Terapia familiar de las psicosis
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Terapia familiar de las psicosis

Entre la destriangulación y la reconfirmación

Juan Luís Linares

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Terapia familiar de las psicosis

Entre la destriangulación y la reconfirmación

Juan Luís Linares

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Aunque continúen siendo el principal desafío de la psiquiatría, y no digamos de la psicoterapia, hace tiempo que las psicosis han dejado de estar de moda, o, al menos, de ocupar la posición emblemática que ostentaron desde los inicios de la era psiquiátrica moderna.Un contrasentido semejante, que ni merece ser calificado de paradoja, sólo es posible por la frivolidad mercantilista que preside la aparición y desaparición de "productos de gran actualidad" en un terreno como la salud mental que, por definición, debiera estar a salvo de tales fluctuaciones. Parece que los mercados, tanto el de los psicofármacos como el de las servidumbres mediáticas que inevitablemente los acompañan, necesiten una periódica renovación de las entidades psicopatológicas que dan de qué hablar.La clasificación de los trastornos mentales y sus supuestas raíces biológicas han sido dos bestias negras de la epistemología sistémica que, referidas a las psicosis, se convierten en sendos problemas insoslayables.Por otro lado, afortunadamente, los avances en las neurociencias han acabado por desactivar la vieja polémica entre geneticistas y ambientalistas. Este libro pretende aportar unos elementos de reflexión sobre las psicosis, que parten de la evidencia clínica de su compleja realidad. Juan Luis Linares nos lo escribe desde una posición integradora, aunque su condición de psicoterapeutas le conduce a "ocuparse de la relación". Y, por cierto, a sacarle el máximo partido a lo que ello comporta, tratándose de los complejos y fascinantes procesos relacionales del universo psicótico.

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Información

Año
2019
ISBN
9788471129390
Categoría
Psicología
Categoría
Psicoterapia
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Lo he contado muchas veces a quien quisiera oírme. Los psicóticos entraron en mi vida cuando, apenas un niño y de la mano de mi padre, director del hospital psiquiátrico de Málaga, visitaba en ocasiones dicha institución. Entre fascinado y asustado, contemplaba con los ojos como platos a los personajes que desfilaban ante mí, mientras mi padre me tranquilizaba con su serena voz: “Mira, Juan Luis, ese señor es un parafrénico y tiene un delirio cosmológico. Dice que él creó el mundo en tres días, la mitad del tiempo que se tomó Dios.”
Mi vocación psiquiátrica se despertó en ese contexto, y se consolidó quince años más tarde, trabajando como médico residente en el Instituto Mental de la Santa Cruz de Barcelona. Residente entonces quería decir que, de verdad, se residía en el hospital, por lo que viví allí más de dos años, sumergido físicamente en el mundo de las psicosis. Más adelante referiré alguna anécdota de las infinitas que jalonaron aquella etapa de mi vida, así como los años posteriores, ya formado como psiquiatra y trabajando siempre en entornos hospitalarios.
Aunque continúen siendo el principal desafío de la psiquiatría, y no digamos de la psicoterapia, hace tiempo que las psicosis han dejado de estar de moda, o, al menos, de ocupar la posición emblemática que ostentaron desde los inicios de la era psiquiátrica moderna. Un contrasentido semejante, que ni merece ser calificado de paradoja, solo es posible por la frivolidad mercantilista que preside la aparición y desaparición de “productos de gran actualidad” en un terreno como la salud mental que, por definición, debiera estar a salvo de tales fluctuaciones.
Parece que los mercados, tanto el de los psicofármacos como el de las servidumbres mediáticas que inevitablemente los acompañan, necesiten una periódica renovación de las entidades psicopatológicas que dan de qué hablar. Es así como florecen entidades como la “dependencia a Internet”, la “ludopatía” o la “vigorexia”, que permiten sabrosas entrevistas a sesudos psiquiatras, empeñados en desvelar los arcanos de problemáticas de rabiosa actualidad. Se asiste también a la eclosión de pandemias, que encuentran complicidades en sectores significativos de la opinión pública, fascinados colectivamente por la evidencia de que ciertos fenómenos, debidamente etiquetados, resultan fáciles de comprender. Los disléxicos de ayer son los hiperactivos de hoy, y todos contentos.
Todavía hace algunos decenios, la sociedad moderna se regía por patrones económicos y culturales basados en la producción. Eran los tiempos del florecimiento de la industria pesada, de los grandes imperios coloniales, del capitalismo de Manchester y de la construcción de una imponente red de manicomios. Como emblema psiquiátrico de la productividad, la esquizofrenia imperaba indiscutida con su deslumbrante riqueza de síntomas. Pero pasaron los años, y el postmodernismo impuso un cambio de paradigma que, de la producción, pasó a basarse en el consumo. Tan fácil era producir, que los países emergentes y del tercer mundo se ocuparon de ello sin mayores dificultades. Lo verdaderamente importante era consumir, y a estudiar el fenómeno se dedicaron las grandes universidades, mientras lo ponían en práctica los más sofisticados países del primer mundo. En el campo de la psiquiatría, las posiciones emblemáticas fueron ocupadas por las entidades que demostraban su vigencia como abanderadas del consumo: las drogodependencias, los trastornos de la conducta alimentaria y, muy especialmente, las depresiones. El fenómeno Prozac se sigue estudiando seguramente en las más prestigiosas escuelas de negocios.
Y no es que las psicosis no produzcan pingües beneficios a la industria farmacéutica. Los nuevos medicamentos antipsicóticos alcanzan precios astronómicos y generan espectaculares márgenes comerciales. Pero el psicótico no es un buen consumidor. A diferencia del depresivo, que baja la cabeza y dice “Sí, doctor, como usted disponga”, teniendo incluso la exquisita delicadeza de culpabilizarse si no mejora, el psicótico se muestra siempre rebelde y respondón y, a la primera de cambio, suspende la medicación o trampea con ella, desarrollando una dinámica con su psiquiatra de continuo tira y afloja. Esa es, probablemente, una razón de que su popularidad haya disminuido en el ranking psiquiátrico.
También es digno de consideración el impacto de la ofensiva que, en Estados Unidos, protagonizaron las asociaciones de familiares de esquizofrénicos hace ya varias décadas. Ellas, en efecto, reaccionaron airadamente a los planteamientos acusatorios que atribuían a la terapia familiar, apoyados en expresiones como “madre esquizofrenógena” (acuñada, por cierto, por una autora psicoanalista y no sistémica, FROMM-REICHMANN, 1959) y trataron de conseguir que las autoridades sanitarias norteamericanas sacaran la esquizofrenia de la psiquiatría para integrarla en la neurología. Aunque no se llegó a realizar semejante dislate, lo traumático del proceso aún influye en la actualidad en la inseguridad con la que la terapia familiar aborda el dominio de las psicosis.
Pero no todas las culpas del abandono del campo de las psicosis por parte de la terapia familiar vienen de fuera. No hay que minusvalorar la importancia de la cómoda autocomplacencia de los propios sistémicos, que han encontrado en problemáticas menos comprometidas, como las dificultades de comunicación o los conflictos de pareja, territorios de proyección más confortables. La ortodoxia postmoderna, que ha impuesto, con base principal en Estados Unidos, un modelo hegemónico apoyado en la conversación colaborativa, la improvisación y otras trivialidades por el estilo, no se siente a gusto con los psicóticos, a pesar de que éstos fueran la musa inspiradora de la terapia familiar sistémica y de que en su nombre se escribieran otrora sus más bellas y estimulantes páginas.
Porque, efectivamente, así fue.
No fue casual que la terapia familiar naciera en Palo Alto en los años sesenta del siglo XX, en torno a la figura de Gregory BATESON e inspirada por la comunicación del esquizofrénico y sus familiares. No lejos de allí, en el Silicon Valley, en aquellos momentos, se estaba inventando la informática, lo cual suscitaba la presencia en la región de los grandes nombres de las ciencias de la comunicación. Y, en ese contexto, Gregory BATESON aterrizó llevando en su maleta sus experiencias con los Iatmules en Nueva Guinea y la principal consecuencia de las mismas para la teoría de la ciencia: el libro Naven y la cismogénesis (BATESON, 1958).
BATESON no era un clínico ni, menos aún, un psicoterapeuta, pero su refinada curiosidad intelectual le hacía detectar fácilmente lo que podía resultar relevante para su principal área de interés: la comunicación. Y así fue como entró en contacto con Don JACKSON, psiquiatra formado con SULLIVAN (1953) y su teoría de las relaciones interpersonales. Es interesante recordar que este autor, psicoanalista norteamericano de la generación culturalista, revisó la obra de Freud desde la perspectiva social y cultural, ocupándose especialmente de la esquizofrenia. Para SULLIVAN, y por extensión para el primer Jackson, ésta no era sino el resultado de un prolongado asalto al yo interno del individuo (“self system”), en situaciones de agresión psicológica extrema.
BATESON y JACKSON se encontraron en el común interés por la comunicación entre el esquizofrénico y su familia, quedando vinculados con lazos de la más exquisita complementariedad. Lo que en el primero era profundidad teórica y eclecticismo pragmático, que lo llevaría de los iatmules a los esquizofrénicos y de éstos a los delfines, en el segundo era agudo espíritu clínico. De su colaboración surgiría una de las más importantes empresas intelectuales de mediados del siglo XX: la raíz comunicacionalista de la terapia familiar y su construcción emblemática, la teoría del doble vínculo. Ambas inconcebibles sin su musa inspiradora, la esquizofrenia.
Quien haya trabajado con psicóticos sabe lo que es quedar seducido por su comunicación.
Sebastián solía rondar la puerta del hospital psiquiátrico en el que residía desde hacía más de treinta años. No pretendía escaparse, sino que se había especializado en la recepción de los visitantes. Y lo hacía siempre de la misma manera, como quien pone en escena un espectáculo muy ensayado. Y también, como un gran actor, conseguía siempre arrancarle a su representación matices nuevos e insospechados.
Se limitaba a mirar fijamente a su desconocido interlocutor y, enarcando sus pobladas cejas sobre el brillo de sus chispeantes ojos azules, pronunciar una frase, siempre la misma:
“Te considero un buen chico.”
Luego soltaba una carcajada y se alejaba, sin dejar de mirar al atónito visitante.
Sebastián padecía una forma especialmente grave de lo que entonces se conocía como “esquizofrenia hebefrénica”, ahora llamada “esquizofrenia desorganizada”. Llevaba treinta años internado y había recibido todo tipo de tratamientos: comas insulínicos, electroshocks, abscesos de fijación con trementina y, por supuesto, todos los neurolépticos existentes hasta el momento. No se le conocían familiares vivos y presentaba todos los síntomas primarios típicos de la modalidad más destructiva de esquizofrenia, que le afectaba desde la adolescencia: intensa disgregación, incongruencia ideo-afectiva, risas inmotivadas, profunda alteración del curso del pensamiento y, desde luego, pobrísima sociabilidad. Pero, tras el misterio que envolvía su breve vida anterior al manicomio, Sebastián era una paradoja con forma humana. Las risas inmotivadas dejaban de serlo si se reparaba en la tremenda ironía que transmitían sus ojos chispeantes, capaces de comunicar que se reía del mundo y de sí mismo. Oyéndole pronunciar su frase talismán, “te considero un buen chico”, se podían detectar abundantes matices, desde “sé bueno conmigo” hasta “no estoy seguro de nada”. Y en cuanto a la pobre sociabilidad, Sebastián era un gran seductor, con innumerables aventuras homosexuales… en una institución que le impedía el acceso a las mujeres.
En el mismo hospital psiquiátrico y aproximadamente en la misma época, justo antes de las reformas que, a principios de los años setenta del pasado siglo, cambiaron el panorama de la asistencia psiquiátrica en España y en otros países, se podían contemplar curiosas escenas con motivo de las visitas de los familiares a sus pacientes internados.
En uno de los grandes patios ajardinados que constituían los lugares de encuentro habituales, se reunían una o dos veces por semana una madre y sus dos hijos gemelos, de algo más de cuarenta años de edad. Pepe y Paco, que así se llamaban, estaban, ambos, diagnosticados de esquizofrenia paranoide. Pero, mientras Pepe llevaba internado casi veinte años y ocupaba plaza en una sala de crónicos, Paco acababa de ingresar en la sala de agudos. Al parecer, el retraso en la irrupción y en el desarrollo de su proceso psicótico le había permitido permanecer más tiempo en casa manteniendo un estatus de privilegio con respecto a su hermano, ahora ya insostenible.
La escena, que se repetía una y otra vez con asombroso parecido, era la siguiente. La madre se sentaba en el extremo de un banco, extendiendo junto a ella un paño de cocina, mientras que Pepe se sentaba en el otro extremo y Paco permanecía al lado de pie. La madre iba extrayendo alimentos de un cesto y distribuyéndolos sobre el improvisado mantel, dirigiéndose a sus hijos con total naturalidad:
—“El atún es para ti, Paquito, que sé que te gusta mucho, para que te pr...

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