
- 452 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
El pensamiento social y político de Bergoglio y Papa Francisco
Descripción del libro
Con una atenta y minuciosa selección de textos, discursos y homilías de Jorge Mario Bergoglio,
este volumen remarca la continuidad existente en sus palabras desde el inicio de su camino sacerdotal hasta llegar al "pontificado de la ternura y de la misericordia", como ha sido definido por conocidos comentaristas.
Se ofrece a los lectores una reseña sobre la concepción social y política del primer pontífice latinoamericano, que pone en el centro de su reflexión a los pobres y al ejercicio de la política como construcción del bien común. La indignación profética gritada en Lampedusa contra la "globalización de la indiferencia" es la misma manifestada en la Plaza Constitución de Buenos Aires contra la trata de personas y el trabajo esclavo.
La reflexión humanista de Bergoglio, fuertemente enfocada en la defensa de la persona humana, revela también la riqueza de pensamiento de la Iglesia, poco conocido y distorsionado por estereotipos culturales.
Se ofrece a los lectores una reseña sobre la concepción social y política del primer pontífice latinoamericano, que pone en el centro de su reflexión a los pobres y al ejercicio de la política como construcción del bien común. La indignación profética gritada en Lampedusa contra la "globalización de la indiferencia" es la misma manifestada en la Plaza Constitución de Buenos Aires contra la trata de personas y el trabajo esclavo.
La reflexión humanista de Bergoglio, fuertemente enfocada en la defensa de la persona humana, revela también la riqueza de pensamiento de la Iglesia, poco conocido y distorsionado por estereotipos culturales.
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Información
Categoría
Teología y religiónCategoría
Denominaciones cristianasPARTE I
PENSAMIENTO SOCIAL
CRITERIOS DE ACCIÓN APOSTÓLICA
Boletín de Espiritualidad de la Compañía de Jesús, n.º 64, enero de 1980
Recopiló J. M. Bergoglio
En este ensayo, delineado según el esquema ignaciano la lucha por la fe y la justicia, Bergoglio indica cómo la promoción de esta última, para la Compañía de Jesús en Argentina, se encarna en una relación directa y personal con los pobres. El trabajo de los formadores, de los responsables, debe poner en contacto a los jóvenes, futuros religiosos, con las «llagas vivientes de Cristo» que luego contribuirá también en el cambio de las estructuras sociales, económicas y políticas. Este cambio debe suceder en la historia concreta de un pueblo. En el escrito, el entonces Provincial argentino de los jesuitas, habla del trabajo de frontera, de periferia, como elección irrenunciable, para conquistar aquel vigor apostólico necesario en una acción evangelizadora renovada.
1. La tentación del triple repliegue
Una tentación en la que podemos caer es el quedarnos en un repliegue eterno, contentándonos con lo que hemos logrado.
Esto es malo: empacha al alma. Pero también es malo vivir en desazón, duda, cuestionamiento por sí mismo, como si no quisiéramos sentir el consuelo del Señor.
¿Cómo entonces proceder, aceptando los dones y visitas del Señor, y —a la vez— no haciendo allí «nido» que nos prive de avanzar?
Conviene recordar que el estado habitual de un jesuita debiera ser la consolación, al menos en su expresión de paz: como dice san Ignacio, consolación es «… todo aumento de esperanza, fe y caridad, y toda leticia —o alegría— interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima, quietándola y pacificándola en su Creador y Señor…» (EE 316).
La lucha diaria por el Reino debe llevarnos a «lanzar» la desolación (cfr. 313) y a habituarnos a vivir discretamente en esa paz que es fruto de los dones del Señor, pues de esa paz y consuelo (del ánima quieta y pacificada) nace la creatividad apostólica que es el más fecundo criterio de acción.
Parece ser, por el contrario, de «mal espíritu» andar temiendo el gozo que conlleva la visita del Señor. Se trata de un pudor malo, insolente diría, que termina torturándonos en la esterilidad.
Malo es engolosinarse con la consolación —tal actitud, posterior a la verdadera consolación, puede hacer «del propio discurso… o por el mal espíritu» (cfr. EE 337)—. Y malo también es no aceptar la consolación y la paz del Señor (cfr. Mt 28, 17; Mc 16, 8; Lc.24, 11. 25. 41; Jn 20, 25 y 27-29).
Cuando sucede alguna de estas dos cosas, nos hará muy bien, siguiendo el consejo de san Ignacio: «… mucho advertir el discurso de los pensamientos y (ver)… si en el discurso de los pensamientos… acaba en alguna cosa mala o distractiva, o menos buena que la que… tenía propuesta hacer o la enflaquece o inquieta o conturba al ánima, quitándole la paz, tranquilidad o quietud que antes tenía…», pues es esa «clara señal (de) mal espíritu, enemigo de nuestro provecho y salud eterna» (EE 333).
Incluso el deseo de desprecios y humillaciones —cuales se podrían dar en la acción apostólica— debe tener su raíz en el gozo y la paz de sentirse perdonado: como dice san Ignacio, de la pregunta acerca de «lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo…» (EE 53).
2. La creatividad como gracia y como tentación
Existe una creatividad que nace del gozo del Señor y que es una gracia. Se trata de la creatividad que toma cuerpo en la elección ignaciana, consolidada por la confirmación que el Señor nos da.
Cuando —en el Principio y Fundamento de los Ejercicios— miramos para qué somos creados, cuando —en los mismos Ejercicios— renovamos nuestro ofrecimiento al Rey Eternal (EE 97) y pedimos luego ser «… recibidos debajo de su bandera» (EE 147) hasta el punto de «pasar oprobios e injurias por más en ellas le imitar (al Señor)» (ibidem), buscando alcanzar, «si igual o mayor servicio y alabanza fuere a la su divina majestad» (EE 168), la «tercera… humildad perfectísima»; y con estos sentimientos le preguntamos al Señor qué quiere de nosotros, entonces somos creativos en Dios: nuestro magis tiene rostro concreto, importa desafíos concretos, pide soluciones concretas (1).
Esta creatividad, porque es gracia, puede también ser tentada: cuando nos quedamos con las secuelas de la consolación, creyendo que allí está hablando el Señor (cfr. EE 336), y nos engolosinamos, volviéndonos pasivos, «instalados»; o cuando simplemente no aceptamos el consuelo de Jesús, como si le tuviéramos miedo, y nos enredamos en la ansiedad de buscar un espíritu «creativo» que —en definitiva— resulta una entelequia sin raigambre histórica. Ante esta doble tentación posible, hemos de recordar que nuestra creatividad en Dios debe ser a la vez sencilla y fuerte: un seguir andando —sin quedarnos— en el espíritu creativo con que el Señor ha querido bendecirnos.
Quienes estáticamente se quedan gozando de los progresos apostólicos realizados no superan nunca el espíritu infantil que solo sabe pedir cosas para el propio contentamiento. Quienes —por otra parte— se angustian en buscar una creatividad en el aire demuestran en su actitud ese espíritu adolescente solamente consonante con protestas y reivindicaciones porque no aceptan en su corazón su pertenencia al grupo apostólico —sacerdotal, religioso, laical— que es como un hogar o familia donde se da el gozo en el Señor que, al ser fuerza nuestra (cfr. Neh 8, 10), nos identifica y consolida. Los primeros son los superficiales cómodos; los segundos, los atormentados más cuáqueros que católicos, los niños de que nos habla san Pablo (en griego nepíoi, cfr. 1 Co 3, 1). Ambos niegan la historia, ya sea los primeros en su continuo caminar, ya sea los segundos en su lento consolidarse para no tornarse deleznables por debilidad. Ambas posturas no ayudan al divino servicio porque no son del Señor (2).
Algunas veces deberíamos preguntarnos por la insatisfacción, el «sentimiento de culpa» escondido, la carencia de identidad apostólica —sacerdotal, religiosa, laical— que puede anidar en estas posturas. Ciertamente quienes las sufren no han sabido alcanzar todavía la capacidad de sobrellevar aquellas antinomias que hacen a nuestro ser de apóstoles y que tienen su fórmula compendiosa en el clásico —dentro de la espiritualidad jesuita— de «contemplativo… en la acción».
Nuestra creatividad ha de ser adulta, con la sonrisa fresca de quien se sabe feliz por estar rodeado de la ternura y la bendición del Señor; y también con la sagacidad de juicio de aquel que ha comprendido que aún en las consolaciones —o después de ellas, como dice EE 336— el demonio nos puede tentar (cfr. EE 331).
Nuestra creatividad es, en definitiva, una gracia y por tanto, hay que pedirla; y cuando nos la haya dado, que nos la conserve.
3. La cohesión como gracia
Hay una cohesión —o unión de los «ánimos», de que habla san Ignacio de la Parte VIII de sus Constituciones— que es punto de referencia y base de lanzamiento para nuestra creatividad apostólica.
La tentación, en cambio, puede llevarnos a fantasear sobre una creatividad al margen o prescindiendo de la unidad del cuerpo apostólico del que formamos parte. Una actividad creativa de tal índole no puede prometerse futuro: trabaja en función del momento, negando el tiempo, el tiempo de Dios.
Es propio del mal espíritu proponer éxitos momentáneos («placeres aparentes, haciendo imaginar delectaciones…», EE 314), mentirnos haciéndonos vislumbrar el «momento» como si fuera tiempo o eternidad. El resultado de tal falacia es la desolación, la desunión, «oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor (y) hallándose —la persona— toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Creador y Señor» (EE 317).
En cambio es propio del Señor de la Paciencia y de la Esperanza salvar en el tiempo: por eso es para nosotros el «Señor de la Gloria».
4. El repliegue como voluntad de Dios
La cohesión del cuerpo implica a veces un repliegue. Pero es un repliegue que no entraña quedantismo o ineficacia: en los últimos años, hemos tenido que replegarnos en varios sectores (por ejemplo, en lo educacional, circunscribiéndonos a dos colegios y una sola universidad).
Tal repliegue apostólico implicaría un sentido tacticista e inmanente si se lo considera descontextuado, obviando su real significado dentro de un discernimiento más amplio que ve la Voluntad de Dios más allá del repliegue.
El repliegue es un hecho, parte de un proceso que supo —frente a múltiples miedos— de audacias, de lectura y aceptación de los desafíos, de deseo de mayor servicio a los pobres del Señor.
En realidad, no se trata de un repliegue, sino de un proceso de hacerse cargo de sus reservas para potenciarlas en la acción futura. Aquí se esconde una riqueza grande, pero también la raíz de una tentación, porque pretender reducir todo a un repliegue importa caricaturizar ese sentido de reserva, considerándolo como mero movimiento táctico. El repliegue sería así una caricatura.
Pero ¿cuáles serían estas reservas, inspiradoras de las opciones apostólicas?
4.1 En primer lugar, nuestro pueblo fiel que nos conduce a una actitud de servicio a los más necesitados de Dios, de justicia, de pan.
Las opciones en el servicio de la fe y la promoción de la justicia (cfr. CG XXXII, Decreto 4) —o la opción preferencial por los pobres, del Documento de Puebla— han de eludir el fácil camino ilustrado de «todo para el pueblo, pero nada con el pueblo».
Por otra parte, la cercanía de este pueblo considerado como «fiel» nos enmarca en las reales dimensiones de sus reclamos, evitando considerarlo en su piedad y valores, o «alienado» (como lo pretenden las izquierdas ateas), o «supersticioso» (como lo juzgan las derechas descreídas).
4.2 Unida a lo anterior está la reserva que implica la historia y la cultura de nuestro pueblo.
Nuestro pueblo tiene una manera de ser y una historia que marca hitos y determina exigencias para nuestra acción evangelizadora. En otras palabras, el sentido de inculturación (cfr. CG XXXII, Decreto 5) es una de las reservas que debemos recuperar.
Los que entre nosotros trabajan entre el pueblo sencillo (los «niños y rudos», que decía san Ignacio, sin darle a esta última palabra ningún sentido peyorativo) no se alimentan en una mística evasiva de «huir a los montes»: trabajan en el corazón mismo del pueblo que les fue confiado; y, por otra parte, esta «labor de frontera» tiene una real incidencia en el interés y en los deseos de todos los demás, influyendo —especialmente— en sus pautas valorativas, en todas las decisiones, en sus enfoques.
4.3 Otra reserva es —hablamos ahora concretamente de la Argentina— la reserva de nuestra historia jesuítica local y universal y la de nuestra espiritualidad.
Ejercicios Espirituales prácticamente de todos los jesuitas de esta Provincia, Ejercicios en comunidad, mes de Ejercicios que hicieron varios, Cursos de Ejercicios, publicaciones del Centro de Espiritualidad…
Reencontrarnos con estas realidades que están en la base de nuestro estilo de vida y nuestra historia nos fortaleció a todos.
4.4 La piedad como la conciencia de la necesidad de recurrir al Padre de los Cielos que es Providente.
Todos rezamos: esto lo percibimos. Y lo hacemos con un sentido de la Providencia divina que nos ayuda a recuperar la imagen de nuestro Dios Padre y Providente, riqueza de nuestra espiritualidad popular (cfr. Evangelii Nuntiandi n.º 48). No es raro encontrarnos recurriendo a la oración de petición, los unos por los otros, por nuestras obras, por nuestros trabajos apostólicos… por nosotros mismos.
5. La fortaleza
Al recuperar nuestras reservas, nos hemos fortalecido en el Señor.
Esto es una gracia: hemos crecido en familiaridad con el Señor, en coraje —o celo, como decía san Ignacio— apostólico (cfr. Const 813: «los medios que juntan el instrumento con Dios y le disponen para que se rija bien de su divina mano…»), en una palabra, hemos crecido en «parresia» —ante Dios y ante los hombres, nuestros hermanos—, en esa «parresia» que nace de lo serio y lo contundente del impulso transformatorio del Misterio de Cristo (cfr. Gaudium et Spes n.º 22).
Con humildad podemos decir que la misericordia de nuestro Señor nos ha hecho sentir su fortaleza.
Y con la misma fortaleza nos hemos abocado al trabajo de formar reservas para nuestro futuro.
El Noviciado y la Comunidad de Estudiantes son una preocupación cotidiana, no solo planteada en términos de futuro (lo cual ya sería pensar en la supervivencia), sino también en términos de derecho: los jóvenes tienen derecho a tener abuelos, y los ancianos tienen derecho a tener nietos. Ambos —ancianos y jóvenes— deben darse mutuamente «razón de su esperanza».
Plantear las cosas de este modo hace que la esperanza del futuro no se ponga solo en la cantidad y calidad de los jóvenes (lo cual sería lícito en un estadio funcionalista de la planificación), sino también en el cuidado y el cariño por los ancianos en cuanto son la memoria viva, la reserva viviente que tenemos.
A través de esta vivencia el problema generacional se plantea no en términos de crisis, sino positivamente: ¿cómo nos seguiremos acercando las generaciones?
6. La conversión de las mentalidades
La pregunta que acabamos de hacer tiene también su relación con las diversas mentalidades que encontramos en las comunidades.
El hecho de que nos encontremos fundamentalmente unidos no significa que todos hayamos asumido plenamente ese proceso de conversión: «no hay conversión auténtica al amor de Dios sin una conversión al amor de los hombres y —por tanto— a las exigencias de la justicia» (cfr. CG XXXII, Decreto 4, n.º 28).
Se señaló la necesidad de orar por la conversión de mentalidades, sabiendo que la fuerza del Espíritu es capaz sobre todos los lastres que condicionan. Igualmente se vio que el camino de la práctica, del trabajo con los más necesitados, es mucho más fecundo para este asunto que el mero planteo teórico, al cual lo rechazamos de plano.
Es prioritario «descargar la batería de los cañones» en la formación de la conciencia social, de manera que sea aceptada (3). Buscar, más que el «planteo», la conversión de nuestros hermanos más alejados —en su mentalidad— de lo que la Compañía y la Iglesia nos piden hoy. Para esto, echar mano de esa sagacidad pastoral que san Ignacio tenía para hacer dar a cada uno el paso que podía —y debía— dar. En este asunto, evitar las «disyuntivas», que de suyo son siempre disolventes porque no comportan solución alguna, y recurrir más a las «alternativas», que son creadoras y que se expresan en un lenguaje de antinomias y tensiones que podríamos llamar «dialécticas» (4).
7. Tinte kerigmático de nuestra misión hoy
El tema de los cambios de mentalidades y de la conversión de nuestras actitudes y valoraciones fue reiterado a propósito de los cambios de estructuras y de nuestra pastoral en la situación económica que estamos viviendo. A propósito de estos últimos planteos se elaboraron varios criterios de acción.
¿Qué más podemos hacer para que la inquietud por la promoción de la justicia sea más nítida en nuestras comunidades y convoque a una mayor conversión de todos nosotros?
Un primer paso ineludible es el «hacerse sensible» a las situac...
Índice
- Portadilla
- El pensamiento social y político de Bergoglio y papa Francisco
- Parte I. Pensamiento social
- Parte II. Pensamiento político
- Bibliografía consultada