
- 1,040 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Descripción del libro
Si queremos que nuestro mensaje cristiano impacte en el entorno social del siglo XXI, necesitamos construir un puente entre los dos milenios que la turbulenta historia del pensamiento cristiano abarca. Urge recuperar las raíces históricas de nuestra fe y exponerlas en el entorno actual como garantía de un futuro esperanzador. Dar a conocer al mundo cristiano actual las obras de los grandes autores cristianos de los siglos i al v es el objeto de la "Colección PATRÍSTICA". La influencia teológica y filosófica de Agustín de Hipona sigue vigente. Apela por igual a la
razón, a las emociones y a la voluntad, y constituye una fuente clara a la que muchos recurren después de sentirse cansados de un cristianismo superficial. En este tomo se incluye La Ciudad de Dios
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Información
Categoría
Theology & ReligionCategoría
Christian TheologyII PARTE
ORÍGENES Y FINES DE LAS DOS CIUDADES
Libro XI
1. Testimonio bíblico de la ciudad de Dios
Llamamos ciudad de Dios a aquella de que nos testifica la Escritura, que supera el pensamiento de todos los escritos de los gentiles por su autoridad divina, y ha traído bajo su influencia todo tipo de mentes, no por un casual movimiento intelectual, sino obviamente por disposición providencial. Porque allí está escrito: “Cosas ilustres son dichas de ti, Ciudad de Dios” (Sal. 87:3). Y en otro Salmo: “Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios, su monte santo, alegría de toda la tierra”. Y un poco después en el mismo Salmo: “Lo que habíamos oído lo hemos visto en la ciudad del Señor de los ejércitos, en la ciudad de nuestro Dios: que Dios la ha fundado para siempre” (Sal. 48:1-2,8). Y también en otro Salmo: “Del río sus conductos alegrarán la ciudad de Dios, el santuario de las tiendas del Altísimo. Dios está en medio de ella; no será conmovida: Dios la ayudará al clarear la mañana” (Sal. 46:4-5).
Con estos y otros testimonios semejantes, cuya enumeración resultaría prolija, sabemos que hay una ciudad de Dios, cuyos ciudadanos deseamos nosotros ser, movidos por el amor que nos inspiró su mismo Fundador. A este Fundador de la ciudad santa prefieren sus dioses los ciudadanos de la ciudad terrena, ignorando que Él es Dios de dioses, no de dioses falsos, esto es, impíos y soberbios, que están privados de la luz inmutable y reducidos por ello a un poder oscuro, pero se aferran a sus privilegios particulares, solicitando de sus engañados súbditos honores divinos. Él, al contrario, es Dios de los dioses piadosos y santos, que hallan sus complacencias en estar sometidos a uno sólo, más que en tener a muchos sometidos a sí, y en adorar a Dios más que en ser adorados como dioses.
Con la ayuda de nuestro Rey y Señor, hemos dado la respuesta, en la medida de lo posible, a los enemigos de esta santa ciudad en los diez libros precedentes. Adora, reconociendo qué se espera de mí, y recordando mi compromiso, con la confianza siempre en el auxilio del mismo Rey y Señor nuestro, voy a tratar de exponer el origen, desarrollo y fines de estas dos ciudades, la terrena y la celestial, que tan íntimamente relacionadas, y en cierto modo mezcladas, ya dijimos que se hallaban en este mundo. Y ante todo diré cómo los comienzos de estas dos ciudades tuvieron un precedente en la diversidad de los ángeles.
2. El único camino que sin error lleva a Dios
Empresa grande y muy para el hombre, después que ha contemplado la creación, corpórea e incorpórea, y haber discernido su mutabilidad, pasar más allá de ella, y por el poder de sola la mente llegar a la sustancia inmutable de Dios, aprendiendo allí por su luz que toda criatura que no sea Él no tiene otro autor que Él. Dios, en efecto, no le habla al hombre mediante una criatura corporal, resonando en sus oídos corporales y haciendo vibrar los espacios aéreos entre el que habla y el que escucha; ni tampoco habla por criatura espiritual alguna parecida a las imágenes de los cuerpos, como es el sueño, o de otro modo parecido.
Incluso cuando habla como a los oídos del cuerpo, porque habla como a través del cuerpo, y como usando de un intervalo de lugares corporales; porque las visiones son muy representaciones exactas de los objetos corporales. No por estos, pues, habla Dios, sino por la verdad misma si hay alguien capaz de oír con la mente, no con el cuerpo. Habla de este modo a la parte más elevada del hombre, superior a todos los elementos de que consta el hombre, y cuya bondad sólo Dios supera.
Con toda razón comprende el hombre, o lo cree al menos si no lo llega a comprender, que ha sido hecho a imagen de Dios. Se sigue que está más cerca de Dios, que le es tan superior por aquella parte suya que domina a sus partes inferiores y que le son comunes con los animales. Pero como la mente, dotada por naturaleza de razón e inteligencia, se ha debilitado con ciertos vicios tenebrosos e inveterados, necesitaba primero ser penetrada y purificada por la fe, no sólo para unirse a la luz inmutable con gozo, sino también para soportarla, hasta que, renovada y curada de día en día, se hiciera capaz de tal felicidad.
Para caminar con más confianza en esa fe hacia la verdad, el Hijo, Dios de Dios, tomando al hombre sin anular a Dios385, fundó y estableció esa misma fe a fin de que el hombre tuviera camino hacía el Dios del hombre mediante el hombre Dios. Pues éste es el Mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús; Mediador por ser hombre, y por esto también Camino.
De este modo, si entre quien se dirige y el lugar a que se dirige hay un camino, existe la esperanza de llegar; y si faltase, o se desconociese por dónde bahía de ir, ¿de qué sirve conocer adónde hay que ir? Hay un solo camino que excluye todo error: que sea uno mismo Dios y hombre; Dios nuestra meta, el hombre nuestro camino386.
3. Autoridad canónica de la Escritura
Este Mediador, habiendo hablando primero por los profetas lo que juzgó suficiente, luego por sí mismo, después por los apóstoles, es el autor de la Escritura llamada canónica, que posee la autoridad más eminente. En ella tenemos nosotros la fe sobre las cosas que no debemos ignorar, y que nosotros mismos no seríamos capaces de conocer. Cierto que somos testigos de nuestra posibilidad de conocer lo que está al alcance de nuestros sentidos interiores y exteriores (que por eso llamamos presentes a esas realidades, ya que decimos están ante los sentidos, como está ante los ojos lo que está al alcance de los mismos).
En cambio, sobre lo que está lejos de nuestros sentidos, como no podemos conocerlo por nuestro testimonio, buscamos otros testigos y les damos crédito, porque creemos que no está o no ha estado alejado de sus sentidos. Por consiguiente, como sobre las cosas visibles que no hemos visto creemos a los que las han visto, y lo mismo de las demás cosas que se refieren a cada uno de los sentidos del cuerpo; así sobre las cosas que se perciben por el espíritu y la mente (con tanta razón se llama sentido, pues de ahí viene el vocablo sentencia), es decir, sobre las cosas invisibles que están alejadas de nuestro sentido interior, nos es indispensable creer a los que las han conocido dispuestas en aquella luz incorpórea o las contemplan en su existencia actual.
4. Cuestiones sobre la creación del mundo
1. De todas las cosas visibles, la más grande es el mundo; de todas las invisibles, lo es Dios. Pero la existencia del mundo la conocemos, la de Dios la creemos. Sobre la creación del mundo por Dios, en nadie creemos con más seguridad que en el mismo Dios. ¿Y dónde le hemos oído? En parte alguna mejor que en las Sagradas Escrituras, donde dijo su profeta: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn. 1:1).
¿Estuvo allí este profeta cuando Dios creó el cielo y la tierra? No; pero estuvo allí la Sabiduría de Dios, por la cual se hicieron todas las cosas387, que se transmite también a las almas santas, haciéndolas amigos y profetas de Dios, y mostrándoles sus obras calladamente.
También les hablan a estos santos los ángeles de Dios, que ven de continuo el rostro del Padre (Mat. 18:10), y comunican su voluntad a los que es preciso. Uno de los cuales era el citado profeta, que dijo y escribió: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra” (Gn. 1:1). Y es tal la autoridad que como testigo tiene para que creamos en Dios, que por el mismo Espíritu de Dios, quien por revelación le dio a conocer estas cosas, predijo con tanto tiempo de antelación la fe que nosotros le habíamos de prestar.
2. Y ¿por qué le agradó al Dios eterno crear entonces el cielo y la tierra, que no había creado antes?388 Si los que preguntan esto pretenden que el mundo es eterno, sin ningún principio, y, por tanto, no parece haya sido hecho por Dios, están muy alejados de la verdad y deliran, aquejados de mortal enfermedad. De hecho, aparte de los anuncios proféticos, el mismo mundo, con sus cambios y movilidad tan ordenada y con la esplendente hermosura de todas las cosas visibles, proclama, en cierto modo, silenciosamente que él ha sido creado y que sólo lo ha podido ser por un Dios inefable e invisiblemente grande, inefable e invisiblemente hermoso.
Hay otros389 que confiesan haber sido hecho por Dios, pero no admiten que tenga principio de tiempo, sino de su creación, de manera que ha sido hecho de continuo en un modo apenas inteligible. Parece con ello que quieren librar a Dios de cierta fortuita temeridad, no se vaya a creer que le vino de pronto a la mente lo que antes nunca se le había ocurrido: hacer el mundo, y así tuvo una nueva voluntad, no siendo él en absoluto mudable.
No veo cómo mantendrán este razonamiento en las otras cosas, y, sobre todo, en el alma; que si pretendieran ser coeterna con Dios, no podrían explicar en modo alguno de dónde le vino la nueva miseria, que no tuvo antes en la eternidad. Si replicasen que su miseria y su felicidad se han sucedido alternativamente siempre, tendrán que afirmar esta alternativa también para siempre; de donde se seguiría el absurdo de que aun en los momentos en que se dice feliz, en esos mismos no puede serlo si prevé su miseria y torpeza futura. Y si no prevé siquiera que ha de ser torpe y miserable, sino que se juzga siempre feliz, sería feliz con una opinión falsa; sería el colmo de la necedad.
Podrían replicar ciertamente que en los siglos infinitos anteriores había alternado la miseria del alma con la felicidad, pero que al presente, liberada ya de lo demás, no puede tornar a la miseria. Sin embargo, se verán forzados a admitir que ella jamás fue verdaderamente feliz, sino que comenzó a serlo con una nueva felicidad no engañosa, y por ello han de confesar que le ha acaecido algo nuevo, grande y notable, por cierto, que jamás le había acaecido anteriormente en la eternidad. Si niegan que Dios ha tenido en su eterno designio la causa de esta novedad, tienen que negar a la vez que Él es el autor de la felicidad, lo que es una impiedad inexpresable.
Si afirmaran que el futuro de la felicidad del alma es resultado de un nuevo decreto de Dios, ¿cómo mostrarán que es ajeno a aquella mutabilidad, que tampoco les agrada? Pero si reconocen que, creada en el tiempo para no perecer ya en el futuro, tiene, como el número, su principio, pero no tiene fin, y por ello, habiendo conocido la prueba de la miseria y liberada de ella, no volverá ya a ser desgraciada, entonces, admitirán que es indudable que esto tiene lugar sin violar el consejo inmutable de Dios. Crean, pues, que el mundo pudo ser hecho en el tiempo, sin que haya Dios cambiado su designio eterno y su voluntad.
5. Cuestiones sobre el tiempo y la creación
Los que admiten con nosotros que Dios es creador del mundo y, sin embargo, nos preguntan sobre el tiempo de la creación del mundo, ellos también tendrán dificultades para responder sobre el lugar de su creación390. Pues lo mismo que se pregunta por qué fue hecho entonces y no antes, se puede preguntar por qué fue hecho aquí donde está y no en otro lugar. Si se imaginan infinitos espacios de tiempos antes del mundo, en los cuales les parece no pudo estar Dios sin hacer nada, pueden imaginarse también fuera del mundo infinitos espacios de lugares; y si en ellos dice alguien que no pudo estar ocioso el Omnipotente, ¿no se verán forzados a soñar con Epicuro infinitos mundos? Con la diferencia, sin embargo, de que éste afirma que tales mundos se producen y se deshacen por movimientos fortuitos de los átomos, y ellos tienen que afirmar que han sido obra de Dios si no quieren que esté ocioso por una interminable inmensidad de lugares que existen fuera del mundo por todas partes, y que esos mismos mundos no pueden deshacerse por causa alguna, según piensan también de este mundo nuestro.
Aquí discutimos con los que admiten con nosotros un Dios incorpóreo y creador de todas las existencias distintas de Él. En cuanto a los otros, sería condescendencia admitirlos a este debate sobre la religión, y más cuando algunos de su escuela piensan que se debe rendir culto a muchos dioses y han superado a los restantes filósofos por su nobleza y autoridad, no por otra razón que por esta, que aunque se encuentran muy alejados de la verdad, están cerca en comparación con el resto. Respecto a la sustancia de Dios, que ni incluyen en un lugar ni la delimitan a él, ni la dejan fuera de él, sino que, como es digno pensar de Dios, la confiesan toda entera con su presencia incorpórea en todas partes, ¿se atreverán a decir que esa sustancia está ausente de tantos espacios de lugares fuera del mundo y ocupa un solo lugar y tan pequeño como es el de este mundo en comparación con aquella felicidad? No creo vayan a llegar a este absurdo.
Por consiguiente, al afirmar que un mundo de vasta mole material, aunque fin...
Índice
- Portada
- Créditos
- Contenido
- Prólogo
- Introducción
- La Ciudad de Dios
- I PARTE
- II PARTE
- Apéndices
- Índice analítico
- Títulos de la colección Patrística