Lo verdadero es el miedo
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Lo verdadero es el miedo

  1. 173 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Lo verdadero es el miedo

Descripción del libro

Escritos en primera o tercera persona, según la necesidad narrativa de cada uno, Pepa Antón —que también es pintora— dibuja en estos 17 relatos la vida de una mujer: la niña que es educada en el terror al pecado y al infierno en un colegio de monjas; la joven destinada a ser esposa y madre; los años de lucha en la última etapa del franquismo; el miedo al desamor, a la soledad, al sufrimiento de los hijos. Y también la amistad, la complicidad entre mujeres... Una aguda e inteligente mirada sobre el destino de las mujeres nacidas en la España de la segunda mitad del siglo XX, el de cientos, miles de mujeres, cuyas vidas, emociones y vivencias aparecen aquí contadas. Esta es la historia de muchas de ellas.

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Información

Año
2016
ISBN del libro electrónico
9788494528194
Categoría
Literatura

FUGA

Aún era demasiado temprano. Echó una ojeada a su alrededor. La cama revuelta, la pila de libros en el suelo con las gafas encima, el vaso de agua y las pastillas, el montón de ropa tirado sobre la butaca. Recordó el armario de cuando era niña, un traje para los domingos y el uniforme del colegio. Mirando al techo le volvió el sentimiento del día anterior. Reconoció lo resbaladizo de la pendiente y se dijo: hala, arriba, vamos a ponernos en marcha.
En la cocina calentó en el microondas el café que quedaba en la cafetera y lo tomó allí mismo de pie. Se había propuesto hacer un poco de limpieza en la casa, pero ahora notaba un extraño nerviosismo. Algo pasaba. Tomó la decisión en ese mismo instante.
Deprisa, como si la estuviesen achuchando, sacó la escalera y la puso frente al armario del fondo. No quería perder un solo minuto. Hoy no bajaría como todos los días a comprar el periódico. Si lo hacía, se pondría a leerlo, y toda su energía se iría en criticar las últimas chapuzas políticas.
Desde lo alto de la escalera fue tirando al suelo bolsas y paquetes que contenían retales de telas guardadas por si acaso, madejas de lana y agujas de tejer, los vestidos que llevó en las bodas de los hijos, las mantas de la era anterior al edredón, el horrible tapete marroquí, la túnica india, bolsos de piel. Abrió maletas y encontró patines y botas de fútbol. Un casco de moto. ¿De dónde habrá salido esto?
La noche anterior había encontrado aparcamiento justo delante del portal. Si se daba prisa, podría bajar todas las cosas y cargar el coche antes de que las vecinas montasen su aquelarre diario en la escalera. Hoy no quería encontrarse con nadie. Aún faltaban unos minutos para las siete.
Cargada con la primera tanda de bultos, volvió la cabeza desde la puerta y echó una mirada amenazante a los muebles del salón. Cuando vuelva, veréis.
En cuatro viajes, todo lo que había sacado del armario estaba ya en el coche. Se tomó otro café y, con el pitillo en la boca, fue depositando cosas sobre la alfombra de la entrada. Los tiestos con las plantas que olvidaba regar pero que no acababan de morir, las guías de teléfonos, la radio del baño que nunca escuchaba, la lámpara china. En el cuarto de baño vació la bolsa de las pinturas, viejos maquillajes, sombras de ojos, cremas que olvidó ponerse, frascos y frasquitos, los vacíos, los medio llenos, los desconocidos, las muestras, el neceser lleno de medicamentos viejos, el secador de viaje que nunca viajó, el espejo de mano, la caja de preservativos sin abrir. ¿Caducará esto? Lo metió todo en bolsas y salió al descansillo con cuidado, procurando que los trastos no chocaran los unos con los otros. Estaba sudando a chorros.
Ya dentro del ascensor, oyó la puerta del vecino; las ocho en punto. Rápidamente apretó el botón de bajada y esta vez, después de meter todo en el coche, se ocultó dentro y aguantó allí hasta que el hombre se alejó calle arriba. Como si me fuera sin pagar el alquiler, pensó.
Ahora le tocaba el turno a los mil y un almohadones, los zapatos de tacón, el cuello de zorro plateado, regalo de la prima rica, la mantilla de encaje en su funda de gasa, los libros de pedagogía. ¿Por qué no se llevan los chicos sus cosas?
Lo de la mochila y la guitarra al hombro dejó de pensarlo allá por el 75 (además ella nunca tuvo guitarra), pero aún seguía soñando que se iba por los caminos del mundo, de España más bien, por lo del idioma, en su Seat Ibiza, sin rumbo fijo, a su aire, haciendo amigos. Era fácil, facilísimo. Se veía alquilando una habitación en cada pueblo perdido y luego en la plaza, sacando el cuaderno de dibujo y haciendo caricaturas o retratos rápidos a la gente. Todo el mundo querría hablar con ella y comprarle sus dibujos que, por supuesto, vendería baratísimos. Pero pasaba el tiempo y no lo hacía. ¿Miedo? Sí, tenía que reconocer que era miedo o algo parecido. Un miedo, o lo que fuera, concentrado únicamente en la imagen del momento de iniciar el viaje. Debido a ese miedo aún no había ni empezado el camino de Santiago. La vida se le iba y en unos años ya sería tarde.
Apartó ese pensamiento y siguió rellenando bolsas. Los pantalones que guardaba para cuando adelgazase, las películas de vídeo, dos trajes de chaqueta, el gorro de piel que alguien le trajo de Moscú. Leyó la dedicatoria A mi novia para que vaya a misa todos los días. Madrid 1965, y metió con cuidado en la última bolsa el misal con el canto rojo. Las alfombras, ¿cómo no lo había pensado?
Seguía bajando bolsas y más bolsas, y recorriendo el portal de puntillas. Recordó los veraneos con los niños. Ella era la que se encargaba de organizar el equipaje y cargar el coche para pasar un mes entero de camping con un presupuesto fijo y escaso. No se le podía olvidar nada porque luego no se podía comprar nada, y la verdad es que no se le olvidaba nada. La tarea duraba todo el día y después de cenar, con los niños convenientemente drogados con Biodramina, arrancaban hacia Almería. Al llegar, después de toda una noche de viaje, había que preparar los desayunos, montar las tiendas, ir al supermercado. Tardaba dos o tres días en recuperarse. De eso hacía más de treinta años.
Ya estaba todo. Eran las nueve y media. Subió a ducharse, a cambiarse de ropa y a tomarse un Thermalgín ante la amenaza de lumbago. En el coche encendió la radio. Otra bomba, otra mujer muerta por su pareja y otra patera a la deriva. Buscó música. Estaba cansadísima y se dejo llevar por el tráfico. Enfiló Princesa hacia la plaza de España, la Gran Vía, Cibeles, el Retiro. Adoraba Madrid. No había pensado adónde ir. De momento, a dar una vuelta con el fresquito de la mañana en la cara. Luego ya buscaría dónde tirar las cosas.
Comprobó que el depósito estaba lleno, y le vino a la memoria otro proyecto de viaje, un viaje que no podría hacer sola, sino con una amiga (pero ¿cuál?). Para ese viaje cargaría el coche de cosas absurdas, anotadas en una lista que había ido confeccionando en su cabeza durante años. También pararían sólo en pueblos perdidos, pero no alquilarían habitación hasta ver cómo iba la cosa después del numerito: las dos muy serias sacando del maletero, en mitad de la plaza, la pequeña mesa camilla que cubrirían con las faldas de terciopelo verde y encima el tiesto de flores de plástico. Y la gente pasmada. Luego, ella y su amiga se sentarían en las sillas plegables y se pondrían a hablar como si estuviesen en el cuarto de estar de su casa. O podían entrar en el bar del pueblo, vestidas de luto y con mantillas negras, llorando las dos la muerte del mismo hombre. O una de luto riguroso, y que fuese la otra la que llorara. Ya verían. O quizás podían ir mostrando a la gente del pueblo la foto del marido que huyó, y al que iban persiguiendo. Teatro, teatro sin ensayar, teatro a lo loco, provocación, divertimento. Qué envidia el día que supo de la tartana aquella, de García Lorca, de cuando la República. Aquello sí que iba en serio. A ellas fusilarlas no, pero a lo mejor en un pueblo lo interpretaban mal, pensaban que les estaban tomando el pelo, y tenían que salir por pies. Olvidémoslo, dijo para sí y para la amiga (pero ¿cuál?), ese viaje no lo haremos. Estoy a punto de tirar a la basura todas las cosas de la lista y muchas más.
Se concentró hasta que dejó atrás el atasco, el calor de los coches. Conducía con placer por la autopista vacía. Al otro lado los camiones iban hacia Madrid llevando cosas y más cosas. Imaginó que todos los camiones iban a descargar a su casa. No quería ver más camiones y tomó la primera salida. A los lados, campos resecos y letreros de urbanizaciones. Le atrajo un desvío, una carretera estrecha sombreada por dos hileras de árboles. Conduciendo despacio se escuchaban los pájaros. Tenía hambre. Recordó que sólo había tomado un par de cafés y no era cosa de irse desmayando.
El pueblo era una calle desierta al sol, un bar, y una mujer vaciando en la acera el agua de la fregona. Aparcó delante de la puerta del bar. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad distinguió la barra, una mesa vacía junto a la ventana y unos hombres que se volvieron a mirarla.
Buenas, un café con leche grande y pan tostado con aceite y sal, o mejor un bocadillo de jamón con tomate, y se sentó en la mesa.
No se había fijado ni en el nombre del pueblo. Mejor. Se estiró como un gato feliz y los hombres apartaron la mirada y volvieron a sus copas.
El bar estaba fresco, recién fregado. El sol que entraba por la puerta iluminaba un rectángulo de baldosas verdes y el aire olía ligeramente a lejía. Igual que la escalera de casa de la abuela, los pedaños de madera sin encerar, refregados sólo con cepillo y lejía. Qué maravilloso olor.
Hizo inventario de lo que llevaba en el bolso. Tabaco, encendedor, pañuelos, un bolígrafo, un pilot, un billete de cincuenta euros, dos de veinte y algo suelto, el móvil, un cuaderno de anillas mediano, la carterita de plástico con las tarjetas y los carnets. ¿Para qué llevaba siempre encima el carnet de Comisiones Obreras? ¿Y el del gimnasio, al que no iba hacía años? En el fondo, junto con hebras de tabaco y filtros de cigarros rotos, encontró una entrada de cine, un papel con un teléfono sin nombre, una lista de la compra y el manojo de llaves. Tenía de todo. Si me da por lanzarme a la aventura, pensó, tendré que comprarme un cargador de móvil, y bragas, y un cepillo de dientes…
Cuando el dueño del bar le sirvió el desayuno, le dió las gracias como si estuviese invitada. Qué rico, estoy muerta de hambre, le dijo, mirándole a la cara con una sonrisa enorme.
Se sentía liviana y feliz como en un primer día de vacaciones sin suspensos. Era consciente del estado de gracia en que se hallaba. Sana, fuerte y… joven, ¿por qué no?
Como tantas veces, sobre todo en momentos de exaltación, volvió la vista a su pasado. Durante años había analizado su infancia, su juventud, escudriñando los recuerdos de sus sentimientos de entonces. No quería engañarse, porque pudiera ser que el recuerdo de las puñeterías del colegio, los apuros económicos de la familia, tan reales y tan dignamente disimulados, y la injusticia que supuso ser la mayor de siete hermanos, le hubiesen llevado a dramatizar su infancia y a definirla como lo hacía. Inventarse la desgracia, eso es a lo que llamaba engañarse. Pero no, una vez más y sin perder la sonrisa se dijo que su juventud había sido un asco, una mierda, lo mismo que su infancia y su adolescencia. No se engañaba, no era un invento, era la pura verdad. El diagnóstico resultante de su introspección era siempre el mismo: no es que hubiera decidido denostar su infancia y su juventud; era así como la había vivido: solitaria, acomplejada, culpabilizada y sufriente.
En fín, pensemos en el hoy. Se sentía de una pieza, como una roca, sin demonios ni ángeles en la cabeza, sin más preocupaciones que la salud y el trabajo de sus hijos y, más a menudo de lo que quisiera, sus separaciones. Repasó la situación. Tenía buena salud y además iba a dejar de fumar cualquier día de estos. Necesitaba poco, tenía todo lo que necesitaba, y disfrutaba del lujo de poder ser generosa. Dieron las once en el reloj del bar. Los hombres de la barra hacía rato que se habían ido.
Al salir a la calle cerró los ojos deslumbrada. Cuando los abrió, estuvo a punto de gritar. El interior de su coche, aparcado en la puerta del bar, era una masa oscura brillante y viscosa, como un cerebro metido a presión que palpitaba aplastado contra los cristales de las ventanillas. Se llevó la mano al corazón soliviantado. Lo había olvidado por completo. Sus cosas, los trastos con los qu...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Dedicatoria
  5. Nota de la editorial
  6. Prólogo
  7. Captatio benevolentiae
  8. El principio
  9. Como Dios manda
  10. Ingenio y oración
  11. El primer amigo
  12. El desvelo de las niñas
  13. De la litera al tálamo
  14. La cubertería de plata
  15. El ZANU en casa
  16. La jugada
  17. Función privada
  18. Descriptiva
  19. Vero cuento
  20. Miradas
  21. Una pequeña frase
  22. Tan vacía
  23. Fuga
  24. Notas