El mundo en que vivimos
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El mundo en que vivimos

  1. 864 páginas
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El mundo en que vivimos

Descripción del libro

Una magistral novela contra la corrupción y la codicia.

Augustus Melmotte, un banquero sin escrúpulos recién llegado a Londres, vende a sus inversores un producto sin valor y crea una burbuja que hace subir el precio de las acciones para acaparar beneficios. Esta historia, que podría pasar hoy, es la que se cuenta en esta novela de Anthony Trollope.

El mundo en que vivimos está ambientada en el Londres de finales del siglo XIX y es una obra maestra, reconocida por la crítica como la mejor novela de Trollope. Su origen se encuentra en que el autor, tras regresar a Inglaterra de las colonias en 1872, se quedó horrorizado por la inmoralidad y deshonestidad que encontró en su país. Indignado, se sentó a escribir El mundo en que vivimos, y nada escapó a la sátira de su pluma: ni los políticos, ni los banqueros, ni el mundillo literario, ni los apostadores, ni siquiera el sexo.

En un mundo de sobornos, venganzas y en el que las herederas se ganan como fichas de casino, los personajes de Trollope personifican los vicios de su sociedad, que son también los de la nuestra.

"Trollope no escribía para la posteridad, sino para su tiempo y momento, pero ese es precisamente el tipo de escritores a los que la posteridad prefiere."
Henry James

"Su sutil descripción de las relaciones humanas y del amor, así como del esfuerzo que supone tomar decisiones, no tiene rival. Es tan gracioso, tan sensible y tan lúcido respecto a cómo la gente busca dinero, poder y reconocimiento social que debería leerlo todo el que tenga pulso."
The Guardian

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788417743826
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

EL MUNDO EN QUE VIVIMOS

Anthony Trollope

Traducción de Claudia Casanova

1

Créditos

El mundo en que vivimos

V.1: abril de 2020
Título original: The Way We Live Now

© de la traducción, Claudia Casanova, 2014
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Ilustración de cubierta: The Dinner Party, de Ferenc Paczka - Bridgeman

Corrección: Ana Bustelo

Publicado por Ático de los Libros
C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª
08009 Barcelona
www.aticodeloslibros.com

ISBN: 978-84-17743-82-6
THEMA: FBC
Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

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4


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Contenido


Portada
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Página de créditos
Sobre este libro


Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 23
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Capítulo 91
Capítulo 92
Capítulo 93
Capítulo 94
Capítulo 95
Capítulo 96
Capítulo 97
Capítulo 98
Capítulo 99
Capítulo 100

Notas de la traductora
Sobre el autor
Sobre la traductora

El mundo en que vivimos

Una magistral novela contra la corrupción y la codicia


Augustus Melmotte, un banquero sin escrúpulos recién llegado a Londres, vende a sus inversores un producto sin valor y crea una burbuja que hace subir el precio de las acciones para acaparar beneficios. Esta historia, que podría pasar hoy, es la que se cuenta en esta novela de Anthony Trollope.
El mundo en que vivimos está ambientada en el Londres de finales del siglo xix y es una obra maestra, reconocida por la crítica como la mejor novela de Trollope. Su origen se encuentra en que el autor, tras regresar a Inglaterra de las colonias en 1872, quedó horrorizado por la inmoralidad y deshonestidad que encontró en su país. Indignado, se sentó a escribir esta obra, y nada escapó a la sátira de su pluma: ni los políticos, ni los banqueros, ni el mundillo literario, ni los apostadores, ni siquiera el sexo.
En un mundo de sobornos y venganzas en el que las herederas se ganan como fichas de casino, los personajes de Trollope personifican los vicios de su sociedad, que son también los de la nuestra.



«Trollope no escribía para la posteridad, sino para su tiempo y momento, pero ese es precisamente el tipo de escritores a los que la posteridad prefiere.»
Henry James

«La obra maestra de Trollope.»
The Observer

«Una historia de corrupción financiera que recuerda algunos escándalos recientes de la City.»
Daily Telegraph

«Su sutil descripción de las relaciones humanas y del amor, así como del esfuerzo que supone tomar decisiones, no tiene rival. Es tan gracioso, tan sensible y tan lúcido respecto a cómo la gente busca dinero, poder y reconocimiento social que debería leerlo todo el que tenga pulso.»
The Guardian

Capítulo 1

Tres editores


Sirvan estas líneas para presentar lady Carbury al lector. De su carácter y hazañas dependerá en gran medida el interés que tengan las páginas que siguen; esa tarde, permanecía sentada frente a su escritorio, en la habitación de su casa en la calle Welbeck. Lady Carbury se pasaba muchas horas frente a ese escritorio, escribía numerosas cartas, y no solamente cartas. En ese entonces, se refería a sí misma como una mujer dedicada a la Literatura, y siempre deletreaba la palabra con L mayúscula. Es posible desentrañar la naturaleza de su devoción analizando las tres misivas que esa mañana la ocupaban, y que había escrito con su veloz letra manuscrita. Lady Carbury era veloz en todo, y sobre todo en el redactado de cartas. He aquí la primera misiva.
Jueves, calle Welbeck

Querido amigo:
Me he asegurado de que le lleguen mañana las primeras galeradas de mis dos nuevos volúmenes, o como muy tarde el sábado, de modo que si lo desea, pueda darle un empujón a su esforzada servidora de usted en el periódico de la semana que viene. Hágalo, por favor. Me refiero al empujón. Usted y yo tenemos tanto en común, ¡y hasta me he aventurado a creer que somos realmente amigos! No pretendo halagarle al decir que su ayuda significaría más para mí que ninguna otra, y que sus alabanzas serían un bálsamo para mi vanidad más allá de cualquier otro elogio que pudiera recibir. Estoy casi segura de que le gustarán mis Reinas criminales. El esbozo de Semíramis posee fuerza, aunque tuve que modificar un poco las cosas para subrayar su culpabilidad. Cleopatra, por supuesto, la he tomado prestada de Shakespeare. ¡Menuda descarada! No pude convertir a Julia en reina, pero era una personaje demasiado jugoso como para prescindir de él. En las dos o tres damas del imperio, se dará usted cuenta de lo mucho que domino mi Gibbon. ¡Pobre y querido Belisario! Hice lo que pude con Juana, pero no logré sentir pena por ella. Hoy en día, simplemente habría dado con sus huesos en Broadmore. Espero que no piense que he sido demasiado dura con Enrique VIII y su pecaminosa aunque desdichada Howard. Y Ana Bolena no me gusta nada. Me temo que he caído en la tentación de extenderme en demasía sobre la italiana Catalina, pero confieso que siempre fue mi favorita. ¡Qué mujer! ¡Un verdadero demonio! Es de lamentar que un segundo Dante no creara para ella un infierno especial. El resultado de sus enseñanzas se ve a las claras en la vida de nuestra María escocesa. Confío en que esté de acuerdo en mi opinión sobre la reina de los escoceses. ¡Culpable, siempre culpable! Adulterio, asesinato, traición: todo y más. Sin embargo, debemos ser compasivos a causa de su sangre real. Nació y se crió como una reina, se casó como una reina y estuvo rodeada de reinas: ¿cómo podía escapar de la culpa? No declaro inocente a Maria Antonieta, no me decido. No tendría el menor interés, y además hasta quizá sería una falsedad. La he acusado con amor, no obstante, y la reconvengo con un beso. Espero que el público británico no se enfade porque no tapo las vergüenzas de Carolina, especialmente teniendo en cuenta que estoy de acuerdo con ellos acerca de su lamentable marido.
Pero no quiero malgastar su tiempo enviándole otro libro, aunque me llena de satisfacción pensar que estoy escribiendo un texto que solamente usted leerá. Hágalo personalmente, como buen hombre que es, y con indulgencia, como el gran hombre que también es. O mejor dicho, como el amigo que le considero, léala con cariño.

Agradecida y entregada,
Matilda Carbury
Al fin y al cabo, ¿cuántas mujeres son capaces de elevarse más allá del miasma que denominamos amor, y convertirse en algo más que meros juguetes en manos de los hombres? De entre todas las pecadoras lujuriosas y de sangre real que me han ocupado, su mayor desliz fue consentir, en algún momento de sus vidas, ser juguetes sin ser esposas. Me he esforzado por mantenerme dentro de los límites de la propiedad, pero hoy en día en que las muchachas leen de todo, ¿por qué no iba una mujer madura como yo a escribir sobre lo que se le antoje?

Dicha carta estaba dirigida al señor Nicholas Broune, editor del diario Morning Breakfast Table, de elevado carácter moral, y como era la más larga también era considerada la más importante de las tres. El señor Broune era un hombre poderoso en su profesión, y le gustaban las señoras. En su carta, lady Carbury se había calificado de mujer de cierta edad, pero lo hacía convencida de que nadie más la consideraba bajo esa luz. Su edad no será un secreto para el lector, aunque no la había divulgado ni entre sus amigos más íntimos, entre los que se contaba el señor Broune. Tenía cuarenta y tres años, tan bien llevados, y tan bien dotada estaba dicha señora por la Naturaleza, que era imposible negar que aún era un mujer hermosa. Y no solamente empleaba su belleza para incrementar su influencia, como suele suceder con las mujeres a las que la fortuna sonríe en ese aspecto, sino que calculaba cuidadosamente cómo obtener ayuda material para vivir, fin muy necesario a sus ojos, adaptando con prudencia las cosas buenas con que la Providencia la había dotado a sus objetivos. No se enamoraba, no flirteaba voluntariamente, ni se comprometía; pero sonría y susurraba, intercambiaba confidencias, y miraba a los hombres como si existiera un misterioso lazo que los uniera con ella, si tan solo las misteriosas circunstancias lo permitieran. El fin de todo ello era inducir a los demás a hacer algo que impulsara a un editor a pagarle por sus indiferentes escritos, o que se enfrentara con menos severidad a sus textos, cuando los méritos de los mismos así lo exigieran. El señor Broune era, de entre todos sus amigos de círculos literarios, en quien más confiaba, y al señor Broune le gustaban las mujeres guapas. Quizá valga la pena ofrecer un breve resumen de la escena que tuvo lugar entre lady Carbury y su amigo, un mes antes de que tuviera lugar la redacción de la carta. Lady Carbury quería que este aceptara una serie de textos para el Morning Breakfast Table, y que los abonara a la tarifa de categoría 1, aunque sospechaba que el señor Broune no estaba muy convencido de los méritos de su labor. Lady Carbury era consciente de que sin un trato especial, era muy dudoso que obtuviera una remuneración de tarifa de categoría 2, o incluso de categoría 3. De modo que lo miró a los ojos, y posó su suave y blanda mano sobre la del señor Broune durante unos instantes. Un hombre enfrentado a esas circunstancias a menudo pasa por una situación embarazosa, sin saber si decantarse por una cosa o por la otra. El señor Broune, en un momento de entusiasmo, había rodeado la cintura de lady Carbury con sus brazos, y la había besado. Decir que lady Carbury se había ofendido, como tantas mujeres habrían reaccionado al ser tratadas así, no transmitiría la imagen justa de su carácter. Se trató de un pequeño incidente, que no causó daño alguno, a menos que fuera el de romper su relación con un valioso aliado. Su sentido del pudor no sufrió, pues ¿qué importaba? No la habían insultado imperdonablemente, ni había pasado nada malo. Bastaba con convencer al pobre y susceptible asno de que esas no eran maneras de comportarse.
Sin temblar ni ruborizarse, lady Carbury logró zafarse del abrazo, y luego le obsequió con un excelente discursito:
—¡Señor Broune, qué tontería, qué locura, qué equivocación! ¿No le parece? ¡Dudo que quiera poner fin a la amistad que nos une!
—¿Poner fin a nuestra amistad? ¡Lady Carbury, eso no!
—Entonces, ¿por qué arriesgarla con un acto así? Piense en mi hijo y en mi hija, ambos ya crecidos. Piense en los sinsabores que he vivido, en cuánto he sufrido inmerecidamente. Nadie lo sabe tan bien como usted. Piense en mi reputación, ¡cuántas veces han intentado mancillarla, sin éxito! Dígame que lo siente, pues, y todo quedará olvidado.
Cuando un hombre besa a una mujer, no le apetece disculparse inmediatamente después. Eso equivaldría a afirmar que el beso no ha estado a la altura de sus expectativas. Así, el señor Broune no pudo satisfacer la petición de lady Carbury, quien a su vez quizás tampoco lo esperaba. Dijo él:
—Usted sabe que no querría ofenderla por nada en el mundo.
Y eso bastó. Lady Carbury volvió a mirarlo a los ojos, y ese día obtuvo la promesa de que se imprimirían sus artículos, con una generosa remuneración.
Cuando la entrevista terminó, lady Carbury pensó que había sido un éxito. Por supuesto que era de esperar que surgieran incidentes, cuando se tenía que luchar trabajosamente para salir adelante. La señora que se ve obligada a alquilar un carruaje que pasa por la calle se encontrará con barro y polvo, a diferencia de su vecina más pudiente, que posee un carruaje privado. Claro que habría preferido que el señor Broune no la besara, pero ¿qué importaba? Sin embargo, para el señor Broune el asunto era un poco más serio. «Demonios», se dijo al salir de la casa, «no hay manera de llegar a entenderlas, por mucha experiencia que uno tenga». A medida que se alejaba, casi pensó que lady Carbury había querido que la besara de nuevo, y a punto estuvo de enfadarse consigo mismo por no haberlo hecho. Después del incidente, la vio tres o cuatro veces más, pero tuvo buen cuidado de no repetir la ofensa.
Seguiremos ahora con las cartas restantes, ambas destinadas a los editores de otros tantos periódicos. La segunda estaba dirigida al señor Booker, del Literary Chronicle. El señor Booker era un esforzado profesor de literatura, no desprovisto de talento, ni de influencia, ni de conciencia. Pero, a causa de la naturaleza de sus esfuerzos, de los compromisos a los que se había visto obligado a adquirir, por parte de sus colegas autores por un lado, y las demandas de sus empleadores por el otro, únicamente preocupados por el beneficio económico, se había acomodado en un trabajo rutinario en el cual resultaba difícil ser escrupuloso, y casi imposible alimentar el lujo de una conciencia literaria. Ahora era un hombre calvo de sesenta años, con numerosas hijas, una de las cuales era viuda y tenía dos hijos, y los tres dependían de él económicamente. El señor Booker ganaba un sueldo de quinientas libras al año como editor del Literary Chronicle, diario que gracias a su energía se había convertido en una cabecera muy leída. También escribía para otras revistas literarias, y casi cada año publicaba un libro propio. Sobrevivía, y los que conocían su reputación, pero no le conocían a él, le consideraban un hombre de éxito. Siempre conservaba el ánimo, y en los círculos literarios lograba hacerse valer. Pero la presión de las circunstancias le obligaba a aceptar todo lo bueno que le salía al paso, y apenas podía permitirse ser independiente. Hay que aclarar, además, que los escrúpulos literarios no formaban parte ya de sus preocupaciones, desde hacía tiempo. La segunda carta, pues, rezaba así:
Calle Welbeck, 25 de febrero de 187—

Estimado señor Booker:
Le he pedido al señor Leadham [el cual era socio principal de la empresa editorial Leadham & Loiter] que le enviara un ejemplar anticipado de mi obra Reinas criminales. También he acordado con mi amigo el señor Broune que voy a reseñar su Nueva historia de una bañera en el Breakfast Table. De hecho, estoy en ello en estos momentos, y me estoy esforzando mucho. Si desea que haga mención de algún aspecto específico del protestantismo de la época, no dude en decírmelo. Igualmente, me agradaría mucho que hiciera usted mención de mi profunda investigación histórica, detalle que confío a su buen saber. No se retrase, se lo ruego, pues las ventas dependen en gran medida de que salgan reseñas tempranas. Solamente me pagan mediante regalías, que no cobro hasta alcanzar los primeros cuatrocientos ejemplares de venta.

Sinceramente,
Matilda Carbury

Alfred Booker
Literary Chronicle, Office, Strand
Al señor Booker no le escandalizó en absoluto recibir dicha nota. Se rió para sus adentros, con una risita agradablemente reticente, mientras pensaba en lady Carbury escribiendo sobre sus opiniones acerca del protestantismo. También pensó en los numerosos errores históricos en los que la aguda dama sin duda había incurrido, habida cuenta de que escribía sobre asuntos de los que, el señor Booker estaba convencido, lo ignoraba todo. Sin embargo, no le pasó por alto que una reseña favorable de su concienzuda obra, titulada Nueva historia de una bañera, en el Breakfast Table, no sería nada desdeñable, aun si llegara de la mano de una charlatana literaria, y por lo tanto no tendría el menor escrúpulo en devolver el favor cubrie...

Índice

  1. EL MUNDO EN QUE VIVIMOS
  2. Sobre el autor
  3. Sobre la traductora