me puse a matar.
Más tarde, cuando regrese al hotel, leeré al escritor Paul Medrano:
«La diferencia entre el hombre que mata y el que no se atreve es mínima, imperceptible. Porque en esencia todos llevamos el espíritu criminal adentro, escondido a fuerza de educación, amistad y un amorfo sentimiento de justicia. Mas en ocasiones se vuelve incontenible y se libera de su enclenque encierro para regresarse por todas las venas. Caliente y sublime. Eso es lo que da valor para jalar el gatillo. Esa es la diferencia.»

Tres

Apenas ayer por la noche, en un restaurante de Ciudad Juárez, la Güera quiso ser mi Marco Polo en el mundo del sicariato de lápiz labial. Llegó haciendo ruido con sus tacones como si hubiese querido dejar huella. La mujer era tan guapa que inspiraba pensamientos indebidos. Tal vez sea cierta su leyenda: los hombres nacieron para adorarla. Olía, vestía y desparramaba Ed Hardy como toda chica edhardyzada. «Soy la Güera, la sicaria», se presentó con ínfulas de Camelia la Texana, y yo le creí a esta hembra de corazón porque sus uñas, largas y brillantes, eran una especie de navajas suizas.
Amado Carrillo, el Tony Soprano de Chihuahua y virtuoso de la muerte, tuvo un caballo al que llamó Silencio, y eso era lo que la Güera menos guardaba. Blofeaba. Decía que dormía con un Kaláshnikov debajo de su almohada y llegó a contar una estrafalaria historia solo para remachar que los días de matar le sabían ya a aceite quemado. No porque le desagradara ser pistolera, pero como ocurre con la cerveza, después de mucha, fastidia.
En el tren de confesiones, sin embargo, la Güera aceptó que en los últimos veinte minutos se había inventado una vida. Su trabajo en el cártel era otro, no menos arriesgado: coquetearles a los narcos rivales; saber todo de ellos, nunca contar nada sobre ella y entregarlos al jefe para que les arrancara los dedos, les cortara los testículos y les agujereara la cabeza.
Algunos narquillos que han sido arrestados han dicho que estas modernas Mataharis salieron de los huevos de la Línea, esos pistoleros del cártel de Juárez que han estado usando la estrategia más vieja para conservar la plaza: matar a los contras. Hoy se sabe que el cártel de Sinaloa tampoco ha dejado fuera a las mujeres de su plan empresarial. Los narcos de esta última década han entendido que hay mucha gente por matar y necesitan manos que estén dispuestas.
Los Artistas Asesinos, los Aztecas, los Mexicles, la Güera y tantos más de sangre fría son parte de esa mano de obra barata. A la Güera, a diferencia de estas tres bandas, no le gusta decir para qué cártel trabaja. Al principio, por el desprecio con que llegó a referirse al Chapo Guzmán, pensé que su santo patrono era Vicente Carrillo. Pero a Vicente también maldijo y pidió a la Santa Muerte que el Chapo, su paisano, conquistara este país de muertos.
Con quien sea para quien trabaje, la Güera ha puesto su gotita de sangre para que 29 por ciento de las ejecuciones en México sucedan en este estado. Podría decirse que esta linda chica ha enrojecido lo suficiente al río Bravo para que la diabetes, la vieja líder, haya sido superada por el asesinato como causa principal de muerte en Chihuahua.
La Güera, por ejemplo, entregó al cártel a un policía que en la cama solía prometerle amor infinito. A otro, un narcomenudista, le soportó golpes y el sexo más salvaje, todo para llevarlo a una casa de seguridad donde lo torturaron hasta que lo decapitaron con una motosierra. También tuvo que flirtear con un gordo de aliento insecticida que lavaba dinero para los rivales. «A ese lo pozoliaron», dijo la Güera con una indiferencia de reptil, y yo imaginé al tipo metido de cabeza en un tambo con ácido, pataleando.
–¿Y a poco no sueñas con toda esa gente que has entregado al matadero? –le pregunté, y ella tamborileó las uñas sobre la mesa.
–Si lo hiciera, me tragaría el remordimiento –contestó y soltó una sonrisa con la que hubiese sido capaz de sentar al Chapo y a Vicente Carrillo para hacer las paces–. No me estoy riendo de ti –advirtió con suavidad–, es que orita me acordé de un hijo de la chingada.
Ese hijo de la chingada que le alebrestaba las entrañas era un matoncillo que, al parecer, no quería ni a su madre. Todo el día andaba hasta las cejas de cocaína y mataba a la misma velocidad con la que hablaba. Se vendió al otro cártel y, para comprarse vida, se fue a esconder a una ranchería de Parral. Allá lo encontró la Güera, en una cantina. «Me costó trabajo entregarlo porque el bato[21] siempre andaba armado y escoltado», me dijo la Güera. «Tuve que acostarme con él todo un pinche mes», reprochó, y después contó que al tipo lo descuartizaron y que a dos de sus escoltas los quemaron. «A esos, lueguito que los levantaron, les echaron gasolina y los prendieron vivos».
Debo confesar que todavía sigo sin entender qué parte de este crimen llevó a la Güera a sonreír.

Cuatro

a) Marta se pincha las venas y muchas voces brillantes le hablan todo el tiempo. En uno de esos delirios, escucha: en este país puedes matar a quien quieras, al cabo no pasa nada; anda, agarra e...

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