
- 112 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Un paso atrás
Descripción del libro
El autor sostiene que, como decía Chesterton, "en el borde de un precipicio solo hay una manera de ir para adelante: dar un paso atrás". E invita al lector a detenerse ante noticias y sucesos, como un guía amigo ante un cuadro. A veces, para verlo bien, hay que detenerse, retroceder, y hablar. Un paso atrás hace sonreír, y ayuda a pensar.
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Información
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PROPÓSITOS CENICIENTOS
Soy un especialista en buenos propósitos. Por tanto, el Miércoles de Ceniza es uno de los días estelares de mi calendario. Lo veo venir de lejos —lo anuncian los pitos del Carnaval—, y doy un hondo suspiro de alivio. Lleva uno meses y meses cuesta abajo, vertiginosamente, y más abajo, abandonándose, hasta que llega la Cuaresma para que, por fin, uno toque fondo y muerda bien el polvo («el polvo eres») y dé, de golpe, con su cabeza en la ceniza. Menos mal.
Inauguramos un período de penitencias y mortificaciones que falta nos hace, o mejor dicho —no quiero generalizar ni señalar a nadie— que falta me hace. Los cuarenta días de ayuno me los pide el cuerpo —no hay más que verlo— con razones de mucho peso. Ojalá el tiempo litúrgico me metiese en cintura. Además de los grandes beneficios morales del ayuno, contrastados por milenios de experiencia vetero y neotestamentaria, están los dietéticos. Y, a la postre, los gastronómicos: la mejor salsa del mundo, um, es el hambre. En mi biblioteca y en mi agenda un poco de esforzado orden tampoco me vendría mal: a ver si me disciplino. Dejaré también de mirar incesantemente el contador de visitas de mi blog. Ganaré tiempo y algo de humildad y, de paso, mi vanidad no sufrirá como hasta ahora, pues nunca me visitan, nunca, lo que yo deseo. Volveré a escuchar las declaraciones del Gobierno, he decidido en un rapto de heroísmo. Últimamente sólo escribo artículos literarios y costumbristas, aburrido como me tienen nuestros líderes. Aprovecharemos la Cuaresma, ustedes y yo, para echarles un poco de cuenta y ganar en reciedumbre y santa paciencia. También haré algo de deporte (esto es un propósito, eh, no una promesa). Sonreiré más al prójimo. Seré más puntual, si llego. Más servicial. Más de todo. Etc.
Si alguno de esos atentos ateos o agnósticos seguros de sí mismos o laicos del montón que —misericordiosos— me leen ha llegado hasta este párrafo (Dios se lo pague), me dará un buen golpe de pecho, exclamando con mirada inquisitiva: «¡Pero, hombre, esos propósitos nos los hacemos todos sin tantas liturgias!, y además vamos al gimnasio». Yo me alegro por ellos. No les niego que sacrificarse sea algo común y, más aún, irremediable. Algunos comodones, sin embargo, necesitamos un empujón sobrenatural para hacer lo más natural del mundo, y la Iglesia se adapta a nuestra condición como un guante. O a los ciclos de la naturaleza, esto es, al hermoso resurgir inesperado de cada primavera. O a los ritos precristianos. Lo que ustedes decidan me parece bien. En estos cuarenta días con sus cuarenta noches, otro de mis firmes propósitos es no discutir.
LA CONSAGRACIÓN DEL CALLEJERO
La Semana Santa es la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo, pero todos —nada más ordinario que el ansia de originalidad— nos apuntamos al enfoque insólito. Que si se trata de un resabio de celebraciones paganas, que si la fiesta de la primavera, que si la exacerbación del culto a la muerte o al amor o a la juventud. Y me parece muy bien, porque lo cortés no quita lo valiente, y tal vez al cristianismo le haya tocado preservar, como sostenía Chesterton, lo mejor del paganismo.
Yo echaré también mi cuarto a espadas: la Semana Santa es la consagración del callejero. Lo digo sin mucha fe (la que tengo la guardo para la pasión, muerte y resurrección), pero convencido de que en ninguna otra fiesta se vive cada esquina del casco urbano con tanta intensidad. La feria tiene su Real, o sea, su recinto. El carnaval se disfruta en algunas plazas, arriba y abajo, aunque lo suyo es el teatro. En los puentes se hacen excursiones. En vacaciones, turismo. Y la Navidad es la fiesta por excelencia del cuarto de estar.
Los días laborables, por su parte, nos han alejado mucho de las calles. Las ciudades crecen por desparramadas urbanizaciones, quizá como otro síntoma de la pérdida generalizada de un centro, y por destartalados polígonos. De un lugar a otro vamos en coche, y cada vez hay más zonas que no se pisan. Se compra en las afueras, en las grandes superficies. La rutina nos retiene en las redes de unos itinerarios cotidianos idénticos.
Pero llega el Domingo de Ramos y las cofradías y hermandades se derraman durante una semana por todo el callejero en busca de las esquinas más intrincadas y los barrios más hondos, gravitando siempre alrededor de un centro recuperado. El público las espera con mucha paciencia. Que viene bien, porque hay que estar tres cuartos de hora parado ante una fachada cualquiera para que esta revele, poco a poco, su personalidad.
Y viene bien que nos sobre tiempo, además, para contemplar el cielo enmarcado por los edificios, y los juegos de luz. Llaman «lubricán» al crepúsculo, porque no se distingue entonces, dicen, entre un lobo y un perro. Con más conocimiento de causa, los de ciudad, al cielo del atardecer, podríamos adjetivarlo «golonciélago», pues se cruzan en él y se confunden las golondrinas y los murciélagos.
Las calles se transfiguran. Un callejón ínfimo, donde en condiciones normales da miedo andar, lo cruzaba ayer, entre una multitud extasiada, envuelta en una nube de incienso, sobre las luces estremecidas (y entre mecidas) de los cirios, con la música de Pasan los campanilleros, bajo una lluvia de pétalos de rosa, una Virgen resplandeciente. Aquel callejón no se había visto en otra.
LAS FERIAS SUCESIVAS
La provincia de Cádiz no es el paraíso de los misántropos. Hubo una célebre ardilla que antiguamente podía cruzar España sin bajarse de la copa de los árboles. Aquí son tantas las ferias y fiestas y verbenas, puestas en fila, una detrás de otra y cada vez más largas, que hay equilibristas capaces de darle, sin bajarse de las copas, la vuelta al año. La venta de turrones en el Real es un símbolo: cambiamos la zambomba por el bombo de carnaval, por el escape de los moteros, por la caja flamenca y por el tamboril rociero, pero el ritmo no para, dale que dale, y se mezcla todo.
—«Bueno, ¿no era usted tan partidario de la objeción de conciencia? —dirá alguno de esos lectores que tengo y temo—, pues calle y objete, hombre, y quédese en su cuarto». Que yo sea un poco misántropo no quiere decir que mi mujer lo sea en absoluto. Además, este año se ha comprado un traje de flamenca, que hay que amortizar. El origen de esta fiesta fueron las celebraciones de los tratos de compraventa en la feria de ganado. Nosotros hemos vuelto a los orígenes y llevamos semanas celebrando la compraventa de un traje de faralaes.
¿Que me niegue a ir? Las damas románticas suspiraban, se desvanecían un poco, y lograban lo que querían. Las modernas te notifican que relacionarse es muy conveniente para su promoción profesional y para liberarse del estrés laboral, y uno siente en el cogote el aliento solidario de todas las mujeres del mundo. Cualquiera se niega.
Metidos en faena, la cosa va de mal a mejor. Nada puede ser peor que aparcar, aunque pedir en la barra se le acerca. Cuando increíblemente te atiende el camarero, qué suerte, resulta que había que haber comprado unos tickets, vaya, que se venden en la otra esquina de la caseta. Por suerte, al final, tras volver con los tickets, hay camareros compasivos que, un segundo antes de la deshidratación, acuden en nuestro auxilio. Aprovecho la ocasión para agradecerles su trabajo frenético.
La misantropía, convenientemente tratada con vinos de la tierra, se va transformando en filantropía. Qué bien ver a tantísimos amigos íntimos, cuántos, qué guapas todas, todas, qué alegría saludar efusivamente a los simpáticos desconocidos. Cuando tu mujer, a las tantas, viene a decirte que ya es hora de volver, uno le agradece que le haya sacado de su estudio, que si no sería un raro, y enternecido le dice que por ella es capaz de quedarse hasta que cierren..., no, no, que no insista, que él, por ella, se queda, faltaría más, y se toma la penúltima...
Al día siguiente, con el dolor de cabeza, los libros a medio leer, el artículo sin escribir y macetas por regar, a uno le vuelve, redoblada, la misantropía. ¡El año que viene, sin falta, me hago un traje de corto, ceñidito y bordado! —«Vaya incoherencia», salta el lector que está a la que salta. Qué va, hombre, es por si mi mujer, al verme la facha y el sombrero cordobés, me deja en casa.
COTILLEOS
Estamos tan encima unos de otros que oigo todas las conversaciones de la playa. De la aglomeración veraniega protestarán los madrileños, porque para ellos es lo cotidiano y, por tanto, lo mucho y feo. Para los indígenas, que (exagerando un poco) pasamos el largo invierno paseándonos melancólicos por playas solitarias, el jaleo, anda jaleo, es uno de los alicientes de la estación.
A mí me aburre muchísimo cotillear, vaya eso por delante. Pero enterarme por detrás de los cotilleos ajenos me entretiene. Soy un cotilla pasivo. Será que no me gusta dar mi opinión, porque o no la tengo o para eso la doy aquí, que me la pagan. O que no me veo poniendo caras de asombro ni asintiendo demasiado. O que los cotillas, observados desde fuera del corro, se retratan a sí mismos, y ahí está el auténtico interés, en el exacto autorretrato inconsciente.
La tele rosa, sin embargo, me aburre. Los programas del corazón son deplorables por múltiples motivos, pero lo peor es que profesionalizan el cotilleo, que en una sociedad sana, natural, vigorosa y despierta deben ejercer los ciudadanos sobre sus vecinos, construyendo una comunidad con la atención de unos sobre otros, que estrecha los lazos y, como el roce, genera el cariño. Por la cercanía, estos cotilleos comunitarios nunca pueden ser tan despiadados como los de los profesionales del corazón con los famosos profesionales, donde el dinero y el histrionismo todo lo enconan. El éxito de audiencias de esos programas es un síntoma preocupante de descomposición social, antes que por motivos estrictamente morales, por lo que supone de ausencia de un cotilleo local y amateur, cuyo vacío llenan.
No será en verano, donde las familias se comprimen en sobreexplotadas comunidades de adosados. Tantos hermanos y cuñados y primos dentro de cada unifamiliar crean un marco incomparable para la práctica del cotilleo, incluso para el cotilleo extremo y para el cotilleo de riesgo (de riesgo de ser oídos, tan pegados como estamos). Aunque la mayoría de las veces son totalmente inofensivos, y se dedican a repasar con meticulosidad noviazgos, bodas, nacimientos, escolarizaciones, actividades deportivas, enfermedades graves y fallecimientos, otras veces sí se tira a dar, pero en legítima defensa, por supuesto, y sin mucha puntería.
El buen cotilla pasivo ha de tener cuidado con vencer la tentación de corregir erratas. Con los parentescos y jerarquías de los autóctonos, que es un tema muy de veraneante, se cometen grandes pifias, pero yo me muerdo la lengua con fuerza y no digo ni mu. Es posible que después de este artículo se haga un cerco de silencio a mi alrededor cuando me siente con cara de severo intelectual en la playa tras el parapeto de un libro de Mircea Eliade, pero no importa: ya queda, ay, muy poco verano, me he enterado de casi todo y, además, eso significaría que me leen, inesperada alegría que a un escritor le compensa de cualquier cosa.
VERANEE TODO EL AÑO
El verano es la estación de la felicidad. Pero el tren de la vida, ya ven, no para: pasó volando por esa estación. Volando, y cada vez más breve. Las viejas vacaciones escolares, ay, trimestrales, son un recuerdo lejanísimo. Ahora, de los treinta días naturales que tenemos al año, gastamos muchos en alargar algún fin de semana o en dignificar las Navidades. Al final, nos quedan apenas quince para el verano, que tampoco disfrutamos, agobiados por la despiadada cuenta atrás.
Yo soy un firme partidario del veraneo. Uno de mis libros de artículos preferidos se titula Manual del veraneante perpetuo, de Fernando Ortiz. Mi propósito con este mío es convencerles de que, con un poco de esfuerzo y mucha relajación y algo de fantasía, es posible veranear a perpetuidad.
Lo primero es apuntar qué nos parece especialmente delicioso del veraneo. No tener que ir a trabajar será uno de los placeres prioritarios, me temo, pero ánimo, que en...
Índice
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