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Anoche, en sueños, bajaba por un barranco poniendo en riesgo mi vida y, al fondo, me topaba con una muerta. Estaba tendida sobre una alfombra de hojas caídas, envuelta en un sudario. Yo levantaba la sábana blanca y dejaba al descubierto su rostro de ojos cerrados. Tenía las mejillas rosadas, la tez magnífica, no aparentaba su edad que, no había duda, era la mía (espero morir antes de envejecer). Esta muerta, sí, tenía mi edad, de eso estoy segura, y sin embargo se parecía a la que yo era hace más de veinte años, como si hubiera estado en letargo desde entonces, como si hubiera pasado todo este tiempo muriéndome. Qué pasó hace veinte años; ya no me acuerdo. Sea como fuere, incluso sin vida, la muerta parecía estar muy presente, y sola por imposición (la imposición de la muerte). Le prometí que mitigaría su soledad visitándola regularmente, ignorando así su legítimo destino. De hecho, como a menudo ocurre en los sueños, se trataba a la vez de una escena viva, si se me permite la expresión, y de un cuadro; y esta obra de arte, este rostro de muerta debía ofrecérsele al rey del Alto Karabaj en una ocasión festiva, la rentrée literaria o cualquier otra. Pero yo había decidido no añadirla al resto de obsequios reales; de todas formas, me decía, el rey recibirá muchos más regalos, la ausencia de la muerta en el sudario pasará desapercibida.
Me he despertado decidida a continuar mi conversación con la muerta. ¿Cuándo había muerto? ¿Por qué? ¿Quién la había detenido en pleno vuelo a esa edad en la que las mujeres son más hermosas? Debía regresar y hablar con ella para resolver este misterio. Para ello, ¿tendría que bajar cada vez por el barranco? La excursión era peligrosa; el esfuerzo, considerable; pero la recompensa, ese suave rostro plácido, esa tez de leche y de rosa, esos párpados cerrados tan grandes que sin duda esconden unos ojos enormes, ojos que ven lo que la gente con los ojos abiertos ya no ve, todo eso me infunde valor y aviva el deseo de visitarla, sí, regularmente.
2
Cada mañana tengo la sensación de que todo irá bien. O por el contrario, de que todo irá mal. Pero en cualquier caso debo lanzarme, poner un pie detrás del otro. Bajar por el barranco es más o menos fácil según los días. Al principio es relativamente simple, la pendiente no es demasiado pronunciada, una emprende el camino despreocupadamente. Las complicaciones vienen más tarde, cuando el cuerpo se fatiga y adopta posturas ligeramente inestables a causa de defectos de nacimiento, educación o simplemente de malos hábitos. A no ser que se trate de heridas mal curadas o directamente no curadas, como las que han llevado a esta mujer a la muerte.
Esta mañana al despertar tenía algunas ideas sobre cómo bajar por el barranco sin problemas. En cuanto me puse en pie y hube calentado el agua para el té, se me olvidó todo, la bajada ideal, la vista, el paisaje, todo lo que había perfilado en la bruma que precede al momento de levantarse. Debo estar atenta e ir con cuidado para no despertar a nadie, llegar hasta la pendiente sin perder la concentración, a pesar de mi condición de mujer activa. La muerta también está sola, nada mitiga su soledad mucho más radical que la mía, que va y viene. Nadie le prepara un té como yo acabo de hacer para mí, nadie le pone sobre la lengua una onza de chocolate puro como me gusta a mí, nadie mira por la ventana y le dice el tiempo que hace, el tiempo es gris, el tiempo es frío, estamos en julio, las vacaciones las detesto.
Ayer me dormí escuchando en la radio un programa sobre los pacientes borderline. Nunca he pensado en mí como en una persona borderline, sin embargo esta mañana me he acordado, o tal vez fuera ayer por la noche, antes de ceder al sueño, de que el último hombre que he amado, el hombre de antes, como yo lo llamo (pero ¿de antes de qué?), dijo de mí enseguida, al principio de nuestra relación, que nunca había conocido a ninguna mujer que cambiara de humor tan rápido, varias veces al día, a la hora e incluso al minuto; uno de los síntomas, me informó, de esas personas, de los borderline.
La pregunta que me hago es esta: ¿cómo se explica que con él yo manifestara esta extraña variación de carácter, de emociones, esta plasticidad extrema, anormal, me decía él; cómo se explica que con él fuera así, mientras que con mi marido tiempo atrás no lo fuera, que por el contrario con mi marido yo fuera siempre la misma, siempre pacífica, salvo por nuestra gran disputa anual, y que hoy día eso haya vuelto otra vez a cambiar? Hoy día todo es milagrosamente tranquilo, un poco como para esta muerta de tez fresca. Parece la Bella Durmiente del bosque que en nuestros libros infantiles descansaba en un ataúd de cristal: nada la afecta, nada la altera.
Acomodarse a los demás, adoptar su color o su enfermedad, vivir al borde de una misma, siempre en terreno pantanoso. En el colegio me llamaban el camaleón. ¿Elogio o insulto? El hombre de antes me decía: «No sabes lo que quieres». Y añadía: «¡Como mi madre!». Yo me enfurecía. De niña no me gustaba escuchar: «¡Cómo te pareces a tu madre!». ¿Podemos parecernos a la vez a una mujer que no sabe lo que quiere y a otra, inflexible? La educación es fácil, a los niños hay que adiestrarlos como a los perros: una de las ocurrentes frases de mi madre. Evidentemente hay buenos amos, pero también los hay imprevisibles. El perro entonces vive con el miedo no sólo de ser golpeado, sino también de no saber nunca a quién tiene delante, algo que acaba por volverlo loco. ¿El amo está contento o de mal humor, y en qué medida depende eso de él, el perro? Nada como el miedo para atarse a alguien.
Dos cosas al menos teníamos en común el hombre de antes y yo, tres si contamos la pasión por los libros: nos entendíamos muy bien en la cama, éramos feroces, tiernos, rebosábamos de invenciones extrañas, lo único que me sacaba del miedo era aquello. La segunda es que mentíamos a nuestras madres. La mía no hacía preguntas. La suya lo interrogaba: «¿No hay ninguna mujer en tu vida, hijo mío?». Él respondía que no. No, aunque le había presentado a todas las mujeres de su vida antes de mí. No, aunque hacía el amor conmigo todas las noches siempre que era posible y se enfadaba si yo estaba cansada, como un niño pequeño a quien se priva de un juguete.
Pero tal vez esté yendo un poco demasiado deprisa, tal vez no esté apoyando bien el pie resumiendo de esta forma siete años de amor borderline, tal vez deba bajar más lentamente, encontrar un camino en zigzag para reunirme con la muerta allí al fondo.
3
Querida muerta, mantén los ojos cerrados si quieres, pero abre bien las orejas: aquel a quien amé durante siete años no consideró necesario comunicarle a su madre que yo existía, que yo era, como él decía, la mujer de su vida. Y yo, durante todos esos años, no consideré necesario decirle a mi madre que lo amaría hasta la muerte. Sin embargo, este hombre, el hombre de antes, que a partir de ahora llamaré, por simplificar, Deantes, Deantes, pues había acabado por conocer a toda mi familia. Por ejemplo, ¿cómo habría podido dejarlo solo en Nochebuena? Así que le había hablado a mi madre de un amigo que no tenía con quién cenar. Y como la Navidad es la época de las buenas acciones, Deantes se sentó con nosotros en el amplio comedor. Su asombro ante los retratos de los ancestros, el trofeo de caza en plata sobre la repisa de mármol, el recibimiento impetuoso de mi madre: «¿Tiene usted hermanos y hermanas, viven aún sus padres?». Mi padre acababa de morir, fin de una época. En cuanto a Deantes, inauguraba la era de la experimentación. Agotaba a todo el mundo queriendo lo imposible, y a mí misma en primer lugar.
Parece que todo amor es político. Es político el modo en que una mano se posa sobre la nuca, la rodilla, el vientre; la historia que ha modelado esa mano, la memoria que la dirige, su intención secreta. Las manos de Deantes eran pesadas, igual que decimos de un sueño que es pesado hasta tal punto que sólo salimos de él con pesar. Ellas me poseían, no hay otra palabra, ellas que además escribían, pero que también habían trabajado en el jardín, cortado leña, doblado hierro. Tiempo atrás había hecho de todo, con esas manos que yo había conocido demasiado tarde. Él me repetía que todo aquello ya no servía para nada, que ya no tenía ganas, que se aburría, que su existencia ya no tenía sentido, salvo por escribir y hacer el amor. Yo no sé si esas dos acciones están relacionadas hasta el punto de depender la una de la otra. Cada vez queda más lejos el tiempo en que Deantes me decía: «Lo único que sigue funcionando en mí cuando nada más lo hace es la escritura y el sex...