El velo del orden
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El velo del orden

Conversaciones con Martin Meyer

  1. 237 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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El velo del orden

Conversaciones con Martin Meyer

Descripción del libro

El desarrollo de las conversaciones de Alfred Brendel con Hans Mayer da forma a un libro revelador, no sólo para los admiradores del gran pianista moravo, sino para todos aquellos a los que les interese entrar en los aspectos técnicos y emocionales de la interpretación musical. Hombre de singular cultura, Brendel no sólo habla de las obras más importantes del tesoro pianístico del período clásico y romántico –de las cuales ha realizado interpretaciones memorables– sino de la música del siglo xx, con una especial atención por Arnold Schoenberg. El resultado de todo ello es un libro brillante y atractivo, rico en detalles y en anécdotas, que describe en profundidad las interioridades del apasionante mundo de la interpretación y que nos aproxima también al de la creación literaria, ya que en Brendel nos encontramos con un pianista que es a la vez un interesante poeta.

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Capítulo 1

Vida

Usted es centroeuropeo tanto intelectual como geográficamente. ¿Hasta qué punto podría decirse lo mismo de sus antepasados?
–No me gusta que me cataloguen. Tengo ascendientes tanto alemanes como austríacos y una abuela que se llamaba Aloisia Guerra, procedente del norte de Italia. Pero en mi familia hay sangre eslava, dado que mi abuelo por el lado materno se apellidaba Wieltschnig, apellido, eso sí, completamente germanizado. Después de todo podría decirse que soy un austríaco con un poco de aquí y allí.

¿No es Brendel un apellido centroeuropeo?
–Probablemente sea bastante más frecuente en el norte de Alemania. Contaré una anécdota que lo confirma. En cierta ocasión, estaba cambiándome en la habitación de mi hotel, antes de dar un concierto en Hamburgo, cuando sonó el teléfono. «–Tío Alfred, soy Egon, das un concierto esta noche, ¿no es así? –Sí, así es, me estoy poniendo el frac. –¿Está la tía Jenny contigo? –¿A quién te refieres?, aquí no hay ninguna tía Jenny. En Bad Kissingen tengo un tío que se llama Alfred Brendel, es pianista, como usted.» –Luego bajé, me dirigí al vestíbulo del hotel y me encontré a mi agente, junto a su cuñada, la señora Brendel. Fuimos en coche hasta la sala de conciertos, y en las escaleras, fuera de la sala de artistas, un hombre de mediana edad se acercó a mí y me dijo que se llamaba Alfred Brendel. –Ya veo –dije–, el caballero de Bad Kissingen. –En absoluto –respondió–, vivo en Hamburgo. –Y todo aquello ocurrió en un lapso de media hora.

¿Suele ocurrir que se le acercan otros Brendel?
–En el comedor de mi casa londinense hay colgados dos retratos de familia. Uno de ellos es de seis hermanos y hermanas de Leipzig, que no son familia mía. Se pintó alrededor de 1840, en tiempos de Schumann. A la izquierda del cuadro se sienta al piano el más joven de estos Brendel. Por lo que parece se llamaba Alfred Brendel, igual que su padre, y da la impresión de que le encantaba interpretar a Beethoven. Me legó el cuadro una señora de la familia Brendel, ya entrada en años, que sabía que no estábamos emparentados. He apadrinado a esta familia. En mi propia familia no hay ni músicos, ni artistas, ni intelectuales, de modo que desde una perspectiva musical este Alfred Brendel es mi antepasado honorífico. El otro retrato en grupo muestra La Rueda del infierno, un cuadro manierista con trazos de Hieronymus Bosch, en él se ve a unos diablos torturando a seres humanos. Lo compré en una subasta en Viena, donde todo el mundo quedó espantado. Sólo unos cuantos años más tarde, un historiador me explicó que el apellido Brendel provenía de Brändli o Brendly, dependiendo de si se escribía al estilo suizo o al estilo inglés. Se trataba de uno de los nombres utilizados en la Edad Media y en la literatura de brujería del siglo XVI para designar al diablo. Ocurrió que de pronto mi familia empezó a resultarme interesante. Añadiré que no soy adorador del diablo. Ni tampoco soy como Stravinsky, a quien en cierta ocasión le oí decir por la radio que creía en la existencia de Dios y del Diablo. Pero un poco por casualidad, en mi estudio hay una máscara alpina con cuernos auténticos, y una inmensa figura ancestral, procedente de Nueva Guinea. Me ayudan a mantener contacto con la realidad mientras practico el piano. Así ocurre que un libro de mis poemas alemanes lleva por título Los Pequeños Diablos.

Me interesaría saber cómo se desarrolló su infancia en un estado tan multirracial. ¿Cuáles son sus primeros recuerdos?
–Uno de los primeros es auditivo. Lo cierto es que algunos de mis tempranos recuerdos están relacionados con la audición. Recuerdo un paseo por Weisenberg, donde yo nací, y a un perro que me ladraba de modo aterrador cerca de una valla. Fue mi primer trauma. También estaba la anciana niñera, de nombre Milli-Tant, que solía cantarme melodías populares, todas las cuales yo mismo aprendería a entonar poco después. Desde Weisenberg nos trasladamos a Yugoslavia, a la isla dálmata de Krk, donde mis padres invirtieron dos años tratando de regentar un hotel en Omisalj.

¿Cuándo ocurrió?
–Yo tenía entre tres y cuatro años. Recuerdo un tocadiscos que poníamos a veces para los clientes del hotel. A mí me dejaban darle a la manivela y poner los discos. Ese fue mi primer contacto con la música culta. Jan Kiepura y Joseph Schmidt cantaban cosas como Ob blond ob braun, ich liebe alle Fraun y Wenn du untreu bist. Yo me quedaba de pie junto al tocadiscos, canturreaba la melodía y pensaba: eso también lo puedo hacer yo.
También recuerdo ir a pasear a la playa con Berta, mi joven niñera, y acercársenos dos clientes del hotel. Uno de ellos me señaló y le dijo a su compañero: «¿Es ese un chico o una chica?», el otro caballero respondió. «¡Se ve que es un chico porque tiene los rasgos muy pronunciados, hombre!» Tras pasar ambos de largo, comenté: «¡–Berta, ese señor dice que eres una vaca estúpida!» (un juego de palabras imposible de traducir: - Energische Züge - ‘ närrische Ziege ’.) Fue la misma Berta quien veinte años más tarde me recordaría esta anécdota.

Usted fue un hijo único muy mimado. ¿Era en algún modo consciente de ello?
–Es cierto que mis padres me mimaron y quizá demasiado. Lo que yo les debo fue su confianza, puntualidad, pasión por el orden y, en última instancia, amor paternal y maternal. Me transmitieron afecto y seguridad. Y aun así me convertí en lo que ellos no fueron. Todo lo que me interesaba especialmente tuve que explorarlo y analizarlo por mi cuenta. Y he conservado esa costumbre. Por otro lado me animaron poco musicalmente, aunque cuando yo era muy joven recuerdo a mi madre cantando Ich reiss mir eine Wimper aus und stech Dich damit tot (Me quitaré una pestaña y te la clavaré hasta la muerte), una canción de cabaret berlinés a lo Dada. «–¿Verdad que es una tontería?–», repetía después ella. Cuando nos mudamos a Zagreb y alcancé la edad escolar, tuve mi propio tocadiscos, una máquina pequeña de color amarillo de la que sobresalía una trompa. Recuerdo la melodía: «Was macht der Mayer am Himalaya? Rauf, ja das Kunnt’ er, aber wie kommt er wieder runter? Der macht ein’ Rutsch und ist futsch’.» («¿Qué hace Myers en el Himalaya? No tuvo problema en alcanzar la cima, pero ahora ¿cómo baja? Resbala y muere».) Eran como contribuciones tempranas a un modo de ver el mundo, fragmentos de un mundo absurdo, que ha permanecido en mi memoria.
A los seis años recibí clases de piano, que para mis padres eran el no va más de las buenas maneras. Recuerdo a mi profesora, Sofie Dezelic, quien desde la primera clase me explicó el valor de las notas, de un modo de lo más poético, arrancando flores primaverales. Con siete años compuse un vals que recordaba vagamente a la Marcha Radetzky, aunque en un compás de tres por cuatro. Vivíamos en una casa en Zagreb que daba al mercado y a través de la ventana, enfrente, a veces veía cómo unas niñas pequeñas subían y bajaban la cabeza. Se trataba de una escuela de ballet. En cierta ocasión, nos visitó junto a su madre una niña llamada Daria Gasteiger, que se puso unas zapatillas de ballet e improvisó un baile sobre las puntas a partir de mi Marcha Radetzky. Fue memorable.

¿Tenía usted la sensación de ir evolucionando?
–Fue una experiencia a la que no calificaría de absurda. La niña pertenecía a una escuela de ballet escolar, un grupo que participaba en las funciones del «Djecje Cartsvo», una organización infantil de cierto prestigio que una vez al año montaba espectáculos en el teatro de la ópera de Zagreb. Tuve el honor de interpretar un papel principal en el que yo hacía de un general con fez y sable. Fue mi primera aparición en escena y tenía que cantar dos viejos cuplés austríacos. Recuerdo que uno de ellos llevaba por título Das Wassergigerl y Am Wasser, am Wasser bin i z’Haus, que rimaba con Jedes Dampfschiff weicht mir aus. Pero el texto que yo debía cantar estaba en croata, que yo por entonces aún no entendía. En otra ocasión tuve que cantar en la radio –una experiencia de lo más comprometedora: comencé demasiado alto y erré la nota más aguda.

Por entonces ¿formaba la música ya una parte esencial de su vida?
–Lo cierto es que no, dado que en ca...

Índice

  1. Índice
  2. Capítulo 1. Vida
  3. Capítulo 2. Sobre la música
  4. Capítulo 3. En torno a la interpretación
  5. Capítulo 4. En torno a escribir
  6. Epílogo
  7. Agradecimientos